Frente al dogmatismo moral: vive y deja vivir
Además de su intrínseco valor como obra de arte, una pintura es una fuente de información histórica. Resulta sorprendente tener que reivindicar eso hoy ante la opinión pública. La relevancia histórica y el valor artístico son aspectos tan sustanciales de cualquier manifestación artística (literaria, pictórica, escultórica, cinematográfica…), que solo por eso ya se justifican como objetos de interés y valor. Los “primitivos valencianos” del Museo de Bellas Artes de Valencia, el informalismo abstracto del grupo El Paso, los caprichos de Goya, o las brutales escenas bíblicas de Caravaggio no solo poseen valor estético y técnico, también expresan el universo creativo del artista y su contexto socio-cultural. Si en el arte humanista y barroco abundan los desnudos femeninos, en la anatomía y la escultura renacentista los desnudos son masculinos. La pintura religiosa medieval a menudo refleja un angustioso universo religioso. Y eso mismo sucede con las novelas de caballería o los documentos de archivo. Un acta notarial posee gran importancia histórica porque nos permite conocer la vida cotidiana, las propiedades, las herencias, y eso tiene interés al margen de que nuestra moralidad, nuestro sistema legal, o nuestros derechos civiles tengan poco que ver con los del tiempo que reflejan esos documentos. Un texto de cirugía en el que se explican las razones para extirpar el útero a una mujer histérica es una fuente histórica valiosa para conocer la realidad de nuestro pasado y las ideas de otra época sobre la enfermedad y el cuerpo femenino.
Estos ejemplos resumen algo tan elemental como la idea nuclear del historicismo: el presente se entiende desde la historia, y los acontecimientos de cada momento deben mirarse y entenderse desde su contexto social y cultural. Los hechos, las fuentes materiales, artísticas, literarias o científicas son datos que nos informan de las ideas y los valores de otro tiempo, y gracias a ellos podemos debatirlo, cuestionarlo y comprenderlo. Son una fuente imprescindible de conocimiento, y por ello tienen un valor intrínseco. Nada mejor que el arte y la historia para desvelar las ideas, las creencias, los valores, los modos de vida, y también las formas de poder y dominación. El arte es probablemente el mejor reflejo del poder hegemónico, y por eso mismo una fuente valiosa para analizarlo. Observemos las aristocráticas sociedades antiguas de corte patriarcal a través de la escultura ateniense, entendamos las opresivas formas de religiosidad medieval que expresan las escenas de muerte y crucifixión, comprendamos las formas de dominación del Antiguo Régimen que reflejan Velázquez o Goya, el totalitarismo soviético a través del realismo social o las grandes crisis sociales del período entreguerras que reflejan las vanguardias. ¿Debemos condenar hoy la mitología en nombre de la racionalidad científica? ¿La crueldad del dios patriarcal en nombre de los derechos humanos y la democracia? ¿Debemos censurar a Toulouse Lautrec por mostrarnos la realidad de la vida canalla en el Paris du fin de siècle?
Además de reflejar cánones de belleza y formas originales de creación artística, cualquier objeto artístico es en sí mismo una fuente de conocimiento histórico, un tesoro que hay que cuidar y preservar precisamente porque ayuda a conocer, argumentar y debatir. Juzgar con ojos y valores del presente las fuentes del pasado (literarias, pictóricas, escultóricas, jurídicas, científicas…) denota una preocupante actitud presentista, ignorante y analfabeto. Si además de juzgar los hechos del pasado desde los valores del presente hay quien pasa a la acción y pretende, como los talibanes, destruir u ocultar nuestros templos del arte y la cultura, entonces ya entramos en formas peligrosas de censura y patología social.
En definitiva cualquier forma de anacronismo bárbaro encierra un autoritarismo represivo. El presente no es la culminación de nada, sino un punto en el tránsito. Pronto alguien propondrá retirar Lolita, Justine o los libros de Bukowski -entre otros muchos- de las bibliotecas públicas. Y otros pedirán ocultar las pinturas de Altamira porque reflejan cómo los antiguos cazadores causaban sufrimiento a los animales. Mirar el pasado con ojos del presente es una exhibición impúdica de miopía intelectual. Frente a esta amenaza, hay que reivindicar el viejo aforismo que algunos atribuyen a Friedrich von Schiller: “vive y deja vivir”, que quiere decir, respeta y exige ser respetado.
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