Cuando sale un día lluvioso, para evitar mojarnos, salimos a la calle con el paraguas: ese curioso invento que al abrirse despliega una tela impermeable sobre nuestras cabezas que repele el agua rápidamente, impidiendo que nos mojemos. También podemos utilizar el chubasquero que, básicamente, persigue el mismo fin: nos colocamos una tela impermeable encima que expulsa el agua que le alcanza para evitar que nos empape la ropa.
De alguna manera, siguiendo este modelo, hemos proyectado nuestras ciudades a imagen y semejanza del paraguas (o del chubasquero). Hemos impermeabilizado la superficie de nuestras localidades, con enormes cantidades de asfalto, hormigón y pavimentos que sellan el terreno, impidiendo que el agua filtre y moje el subsuelo. Hemos creado ciudades paraguas.
En este tipo de ciudades, el agua se repele rápidamente por la superficie impermeable y se envía a los sumideros para ser recolectada por los sistemas de saneamiento y drenaje que la llevarán hasta las depuradoras municipales, y de ahí, finalmente, al río o al mar. Todo ello debe ser muy rápido, para que no haya inundaciones, visto y no visto, el agua desaparece por las alcantarillas y el problema ya no existe. Aunque en realidad se trata de un proceso realmente costoso y que requiere de grandes infraestructuras grises, de recogida, de canalización y de depuración.
Este modelo de ciudad paraguas puede que fuese útil y aplicable para la ciudad del siglo XX, incluso muy útil para la del XIX, asociado a todas las medidas higienistas que, al introducir los sistemas de recogida de aguas y saneamiento, evitaron la propagación de enfermedades contagiosas en las ciudades densas y compactas.
Sin embargo, el calentamiento global que estamos provocando (aunque haya quien que se empeñe en negar lo evidente), lleva aparejado una serie de circunstancias que hacen ver que el modelo de ciudad paraguas está quedando obsoleto.
La primera, y quizás más evidente, es el incremento de la temperatura. Cada vez en las ciudades hace más calor (sofocante durante las persistentes olas de calor), y si son impermeables y grises este efecto se multiplica en lugar de disiparlo.
La segunda circunstancia, debida al cambio provocado en el clima, es la alteración en la forma de llover. El calentamiento está modificando el régimen pluviométrico, alternando periodos de larga sequía con otros de fuertes (torrenciales por esta latitudes) lluvias. Cae mucha agua en poco tiempo. Con estos episodios, la ciudad paraguas no puede evacuar tanta agua ni tan rápidamente como debería. Se colapsan los sistemas de drenaje y se van inundando zonas de la ciudad (especialmente los puntos bajos o los lugares de evacuación de agua naturales como barrancos o rieras).
Asociada a esta alteración, con la lluvias intensas y rápidas, con un suelo mayoritariamente impermeable, el agua incrementa su velocidad, produciendo daños, arrastres y erosiones en el terreno y la vegetación.
El estudio de estos mismos efectos en distintas ciudades chinas, con fuertes inundaciones y grandes daños materiales y humanos, llevaron al arquitecto paisajista y profesor Kogjan Yu desde su estudio profesional Turescape, a acuñar el concepto de “ciudad esponja” en el año 2000 (¡hace 23 años!).
El modelo planteado por el profesor Yu sería, básicamente, el opuesto al de la ciudad paraguas. Parte de la idea de que el agua es un bien preciado y fundamental como para deshacerse de ella rápidamente y ocultarla. Es generadora de vida y, especialmente en un planeta cada vez más seco, probablemente el producto más importante para el futuro de las ciudades.
La ciudad esponja es una ciudad permeable, frente a la impermeable ciudad paraguas. Este nuevo modelo intenta incorporar cuanto más pavimento permeable sea posible. De esta forma, el agua de lluvia se infiltra al terreno y consigue la recarga de acuíferos y sistemas hidrológicos naturales existentes en el subsuelo.
Para evitar las inundaciones asociadas a las fuertes lluvias, la ciudad esponja propone gestionar el agua de forma natural, creando zonas inundables controladas. Aparecen parques inundables que, según el régimen de lluvias, tienen más o menos agua y que son capaces de retenerla e infiltrarla poco a poco al terreno. Se crean sistemas urbanos de drenaje sostenibles (SUDS) con esa misma dinámica: se dirige el agua a puntos bajos con vegetación, que retienen el agua y, poco a poco, con sus bases drenantes, la filtran al terreno.
Se genera así una red completa a todas las escalas para usar el agua: desde una planificación metropolitana hasta las pequeñas zonas verdes de cada barrio o calle, pasando por parques y jardines el agua está aprovechada. Esta matriz, bien proyectada y gestionada, podría llegar a evitar la necesidad de conectarse a la red de saneamiento y ahorrar la gran inversión en infraestructura gris. La red natural sería suficiente y completamente autónoma para aprovechar el agua, desde la lluvia hasta los sistemas geográficos naturales, pasando por las zonas verdes de las ciudades.
Con esta gestión del agua, además, la ciudad esponja consigue refrescar las ciudades, moviendo el agua y reteniéndola, traspirando por sus pavimentos permeables, reduce el efecto isla de calor que provocan los suelos impermeables de la ciudad paraguas.
La ciudad esponja tiene más ventajas: con la laminación del agua, reteniéndola y acumulándola en distintos estratos y niveles, la ralentiza, suprimiendo los graves problemas de erosión y arrastre que provoca el agua en la ciudad paraguas.
No sé ustedes, pero a mí me gustaría que mi ciudad (en realidad todas las ciudades) dejara el paraguas, que empezase a mojarse, a perderle el miedo al agua -como hacía Gene Kelly con alegría en Cantando bajo la lluvia- y se fuese transformando en una ciudad esponja.