Hospital Clínico, València. Es lunes y corre el mes de octubre de 2024. Llego a la habitación poco antes de las ocho, todavía en penumbras, cruzo unas palabras con la cuidadora de noche y me quedo sustituyéndola. Mi enfermo duerme, el otro también, así como su acompañante. La habitación es doble y nos ha tocado la peor parte. El sitio es pequeño, estamos lejos de la ventana, arrimados al lavabo y separados de los otros por una cortina que nos priva de luz natural. A lado y lado de la cama apenas hay espacio para que el personal sanitario acceda al paciente, y el sillón que nos corresponde está en una zona de paso porque no cabe en otro lugar. Es lo que hay, podría haber sido al revés, así que asumo la situación, me siento y abro el libro dispuesto a pasar el día lo mejor que pueda. No bien acabo de reenganchar la lectura, irrumpen los del catering con el desayuno. Y como si le dieran con un palo, la mujer que estaba al lado dormitando cual inofensiva crisálida se estira como una cobra y hace sonar la diana. Su boca se convierte en una catarata de sujetos, verbos y predicados, no siempre por ese orden. Despierta al otro anciano con la cadera rota que, como habré de enterarme enseguida, es su abuelo, le anuncia el día. Le canta el menú, lo conmina a comer, le dice qué tiempo hace, alaba —o le reprocha, no queda muy claro— lo bien que ha dormido… Su voz es de las que inspiraron a los inventores de la gaita.
Enfermeras, enfermeros, auxiliares, celadores y celadoras, médicos, miembros del servicio de limpieza entran y salen cumpliendo diligentemente con sus respectivos cometidos, y ella pregunta, informa, especula, sentencia. A falta de lámina de agua donde mirarse, se complace oyendo el eco de sus palabras. Y en eso, entra otra persona. Es su padre, que viene a sustituirla. El hombre hace una llamada —imprescindible, imagino— para anunciar a alguien que ha llegado, y le dice a la hija que ya se puede ir. La esperanza se instala en mi corazón. Pero la joven dice que se queda, que no tiene nada mejor que hacer. Ella se queda, la esperanza huye. Recogen los restos del desayuno y alguno de los dos —se me escapa el detalle— enciende el televisor y sintoniza la emisora que le place sin encomendarse a dios ni al diablo. Él enciende también el móvil para ver el Gran Premio de Fórmula 1 con el altavoz puesto. Mientras tanto, la otra no para de largar. Su discurso —es un decir— lo abarca todo, es cosmogónico, cosmológico, apodíctico, sincrético y diarreico, seguro que la teoría del todo está ahí, cifrada en medio de esa logorrea. Mi enfermo, nonagenario, también con la cadera rota, tiene la suerte de estar como una tapia —no sé si tanto; tal vez lo finge sabia o resignadamente—, pero yo no puedo dejar de escucharlos, ni puedo leer ni pensar en otra cosa que en estrangularlos. El otro enfermo tampoco puede descansar. La nieta ha determinado que no debe dormir por el día porque, si no, no podrá hacerlo por la noche. Así que cuando ve que su yayo cierra los ojos bajo los efectos del paracetamol que le están metiendo en vena, ella da un par de sonoras palmadas y las acompaña con un gritito para mantenerlo despierto. A mí me va a reventar la arteria supratroclear, o sea, esas venas de aspecto siniestro que tenemos en la frente.
Así transcurre media mañana. Y cuando creía que estaba llegando al límite de mi aguante, aparecen tres parientes más, atraviesan nuestra zona y se instalan junto a los ventanales. Según voy sabiendo se trata de la mujer del enfermo, un cuñado y otra nieta. Ante tan nutrido auditorio, la que ejerce de dominatrix familiar ahueca las plumas y expande toda su ciencia. Obliga al enfermo a levantarse para que haga sus ejercicios de rehabilitación y le va dando órdenes a voz en cuello. Rememoro los tiempos en que había una señal de tráfico que indicaba la cercanía de un hospital a fin de que los automovilistas no usaran el claxon, en que el reposo formaba parte de cualquier tratamiento y la dulce imagen de una enfermera indicando silencio con el dedo sobre los labios presidía los pasillos. Ahora las autoridades competentes se ufanan de poner gratis, al servicio de pacientes y parientes, televisión y wifi gratuitos —todos conectados al gotero, a las ondas y a la red, tan importante una cosa como las otras— y autorizan el uso de móviles, esa bota malaya de cerebros ajenos. Al parecer, también permiten la celebración de congresos en las habitaciones. En pocos minutos, esa en concreto se ha convertido en un vagón de tercera de los años cincuenta. Solo falta la gallina dentro de la cesta y el tipo que va por los compartimentos haciendo sorteos con las cartas de una baraja. No es la hora de las visitas, se supone que allí solo puede haber un acompañante por paciente y ellos suman cinco, seis contando al enfermo. Y para disipar habituales prejuicios aclararé que no son de etnia gitana. Me debato entre llamarles la atención o ver hasta dónde puedo soportar. Al fin y al cabo, me digo pensando en mi enfermo, este no oye, y a mí vendrán a rescatarme dentro de unas pocas horas. Aunque ver como se despliega todo ese cerrilismo alrededor de una persona que está apurando sus días, enciende la sangre. A fin de evitar el enfrentamiento directo, informo discretamente en el mostrador de enfermería. Noto incomodidad e impotencia. Me queda claro que no harán nada. Yo también opto por callar sabiendo que hago mal, que debería decir algo, no solo por mí, también por espíritu cívico. No me lo encuentro, me lo han capado.
Lo peor es que ellos saben que están dando por saco, nuestras miradas ya se han cruzado varias veces y la mía es muy explícita, pero no lo pueden evitar. O quizás no quieren, esa es una sospecha que crece en mi mente torturada. Me esfuerzo en convertirme en su infierno, tal como lo define Sartre en Huis clos. Intento que se vean reflejados en mi mirada censuradora, que se sientan vistos y juzgados, que sientan vergüenza, algo de pudor, que muestren un poco de eso que antaño se llamaba consideración. Pero es en vano, escapan al fuego de mis ojos con la habilidad de un camarero veterano en un chiringuito de playa. Algo falla en la tesis del filósofo bizco. Estas personas que tengo aquí al lado, o no se ven como yo las veo, o no pueden evitar ser como son ni un solo segundo. O algo mucho peor: no buscan mi aprobación recuperando el decoro, sino incrementando su exhibicionismo. Y me parece descubrir, desconcertado, que lo hacen de buena fe, que no hay maldad, a no ser que se pueda hablar de maldad sin malicia, que quepa considerar la estupidez como una forma de perversidad, algo por lo que me decanto. La vieja batalla entre el civismo y la incivilidad, pienso, se libra ahora mismo entre la compasión y un egocentrismo asociado a una incultura sistémica, entre una menguante inteligencia emocional y una estulticia de porexpán. Mi estrategia está completamente equivocada, yo estoy equivocado y esto no tiene remedio. Lo que debería hacer es traer aquí al resto de mi familia, a unos cuantos amigos y a algún borracho que encuentre por la calle, poner en el móvil Youtube en modo random, hablar a grito pelado de todo lo que creo saber y de lo que no tengo ni idea, a ver si acierto, y contratar a la Tuna Compostelana por si me quedo en blanco. Me prometo a mí mismo que mañana vendré preparado para desplegar positivismo a manos llenas.
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