Me lo dijo Joanjo Garcia hace unos días, camino de Barcelona: «Seguro que puedes recordar, con bastante de detalle, dónde, cuándo y con quién fuiste a ver determinadas películas al cine. En cambio, te costará mucho más recordar en qué circunstancias viste películas en casa». Tiene razón. Me viene a la memoria, por ejemplo, una de las primeras veces que fui al cine: mi abuela paterna nos llevó a mí y a mis primas a ver Big, al cine Oeste. Recuerdo, con precisión, qué hice antes y después de asistir a una proyección de El proceso, de Orson Welles, en la Filmoteca de Valencia. Sé que el día que vi Matar al soldado Ryan en el cine Serrano llovía, sé que llevaba un paraguas y sé que me acompañaba uno de mis mejores amigos. Sé que la última película que vi en los cines Martí fue Roma, como también sé que fui feliz una tarde de enero cuando mi abuela materna y yo fuimos al Tyris a una proyección de Mejor imposible. Podría hablar de la conmoción que sentimos, adolescentes todavía, al salir de los Babel después de ver Bailar en la oscuridad. O de la alegría que sentí hace pocos días cuando, por fin, volvimos al cine después de unas semanas convulsas. Vimos La La Land, y más allá de si me gusta o no la peli, la recordaré porque nos reconcilió con el placer que se siente ante la gran pantalla.
Porque tiene razón Joanjo Garcia: lo que vale es la experiencia. Recordamos los días de cine porque ir a las salas comerciales nos proporciona una vivencia más sustancial que ver una película en casa. Necesitamos reivindicar estas experiencias y los lugares que las hacen posibles. Del auditorio al cine, del teatro a la librería, del museo a la casa de la cultura, del aula al estadio. Y necesitamos tener la capacidad de crearlas, de reinventarlas, de hacerlas posibles a todas horas. Y de reivindicarlas, también, contra otras experiencias que no nos dan las mismas oportunidades personales y colectivas o que, sencillamente, las pervierten y las derrochan.