La mala fama de la invisibilidad
Tengo un amigo que dibuja como los ángeles, pero ha decidido guardar sus viñetas en un cajón. Por su estilo y calidad, sus cómics se asemejan a los de Frank Miller y no exagero cuando digo que podrían merecer un Premio Nacional. Cuando los descubrí fortuitamente, como quien se deslumbra al encontrar un tesoro, no pude evitar fotografiarlos y consultar mi impresión con personas entendidas que pronto se interesaron por el artista anónimo.
Este episodio me ha hecho regresar a personas que voluntariamente han decidido ser anónimas para ser felices. Curiosamente esto resulta complejo porque vivimos en sociedades obsesionadas con la visibilidad y el triunfo. Cada vez es más habitual encontrarme a adolescentes que aprovechan los jardines del Turia para retratarse en reportajes fotográficos que previsiblemente compartirán en redes sociales. Ser feliz y ser visible parecen ir de la mano en un mundo erigido emocionalmente sobre la dictadura del like.
De hecho es noticia que los famosos se apeen de la visibilidad. He leído varios reportajes a deportistas que han dejado la alta competición por el castigo mental que sufrían ante tanta exposición pública. Hace unos días Roger Federer afirmaba ya en el titular de una entrevista que “si pudiera elegir, sería una persona normal” por no hablar de invisibilidades elegidas y buscadas como las de Marisol, que finalmente cumplió su sueño: ser una persona normal, Pepa Flores.
Pero precisamente todas estas actitudes son noticia porque normalmente asociamos pasar desapercibidos con una actitud de perdedores. Pero, ¿y si fuera al revés? Me pregunto todo esto mientras pienso en la teoría psicológica de la pirámide de Maslow donde el reconocimiento ocupa la cúspide y, por el contrario, en un artículo del escritor y amigo Alfons Cervera, en el que revindica la importancia de las cosas que no se ven y entre la que se encuentra la más invisible de todas: el alma.
Quizá, día a día, y desde el placer de la cotidianidad, haya que girar la mirada a las almas que no tenemos a la vista. Al conductor del metro, que en realidad es conductora -porque desde la maquina usted no la ve-, y que le lleva a trabajar todos los días; a la madre que ha permitido que usted, hija o hijo, haya llegado a su posición laboral; al técnico municipal que propone a la alcaldesa una programación inédita que hace a esta aparecer en televisión; a la persona que adecenta su hogar y lo mantiene limpio; al guardaespaldas y al guardia de seguridad que custodia su centro de trabajo; al psicólogo que pone en forma su alma… El mundo, como el mercado, pone en valor lo que se ve. Pero ¿qué ocurre con las almas que no se ven? ¿Lo que no sale no vale?
Cada vez soy más consciente de las personas con cualidades más que reseñables que con arreglo a su destino deciden no destacar o, sencillamente, después de haberlo hecho, desaparecen de la vida pública de forma respetable.
Pienso también en Alfredo Pérez Rubalcaba, el secretario general más invisible y discreto de los socialistas que se retiró a la universidad tras abandonar la primera línea política; por no hablar de su mujer, Pilar Goya, a la que la mayor parte de la opinión pública hemos conocido a raíz de su condición de viuda.
Me desperté pensando todo esto cierta noche de mayo. Y pensé que quizá sí, lo más importante sucede en otro territorio invisible: la insondable frontera de los sueños, ese camino al que nos asomamos cada día y que a veces al despertar tenemos la suerte de reconocer y recordar. Volveré a leer a Freud. Hasta la próxima.
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