La etiqueta de la vergüenza
La tierra está tan seca que la fina lluvia ya no la humedece. Ni siquiera moja las manos cuarteadas de quienes la trabajan. El fino polvo lo cubre todo. Ahoga las plantas. Asfixia los pulmones. Perturba un futuro que se pierde tras la cortina de microscópicas partículas que contaminan el aire. La sequía y las deudas bancarias expulsan a las familias de sus casas. Miles de personas se unen en un éxodo en el que el bebé nace muerto por la desnutrición, la tristeza mata a los abuelos, los hijos se marchan y la familia se desmorona. “Hubo un tiempo en que estábamos en la tierra y teníamos unos límites. Los viejos morían, y nacían los pequeños, éramos siempre una cosa. Éramos una familia”, cuenta la madre.
Llegan a lugares donde los miran con odio. Los ven como ‘malditos cerdos’, como un ‘montón de mierda’. Quienes así los desprecian están tan expuestos al hambre y al desahucio como ellos, pero los tratan peor que a sus perros. Incendian los campamentos para expulsarlos de sus tierras y queman los cultivos para impedir que puedan recoger lo que les sobra para alimentarse.
Podría ser cualquier lugar del mundo. España, sin ir más lejos. Podrían ser quienes huyen de las hambrunas del cambio climático, las guerras, la pobreza, las enfermedades, la desigualdad, la persecución religiosa, las ablaciones. Quienes llegan desde África en cayucos, quienes se suben a los vagones de La Bestia para alcanzar a Estados Unidos, las familias que mueren en el Mediterráneo o los palestinos bombardeados. Podrían ser los rohinyá o los yazidíes. Los judíos o los gitanos.
También los españoles que huyeron de la Guerra Civil y acabaron en campos de concentración o nuestras familias cuando emigraron a Francia o Alemania; cuando cargaron su pobreza en la maleta con la que llegaron a Madrid, Bilbao, Barcelona o València. Es John Steinbeck en ‘Las Uvas de la ira’ quien da voz a todos, aunque parece que a nosotros se nos haya olvidado que formamos parte de esos ‘okies’ desharrapados y desposeídos. Como los Joad, vivimos al filo. Flotamos sobre el mar como un tapón de corcho. Cuando todo va bien, navegamos entre aguas cálidas y apacibles. Pero cuando todo va mal, la tempestad nos empuja a la deriva con una violencia incontrolable que nos puede expulsar para siempre de ese confortable mar.
Podemos vendarnos los ojos y taparnos los oídos. Esconder la cabeza, como el avestruz. Da igual. La realidad seguirá estando ahí y seguiremos siendo los mismos seres que no quieren ver su fragilidad. Mientras, otros se afanan en ocupar el espacio que nosotros cedemos y en el que se sienten muy cómodos. No son corchos a la deriva, sino trasatlánticos que utilizan la inmigración como un arma más en su ofensiva.
En Castilla y León, los de Abascal hablan de invasión; desde Madrid, Ayuso los vincula con el terrorismo y la propagación de enfermedades que “ya no son habituales en nuestro país”. En este desbarre ultra del PP, un edil popular ha llegado a emular a los nazis al proponer que les ponga “una marca como a los animales se les pone una pulserita” y el bronquista profesional Rafael Hernando difundió en un tuit que el Gobierno colaboraba con “las mafias del tráfico ilegal de personas” y que “358 han sido alojadas en un hotel del Toyo en Almería Avión y hotel de lujo en la UE. Y con tus impuestos”.
Exacto. Tus impuestos y los míos a no ser que formes parte de la elite económica a la que la derecha siempre beneficia. Como a ese 0,4 por cierto de población, es decir a 20.000 ricos de la Comunitat Valenciana, a los que el President Carlos Mazón les ha condonado 300 millones de euros. O los 70 millones que la alcaldesa de València, María José Catalá, dejará de ingresar por el IBI con una estafa fiscal que supone 20/40 euros de ahorro a las familias de Orriols, Torrefiel, Fuensanta o de pueblos como Benimàmet y 500 euros en l’Eixample o 40.000 a las grandes superficies.
En breve llegarán los recortes en políticas sociales como becas de comedor, cheque escolar, renta básica, la dependencia y todos sus servicios. Es lo de siempre. A quienes lo denuncian le contestarán con eso de ‘buenismo progre’ que algún think that neocon de barra de bar inventó para desprestigiar a quienes simplemente piden justicia social y redistribución de la riqueza. Dirán que así se mantiene a vagos y vividores, pero hablan de nosotros y no nos enteramos porque estamos ensimismados por nuestro narcisismo.
Aprovechan nuestra adicción a las redes sociales para bombardear nuestras neuronas espejo, esas que “te permiten entender inmediatamente a la otra persona y sentir su dolor como tuyo”, como explica el científico que las descubrió, Giacomo Rizzolatti. Advierte el investigador italiano en una entrevista sobre el peligro de las redes sociales para la empatía: “para aprender habilidades sociales hay que interactuar con otras personas. Por eso me parece horrible cuando los padres, en lugar de hablar con sus hijos, les dan un teléfono móvil”.
Meryl Streep, en el discurso que pronunció al recoger el Princesa de Asturias, reivindicó esa misma “misteriosa capacidad de experimentar los sentimientos de otras personas” en una sala de cine o en un teatro y que desaparece cuando se enciende la luz. “La empatía puede ser una forma radical de acercamiento y diplomacia, igualmente útil en otros ámbitos de actividad. En este nuestro mundo cada vez más hostil y volátil, espero que podamos hacer nuestra otra regla que se enseña a todos los actores: lo importante es escuchar”. No puedo prescindir de una sola de sus palabras.
Cada día se suman miles de personas en todo el mundo a la caravana humana que recorre la carretera 66 liderados por un destartalado Rocinante. Como Sísifo, cuando parece que han llegado al otro extremo, vuelven a empezar el camino. La tierra prometida nunca llega. California no es más que un espejismo y Oklahoma la realidad que se agarra como el hormigón a los tobillos de quienes nunca heredarán la tierra para hundirles en la tenebrosa fosa de la desigualdad. Sin embargo, como Steinbeck nos dice, “saldremos siempre adelante, porque somos el pueblo”. No debemos olvidarlo ni perder la esperanza de tener una vida mejor. Sin miedo. Defendiendo la solidaridad y colocando “la etiqueta de la vergüenza a los codiciosos cabrones que han causado esto”.
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