Debido a la ampliación del puerto hacia el sur, la ciudad de València perdió una playa, la del humilde barrio de Natzaret, hace 34 años. ¿Cuántas playas más hay que condenar a la desaparición? El temporal de hace unos días volvió a poner de manifiesto que las enormes instalaciones portuarias construidas hacia el interior del Mediterráneo en una zona del litoral, la desembocadura del Turia, que no ofrece un abrigo natural modifican las corrientes marinas y causan la erosión de la arena y la destrucción del sistema de dunas característico de esta zona mediterránea. Los vecinos de las pedanías del sur de València, Pinedo, El Saler o El Perellonet, núcleos ubicados en el parque natural de l'Albufera, claman con una alarma creciente por la restauración de sus playas y contra la nueva ampliación norte del puerto, responsable de agravar dramáticamente los efectos de fenómenos naturales cada vez más virulentos por el cambio climático.
En permanente expansión, el Puerto de València pretende ejecutar una ampliación norte para crear un enorme muelle que gestionaría la multinacional del transporte de contenedores MSC, siguiendo un proyecto distinto al que recibió la evaluación ambiental favorable en 2007. Y el presidente de la Autoridad Portuaria, Aurelio Martínez, alega que aquella declaración de impacto ambiental sigue siendo válida y no hace falta otra, pese a las modificaciones sustanciales de la obra. Algo que sectores ciudadanos, vecinales y ecologistas impugnan. La justificación económica y comercial del proyecto es calcada a la que sustentó todas las anteriores ampliaciones de ese puerto que ha adentrado a lo largo de la historia sus diques varios kilómetros en el mar. Pero la alarma por los efectos sobre la costa crece últimamente como no lo había hecho nunca. La idea de que el puerto no puede crecer más se ha cargado de razones. Y empieza a evidenciarse una idea más contundente: que el puerto no debió crecer tanto.
El retroceso de la línea de costa está constatado y es objeto de unas actuaciones de regeneración por parte del Gobierno cuyos costes se convierten en estructurales, en lo que supone un despilfarro ambiental mal evaluado. Hay que reponer millones de toneladas de arena para combatir la desaparición de las playas del sur cada cierto tiempo. Pero además, la emergencia climática aumenta porque a la erosión crónica se añade otra destrucción de las playas episódica que se repite con cada temporal y se traduce en costes también periódicos para restaurarlas. Así pues, la polémica por la ampliación norte del Puerto de València y el impacto sobre la costa de un proyecto de tanta envergadura se convierte en una piedra de toque del cambio de orientación de las políticas hacia un nuevo paradigma de sostenibilidad y respeto al medio natural.
Puertos del Estado y, en definitiva, el Gobierno de España no se han pronunciado todavía sobre la necesidad o no de encargar una nueva evaluación de impacto, cuya redacción, con el retraso que conllevaría, según la dirección del Puerto de València y diversos lobbies empresariales, haría naufragar la inversión de MSC. Pero el ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, el valenciano José Luis Ábalos, a quien compete el asunto al fin y al cabo, ha repetido varias veces que si hay cambios en el proyecto habrá que hacer otra declaración de impacto.
Tras el intenso debate sobre la paralización o no de las obras del nuevo muelle, con una plataforma ciudadana que recoge firmas a favor de frenar las intenciones portuarias, surge un dilema que se hará más y más acuciante: no estropear más las cosas o tratar de revertir hasta el punto que sea posible lo que nunca debió hacerse. El fatalismo desarrollista, hoy vestido con los ropajes de la competitividad económica en la globalización, da por hecho que eso es imposible. Los diques de la ampliación norte del puerto de València ya están hechos –se construyeron en la época del PP con la oposición, por cierto, de socialistas como el mismo Ábalos, que era entonces concejal– y, por tanto, rellenar ese espacio con millones de toneladas de tierra y cemento no agravará los efectos que ya provoca. Además, los costes económicos, con ayudas europeas de por medio, serían enormes.
Serían enormes, sin duda. ¿Pero vale la pena? ¿Sería beneficioso a medio y largo plazo paralizar ahora el proyecto y derribar después los diques exteriores, que han aumentado en la última década el impacto sobre las playas? ¿Qué coste podemos imputar al hecho de que habrá que estar toda la vida invirtiendo en restaurar las playas del sur de Valencia para que no desaparezcan?
El pensamiento único se niega siquiera a hacer los cálculos, pero no son tan inconcebibles. De hecho, algunos de sus defensores apuntan soluciones como construir arrecifes para proteger las playas amenazadas, síntoma evidente de que saben que la ampliación portuaria supone una condena perpetua para el litoral afectado. En efecto, se pueden pensar otras cosas. Los diques de abrigo, que se acabaron en 2012, costaron 203 millones de euros, de los que la Unión Europea aportó 74 millones. Desmontarlos implicaría perder esa cantidad y lo que costaran el proyecto y los trabajos de demolición. Seguir adelante con la ampliación supondría añadir, solo en fondos públicos, otros 400 millones de euros, más una cifra de otros cientos o miles de millones necesaria para la construcción de un acceso norte al puerto de València. Cada cierto tiempo, además, hay que destinar al menos 28 millones de euros para las aportaciones de arena que eviten la desaparición de las playas del sur. Es imposible meter en el cálculo qué supondría garantizar a escala planetaria la integridad del litoral y la protección del parque natural de l'Albufera porque no habría ya mucho de qué hablar.
La ciudad de València está en una encrucijada histórica con ese proyecto. Si sale adelante, las generaciones futuras cargarán con sus consecuencias. Si se detiene y se apuesta por revertir la gigantesca intervención, a la posibilidad de servir de base de carga y descarga para el transporte interoceánico de contenedores siempre le quedará la alternativa que sistemáticamente se han negado a aceptar los dirigentes del puerto: considerar una ampliación en Sagunto, cuyas instalaciones, a pocas millas náuticas de València, forman parte de la misma autoridad portuaria.
¿Cómo se calcula el impacto de algo que hoy crea riqueza y puestos de trabajo y deja condenadas para siempre las playas de València? No es un dilema nuevo, pero se ha vuelto urgente en nuestro tiempo.