Europa en juego
Para empezar, algunos datos: el PIB de España es de 1.46 billones de euros; el más alto de la Unión Europea es el de Alemania con 4,12 billones, pero el de China es de 16,26 y el de EEUU de 25 billones. El fondo de inversión privado más grande del mundo supera los 5 billones y entre los 10 fondos soberanos más grandes del planeta hay cuatro chinos con un total de más 2,5 billones. Que tanto dinero acumulado en tan escasos actores puede tener efectos desestabilizadores para cualquier economía es evidente, pero que sobre economías de tamaño medio o en espacios políticos, económicos y monetarios a medio construir como Europa sus efectos pueden ser demoledores lo hemos comprobado ya, entre otras cosas, con la crisis del euro.
Conviene que los ciudadanos que estamos llamados a votar el próximo 9 de junio la composición del Parlamento Europeo lo tengamos presente. Frente a aquellos que propugnan la vuelta a los Estados nación y por tanto el debilitamiento de la Unión hay que oponer la realidad de un mundo en el que los actores con los que estamos obligados a interactuar han ganado tamaño, son continentes.
La zona Euro tiene un PIB de 14,5 billones y la Unión Europea casi 17 sin contar al Reino Unido, que sumaría otros 3, si Europa actuara como un Estado federado sería sin duda un actor de máxima relevancia que podría condicionar las políticas económicas globales en beneficio del modelo de sociedad que representa y nosotros esperamos y deseamos que defienda. Un modelo de solidaridad, protección, libertad y seguridad para sus ciudadanos y ciudadanas, un estado del bienestar que anhelan la inmensa mayoría de ciudadanos del mundo y que está en peligro frente a modelos que utilizan la fiscalidad, la desregulación y las condiciones de trabajo y los salarios para competir y ganar mercados.
Antes de la Gran Recesión, desde mediados de los 80 y tras la caída del Muro de Berlín, ya se abrió camino con éxito la idea del llamado pensamiento único: neoliberalismo, desregulación, empequeñecimiento del Estado como factores para el crecimiento económico y la eficacia. Nos dijeron que bajar impuestos no era de derechas, que así se fomentaba la inversión y el consumo, que la economía crecía y el Estado acababa recaudando más. Lo que no se nos dijo es dónde estaba el límite, porque el límite lo marca el capital y su ambición no lo tiene. Después llegaron las consecuencias terribles de la Gran Recesión.
Necesitamos una Europa más unida, estar más juntos, ceder soberanía en aras a un proyecto común. Necesitamos una fiscalidad homogénea que impida el dumping fiscal entre los socios europeos, unos estándares en servicios públicos como la sanidad, la educación, la protección por desempleo o las pensiones, un Salario Mínimo Interprofesional europeo equivalente al 60% del salario medio de cada país de la Unión, un estatuto de los trabajadores europeos que ponga en común los elementos fundamentales de la relación laboral y un presupuesto de la Unión que represente un porcentaje de su PIB creciente, muy lejos de ese raquítico 1% del que la mitad se lo lleva la Política Agraria Común. Porque no queremos que la inseguridad, la precariedad y la falta de esperanzas atenace a millones de trabajadores y ciudadanos temerosos por un futuro que se les presenta oscuro, porque necesitamos capacidad de maniobra para la inversión pública en infraestructuras, innovación, ciencia y educación que hagan nuestra economía más productiva, para que nos sintamos unidos formando parte de una gran Europa que coopera, que practica la solidaridad entre sus ciudadanos, que defiende sus valores en el mundo y que pone en marcha todo su potencial para demostrar que su modelo social no solo es posible, sino el mejor para competir en la economía global.
Fuera del proyecto europeo, desgajados de él, añorando tiempos pasados de gloria e imperio, todos y cada uno de los Estados miembros, sin excepción, pasamos de ser tripulantes de un poderoso trasatlántico a convertimos en cáscaras de nuez sometidas al embate de las olas que levantan las estelas de otros. No podemos modificar las reglas de la globalización, no podemos fijar condiciones a las grandes multinacionales y fondos de inversión o especulación, no podemos impedir que las rebajas fiscales o la depreciación del factor trabajo actúen como un reclamo del capital que supedita el interés del dinero al interés de los ciudadanos. Tampoco desde instituciones como los Estados-Nación lo tenemos fácil para cambiar el mundo, especialmente si esos Estados lo son del tamaño de los que componen la Unión Europea. Los distintos modos de ordenarnos políticamente se juegan entre continentes, no hay espacio para los españoles, los franceses, los británicos o los alemanes considerados aisladamente. Elegimos a nuestros Presidentes o Jefes de Gobierno para que hagan política, pero tal posibilidad está tan limitada en lo económico por los mercados que unos y otros apenas pueden maniobrar en la dirección comprometida, especialmente si lo que prometieron fueron políticas de izquierdas entendidas éstas como el reforzamiento del Estado de Bienestar. Así que no es de extrañar que el sentimiento de que nuestro voto no vale para mucho se extienda y con ello se cuestione la democracia misma.
Definitivamente, el próximo 9 de junio nos jugamos el ser o no ser de Europa, sus valores, el estado de bienestar y su capacidad de defenderlo en el mundo. No debe sorprendernos, por tanto, que los partidarios del nacionalismo, la xenofobia y el racismo en Europa que concurren a estas elecciones, sean financiados y reciban ayudas de quienes desde fuera de la Unión pretenden destruirla al ver en el proyecto europeo un poderoso competidor.
Asistimos a la venta de derechos que no tienen precio: vendemos la libertad, el derecho a la igualdad entre mujeres y hombres, el derecho de reunión, manifestación o huelga, el derecho a la protesta. Vendemos los derechos de las minorías y de los más débiles. Y lo hacemos para garantizarnos orden y seguridad. La seguridad de nuestro status económico, de nuestra posición en la escala social, contra el miedo a perder esa situación, inconscientes, bloqueados por ese miedo no entendemos que renunciamos a nuestra propia libertad, abdicamos de la justicia y de los valores humanistas y democráticos.
Lo peor sería que el miedo, los populismos, la descoordinación entre los gobiernos y el egoísmo de “lo primero los nuestros” rompiera la débil cohesión del proyecto europeo abandonando a cada estado miembro a su suerte. Tampoco es desdeñable la posibilidad de que el modelo chino se erigiese como el referente a seguir, un modelo de éxito en lo económico, pero plagado de sombras en lo que se refiere a la salvaguarda de los valores que están en la base de nuestra definición de “lo mejor”.
Ni es asunto menor qué decisiones se tomarán en EE.UU. con un Trump, que acaba de ser condenado, empeñado en la arenga de los valores patrios, la gloria de su imperio y el tufo supremacista, pero que mantiene posibilidades de volver a la Presidencia del país. Así pues, estamos ante una encrucijada, una necesidad de actuar que es elegir. No es una opción el tancredismo, es una oportunidad si lo hacemos con acierto.
Ningún país de la Unión tiene capacidad por sí solo para hacer frente a tan desafiante reto, ni podrá encarar un futuro de esperanza frente a los gigantes en la globalización. Los españoles necesitamos a Europa, los europeos necesitamos a la Unión. Esta es la proclama que debemos apoyar sin fisuras.
Pero la transformación debe ser aún mayor, si la pandemia nos puso frente al espejo de una única humanidad el mundo debe caminar hacia una gobernanza planetaria y Europa debe ser el primer paso, el espacio que permita superar esta dinámica en la que pierde la cohesión social, el bienestar de la mayoría, la solidaridad y el sentido de pertenencia a un proyecto, unos valores y una cultura comunes. Las medidas impuestas durante la gran recesión en Europa es justo lo que no hay que hacer. Las que nos permitieron superar la crisis del coronavirus o la respuesta a la guerra en Ucrania nos marcan el camino de lo correcto. Así lo entiende la Confederación Europea de Sindicatos con un manifiesto que respaldan 45 millones de trabajadores y trabajadoras, 93 organizaciones sindicales nacionales y 10 federaciones sindicales europeas que reclaman construir desde la solidaridad el pilar europeo de derechos sociales.
La verdadera patria es Europa, en ella caben y se defienden todas las demás.
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