Me declaro culpable de habitar un cuerpo excesivo, de volúmenes sinuosos, que no cabe en las angostas costuras del canon. No es esta una culpa que me haya caído del cielo de forma abrupta. No es esta una culpa arbitraria y sola. Es una que lleva más de un siglo cayéndonos encima como una lluvia fina, constante y perpetua. En ocasiones sobrevenida entre truenos y rayos pero que también por momentos se torna chirimiri. Lo que no hace nunca es aplacarse. La culpa de estar gorda es un fenómeno antropogénico que asola, mayoritariamente, nuestros cuerpos. Los cuerpos de las mujeres.
Nacimos al mundo marcando a nuestras madres a través de estrías amarillas en bajorrelieve. Les añadimos a ellas, con nuestra llegada, un retal de vergüenza y culpa al vientre deformado que el embarazo y el parto les produjo. Fue poco después cuando ya empezó a ser nuestro cuerpo el objeto de escarnio. Los comentarios familiares conformaron el primer murmullo del que algunos ecos nos llegaba. Mírala que hermosa, como siga así no cabrá en los pantalones. Pero arribaron después los rugidos de los otros, de los iguales, de los niños y las niñas cuyos cuerpos pasaban desapercibidos entre la uniformidad de lo estándar, de lo correcto. Ese murmullo primigenio y familiar que nos rozaba, se tornó de golpe en un estruendo que muerde, un aullido que se iba contagiando y repitiendo hasta la extenuación, acompañado de risas afiladas.
Eres una ballena, eres una ballena, eres una ballena, ¿no te das asco?, eres una ballena, me da vergüenza bailar contigo en el festival de fin de curso, eres una ballena, eres una ballena, entiéndelo, das asco, eres una ballena, eres una ballena, quien pierda te tiene que besar como castigo, eres una ballena, eres una ballena, corre que vamos a perseguirte hasta tu casa a ver si puedes correr con ese culo gordo, eres una ballena.
Entonces sucede que lo consiguen. Un día te levantas y, como le pasó a Gregorio Samsa, te miras al espejo y has dejado de ser persona para convertirte en monstruo. Y te sientes presa, encerrada en un cuerpo excesivo del que tienes parte —sino toda— la culpa. Siempre la culpa. Culpa de comer, culpa de repugnar, culpa de ser. Llega el verano y con él la pesadilla de la manga corta, del bañador, de las sandalias. Con la llegada del calor se hace patente la carne. La ballena emerge a la superficie de nuevo. Dejas de ser tú, a pesar de tu presunta madurez intelectual, de tus taitantos años. Vuelven los niños y niñas del colegio a tomarse de las manos y cantar en corro a tu alrededor: eres una ballena, eres una ballena, eres una ballena. Y en la playa con tu familia y tus amigos, que te obligan con su buena intención a disfrutar del aire y las olas, observas tus brazos y en ellos redescubres tus aletas, tu piel resbaladiza y hasta tu cola. Desde los trece años evitando en público la felicidad del agua. Décadas de imágenes canónicas de mujeres imposibles y de clase alta, incrustadas en tu cerebro, te dicen ante el espejo que tú no encajas, que espabiles, que es tu culpa. Y tú te pasas años de dieta en dieta validando tu cuerpo en función de las miradas ajenas, del peso de la báscula, de las tallas entre 38 y 40. Pero siempre fracasas porque tu metabolismo es lento, porque te has relajado, porque has parido hijos, porque has preferido pasar el tiempo escribiendo y estudiando a sudando en el gimnasio que tampoco te permite el salario, ni el tiempo. He ahí otro elemento inaccesible. También culpable de no encontrar el tiempo, de no arañarlo hasta prenderlo y así esforzarte en encajar en la angosta costura del canon.
Me declaro culpable de estar gorda y por primera vez me declaro también culpable de ocultarlo. Sería hipócrita si dijera que lo he superado, que este verano iré a la playa vistiendo una sonrisa de felicidad en mi boca, pero al menos me siento fuerte, comprendida y, lo que es más, ya no me siento sola. Por eso soy capaz de afirmar convencida que me equivoco al ocultarme, que no debería, que “el verano también es nuestro”, de las mujeres de cuerpos que no caben en los marcos impuestos. Y gracias a estos pasos, espero algún día ser capaz de sumarme a gritar al aire que aquí estoy yo y el verano es nuestro. Y también mío, de la ballena.