Noquear al adversario

El escenario político se ha poblado de pésimos actores que obedientemente siguen con voz engolada y gestualidad postiza las ideas telegráficas que prescribe su equipo de asesores de campaña. Siempre amparada por la certeza de los últimos sondeos, la cuadrilla de diestros y asesores cuenta además con el aliento de un corifeo cansino de periodistas y tertulianos. De nuevo la convocatoria a las urnas ha potenciado el espectáculo circense que, cada vez más, se centra en consignas cuya única finalidad consiste en noquear al adversario.

La estrategia es sencilla: denostar al rival para ganarse el voto del ciudadano bienintencionado, conservador y despistado, manipulando estereotipos, apelando al miedo o al odio, incitando actitudes irracionales y alentando prejuicios ideológicos. Justo lo contrario de lo que define la racionalidad democrática. Conviene a toda costa eludir el debate político-democrático abierto a la deliberación; evitar el análisis de la génesis y desarrollo de los problemas, discutir las prioridades y remediar los daños. La consigna es “ocultar la política y noquear al adversario”.

Si para ello se llena de sangre y mierda el patio de butacas, tanto mejor. Si se desprestigian las instituciones aireando su impotencia frente a la corrupción, los poderes económicos, financieros, las regulaciones europeas, tanto mejor. Generar desaliento, impotencia y resignación es una forma ancestral de consolidar el dominio.

A esos malos comediantes que se han multiplicado en la esfera política -y también a su cuadrilla de fieles ocupadores de escaños - yo les recomendaría reforzar dos líneas de actuación ante las futuras elecciones del 26 de junio. La primera consiste en organizar un curso intensivo de interpretación en el Centro de Nuevos Creadores, que dirige Cristina Rota, practicando a fondo el teatro de marionetas. No importa el mensaje: primero la interpretación y el punch a la yugular del adversario. Mejorar la dicción, la indumentaria y la gestualidad. La segunda recomendación es profundizar en la basura del adversario. Ahogarlo en calificativos: “terrorista”, “comunista”, “bolivariano”, “extremista”, “delincuente fiscal”, beneficiario de financiaciones mafiosas, es decir, manchar su reputación, difamarlo, incluso inventar, si preciso fuera, miserias personales, denostarlo por peligroso e indecente, y, por encima de todo, evitar todo argumento político. Hay que evitar el debate racional y convertir la política en un plató de reality show, sin que se note demasiado.

Cuando toda la obra teatral esté a punto y no quede ni títere ni titiritero con cabeza, tomados los medios e invadidos los hogares, entonces hay que llevar a las urnas el porcentaje de hastiados votantes que más convenga. Aun estamos a tiempo, porque mucho me temo que si esa pandilla de pésimos comediantes desoye estos consejos, quizá la ciudadanía ofendida, cuya debilidad mental quizá no sea tan marcada como ellos presumen, quizá esa ciudadanía acabe aprovechando la ocasión para darles una contundente patada en el culo, por farsantes. Ay, como echo de menos a Arlecchino y aquella inteligente commedia dell’arte!