En estos momentos de miedo; de desconcierto, y de incertidumbre, generados por un virus que no distingue por género, etnia, nacionalidad o posición económica, es natural que los esfuerzos, tanto en los niveles de las administraciones públicas, como en los sociales e individuales, estén concentrados en afrontar el problema utilizando para ello todos los medios materiales de que disponemos como sociedad.
Pero en la convicción de que la pandemia pasará como hicieron otras anteriores, me llama la atención que, si bien todos afirman que el mundo que salga de la crisis ya no será el mismo que el de ayer, no he visto de momento a nadie que haya osado tratar de dibujar un boceto de ese nuevo mundo, que desgraciadamente no será el que nos cantaba la Sinfonía de Dvorák.
Comprendo que si yo fuera político, al pensar en esta cuestión me debatiría entre la inoportunidad de echar sobre las espaldas de mis conciudadanos la carga extra de un horizonte oscuro, y la lealtad de ir advirtiéndoles de que el final de la pandemia no va a significar el final de nuestro problema; sino el inicio de otros muy serios. Y también me hago cargo de que, vista la falta de lealtad institucional de la oposición, me pensaría dos veces el darle más argumentos con los que atacarme, cuando estoy concentrado en afrontar la situación en sus muy diversos frentes.
Y, sin embargo, no puedo creerme que tanto tirios como troyanos ignoren la que se nos viene encima; y asumiendo que cada uno tenga su propia estimación en cuanto a la magnitud de las cifras, y también sus propias recetas para afrontar el problema, sería deseable que, al menos, se pusieran de acuerdo en su definición.
Porque, desde mi humilde posición de simple ciudadano, anticipo un empobrecimiento general y una caída del nivel de vida promedio que, aunque vaya recuperándose gradualmente, no llegará en un horizonte previsible a alcanzar los niveles de la situación previa a la crisis. El ejemplo de lo ocurrido en 2008 avala, por desgracia, esta idea. Y la consecuencia directa es que vamos a ser testigos de la progressiva desaparición de un buen número empresas y del consecuente incremento de personas desempleadas. Pero, incluso aquellas empresas que sobrevivan van a verse forzadas a reducir sus producciones porque sus mercados lo van a hacer también. O es que alguien cree que, por ejemplo, se va a seguir comprando coches o recibiendo turistas como hasta ahora?
En consecuencia, el gobierno que tenga que lidiar con esta situación, sea del color que sea, se encontrará en la necesidad de afrontar crecientes necesidades de liquidez para proteger a las víctimas de la debacle en una situación de merma de ingresos como consecuencia de la misma. Y esto nos lleva al problema de fondo al que nos vamos a tener que enfrentar: en qué medida el empobrecimiento del país va a repercutir en cada uno de nosotros?
Y si lo primero que debenos asumir es que cualquier posible solución pasa por un esfuerzo generalizado, aquí va como anillo al dedo la propuesta (perdón por la herejía) del Marx humanista, que no del cómico: “de cada cual según sus posibilidades, a cada cual según sus necesidades”; o lo que es lo mismo, una redistribución de la riqueza restante que no deje a nadie desamparado, y tampoco sin los servicios sociales necesarios, como el de una sanidad pública universal y con los medios adecuados.
Es previsible que ante este escenario las recetas para afrontarlo sean muy diferentes según la posición política de unos y otros. Y comprendo que la prudencia aconseje a quienes nos gobiernan aquello de “mejor no meneallo” de momento. Pero tendrán que estar preparados para la ofensiva política y mediática de recetas milagrosas ultraliberales con la que se intentará convencer a la población de que la solución al problema de cada uno únicamente requerirá una bajada generalizada de impuestos. Y no podemos ignorar la fascinación que ejercen los flautistas de Hamelín sobre la gente desinformada. El que avisa no traidor.