La etiqueta liberal tiende a convertirse en un concepto chicle, que se estira hasta donde convenga al beneficiario de la misma y de la que desean hacerse acreedores múltiples y variados candidatos. Pero no nos engañemos, de los liberales, por estos lares, se decía, igual que en Inglaterra, que cabían en la parte trasera de un taxi.
No obstante, el término aún conserva un marchamo de prestigio, un aura de independencia, directamente procedente del nacimiento de la modernidad política, y del que dimana su apelativo hermano de demócrata. Un cóctel de los principios constituyentes de las revoluciones burguesas resumiría el ideario liberal bastante coherentemente, pero en la práctica observamos cómo suelen adscribirse a este credo –la alternativa religión cívica- los moderados de derechas e izquierdas. O lo que es lo mismo, eso que se ha dado en llamar el centro y que, según hacia qué lateral se escore uno, toma el epíteto de reformista o progresista.
Eufemismos, en todo caso. Conocemos liberales que apuestan por estructuras sociales corporativistas, que imponen dogmas sagrados en el ámbito público; los hay entre los que restringen las libertades ciudadanas cuando les conviene o que vulneran la igualdad mediante fórmulas de reparto del poder de origen aristocrático; por último, tampoco son liberales quienes defienden la propiedad privada pero otorgan todo tipo de prebendas y ventajas, haciendo uso de los resortes del Estado, a sus amiguetes.
Por todo lo dicho anteriormente, no ha de sorprender la infinita polisemia de la definición liberal. Y la ansiedad por arrogársela. Lo hemos comprobado en la reciente polémica entre nacionalistas periféricos y centralistas por el acceso de los últimos a ALDE, el Eurogrupo de la Alianza de Liberales y Demócratas. A pesar de que la beligerancia entre la derecha de la austeridad y la izquierda europea en transformación reduce el terreno de juego de unos liberales en recesión y que a duras penas han conservado el tercer puesto en el Parlamento Europeo, la lucha por la homologación en el campo liberal se ha interpretado como la consecución de una norma ISO de la democracia en sí misma y otro comodín que esgrimir en el tapete de las tensiones centro-periferia.
La abigarrada diversidad de nuestro ALDE nos revela no sólo la convivencia de nacionalistas de distinto signo, sino también de formaciones de ascendencia radical, como UPyD; adscritas al centro-izquierda, como C´s; los fundadores democristianos del PNV; y una CiU que se aleja cada vez más del alma socialcristiana de la etapa de Jordi Pujol para adentrarse en la vertiente neo del liberalismo.
No olvidemos tampoco, en clave autóctona, que UV logró entrar, primero como observador, en la Internacional Liberal, y después en ALDE, de la mano del abanderado tradicional del liberalismo valenciano, Enrique Monsonís, el euroyayo. Maniobra posible por el progresivo viraje ideológico del partido y que, en primera instancia, tuvo que vencer el proverbial veto del CDS y, posteriormente, beneficiarse de la transigencia de CiU. Incluso, en 1986 la parrilla de salida para la cuota autóctona la copaba la Coalició Valenciana de Paco Domingo.
Eran los tiempos del Partido Reformista Democrático, la popularmente conocida como Operación Roca, el proyecto liberal por excelencia a este lado de los Pirineos. Un experimento que nos recuerda que cuando Mariano Rajoy le señala a Esperanza Aguirre la puerta del Partido Liberal, la remite a la cruda realidad de un concepto tan prestigiado como maltratado.
A la hora de sacar las cuentas, los liberales son pocos y marginados en sus partidos.