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La conciencia ciudadana: entre el letargo y tantos Jan Sheijun

19 de julio de 2021 11:07 h

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Sentado en los escalones del Teatro Tartini, decidí permitirme parar, pensar y recordar. Al calor del sol del Mediterráneo, me acompañaba un coro de gaviotas y una brisa marina que habría podido transportarme a cualquier otro punto de nuestro mar. Pero aquel día me encontraba en lo que un día fue Yugoslavia. Estaba en Piran, en Eslovenia, el día después de participar en una conferencia sobre juventud, empleo y emprendimiento en el Mediterráneo, coincidiendo con la noticia del ataque de Estados Unidos a la base aérea del ejército sirio de Shayrat, y con el 25 aniversario del inicio de la guerra en Bosnia.

Recordaba imágenes y noticias en televisión sobre el cerco a Sarajevo, las víctimas de los francotiradores, los paralimilitares serbobosnios, o la matanza de Srebrenica y con ella la historia oscura de los cascos azules de la ONU. También personas talando los árboles de los impetuosos bosques que rodeaban la capital bosnia con el único fin vital de conseguir leña con que calentarse. En otro momento, flanqueado por dos excelentes amigos e inmejorables compañeros de aventura, realicé un viaje de placer y conocimiento a algunas zonas del Adriático, que pronto resultó ser un viaje de descubrimiento personal. De aquel momento, recuerdo los edificios de Mostar y de Sarajevo todavía perforados por las balas del genocidio, edificios que habían quedado a medio construir con abundante vegetación en su interior, el Holiday Inn, donde se alojaban los periodistas internacionales que cubrían la contienda y que fue atacado por los invasores, la mítica biblioteca de Sarajevo en plena reconstrucción y el espléndido puente de Mostar por fin regenerado. También recuerdo un sinfín de templos musulmanes, ortodoxos, católicos y judíos, y el semiabandonado estadio de los Juegos Olímpicos de invierno de 1984, todos ellos símbolos de lo que esta urbe había sido en una vida anterior.

Más recientemente he podido leer una breve, excelente y muy recomendable novela, “El Violonchelista de Sarajevo”, de Steven Galloway, que facilitó el reinicio de mi sistema nervioso, probablemente algo adulterado por la influencia de la sociedad de consumo donde, todavía, lo importante parece ser lo que se tiene y no tanto lo que se hace, y mucho menos lo que se siente. Hoy soy un orgulloso padre de dos pequeños ciudadanos. Pero aquel día frente al Mediterráneo me invadió el asco, aderezado con una insoportable combinación de indignación e impotencia. Los asesinatos en masa perpetrados contra sirios indefensos e inocentes de todas las edades, con armas convencionales y químicas, me recordó que la esperanza es muy limitada y que caduca con la muerte. Según los medios, el ataque químico a Jan Sheijun, parecía haberse cobrado la vida de al menos 86 personas, un tercio de las cuales eran niños y niñas.

No descubro nada al decir que los sinsentidos geopolíticos continúan sucediéndose día tras día en múltiples escenarios, algunos de sobra conocidos, otros más exóticos, todos igualmente letales. Y hoy asistimos al abandono de Afganistán por parte de las tropas de Estados Unidos, después de tantos años contribuyendo activamente a dejar esas tierras hechas unos zorros y a sus pueblos a merced de los talibanes. La ciudadanía debe tomar conciencia. Es cierto que el impacto directo de nuestras acciones individuales es muy limitado, pero alzar la voz y mantenerla en alto es un buen comienzo. Y de paso resetear nuestras particulares CPU, aunque sea pensando sentados en los escalones de un teatro frente al Mediterráneo.