Las externalidades negativas y el Puerto de València
En economía, se conoce como externalidad el perjuicio o beneficio experimentado por los individuos o las empresas a causa de acciones ejecutadas por otras personas o entidades. Las decisiones de consumo, producción e inversión suelen afectar a terceros que no participan directamente. Las rentabilidades y los costos privados son diferentes de los que asume la sociedad en su conjunto. Recuerda J. Stiglitz, premio Nobel de Economía de 2001, en La economía del sector público que “siempre que una persona o una empresa emprende una acción que produce un efecto en otra persona o en otra empresa por la que esta última no paga ni es pagada, decimos que hay una externalidad. Los mercados afectados por externalidades no asignan eficientemente los recursos”. Y dedica un capítulo a analizar las que considera principales externalidades negativas - aquellas en la que parte de los costos son traspasados a terceros, comúnmente la sociedad en su conjunto- como son las que afectan al medio ambiente. Las externalidades son entendidas por los economistas como un fallo del sistema y requieren de la intervención de los gobiernos para ser corregidas.
También siguiendo a Stiglitz podemos considerar que la principal externalidad negativa que afecta a los procesos económicos es la emisión de gases de efecto invernadero. El Informe Stern sobre la economía del cambio climático, que también describe el cambio climático como una externalidad, publicado en 2006 y elaborado por encargo del gobierno británico, cifraba en hasta un 20% la reducción del PIB global en caso de no mitigarse las emisiones de CO2 de forma drástica. Y concluía que, también económicamente, la mejor opción era disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero. Es necesario recordar que en dicho informe se recoge, respecto al impacto en los países desarrollados, que “los de latitudes más alejadas de los polos serán los más vulnerables”. Es el caso de España.
La pandemia causada por la Covid-19 debe ser considerada una externalidad negativa resultado de la presión sobre los ecosistemas, buscando beneficios a corto plazo a costa de destruir espacios naturales que deberían ser considerados, nuevamente siguiendo a Stiglitz, como bienes públicos globales. Su preservación interesa a todas las personas que habitamos el planeta, ya que protegen la salud del conjunto de la humanidad y son el hábitat de especies en riesgo de extinción. La maximización de la privatización de beneficios y socialización de los costes ha sido la forma hegemónica de entender las actividades económicas durante décadas. Parte de esos beneficios privados se han obtenido a cambio de someter al conjunto de la sociedad a unos costes sociales, sanitarios y ambientales inasumibles e injustificables. Una reflexión recurrente que produce observar la evolución en estos 13 meses de pandemia y sus consecuencias es ¿cómo, con todo el conocimiento disponible, hemos llegado hasta aquí? Sabíamos, al menos desde la gripe aviaria de los años 2004-2006, que el riesgo de una pandemia era real, que se incrementaba por la presión humana sobre los ecosistemas naturales y que era necesario fortalecer los sistemas públicos de salud para poder hacer frente a ese riesgo. Y que era necesaria investigación básica para prevenirlo o mitigarlo.
Más específicamente, en este siglo XXI se habían dado ya dos brotes importantes causados por los coronavirus SARS-CoV-1 (2003) y MERS- CoV (2012). Era pensamiento mágico, o un perjuicio eurocéntrico, creer que, en la era de los vuelos transoceánicos, las pandemias se iban a limitar a unas fronteras invisibles definidas por supuestos hábitos culturales. Por otra parte, como resultado de los acuerdos amparados por la Organización Mundial del Comercio (OMC) las cadenas de suministros básicos se habían deslocalizado, incrementándose la complejidad y los riesgos de desabastecimiento. Se había dejado a la mano de los mercados la prestación de servicios básicos y la provisión de bienes indispensables. Los mercados, cada vez más autónomos como resultado de los sucesivos acuerdos internacionales, que han impuesto la desregularización en muchos sectores de la actividad económica tanto a los estados como a la propia UE, han demostrado que son incapaces de asegurar la disponibilidad “justo a tiempo” de los bienes y servicios que las personas necesitamos. Un caso paradigmático es la pésima gestión que la UE ha hecho de su apuesta por la vacuna de AstraZeneca contra la Covid-19. La mano invisible que acuñó Adam Smith sólo reparte los recursos movida por el interés y los beneficios; la justicia social no entra en el balance de resultados. Esa era la tarea de los gobiernos, de la que abdicaron como resultado de un continuo proceso de erosión del papel de lo público, promovido desde think-tanks a la estela de la Escuela de Chicago y de Milton y Rose Friedman.
A veces, un único libro describe una época. Pasó con “El fin de la historia y el último hombre” de Francis Fukuyama, publicado en 1992, un compendio del nivel de impunidad - muy significativo el machismo que desprende el título- en que se instalaron ciertas élites económicas, académicas y políticas. La tesis del ensayo era que, finalizada la Guerra Fría con la victoria de la democracia liberal, la ideología dejaba de ser necesaria y era el momento de la economía. Sólo de la economía. Y así fue. Así nos ha ido. La Ronda de Uruguay, la octava de negociaciones comerciales multilaterales llevada a cabo en el marco del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio e iniciada en 1986, finalmente desembocó en la creación el 1 de enero de 1995 de la Organización Mundial del Comercio (OMC), entidad clave en la globalización del comercio de bienes y servicios y en el impulso a la privatización de los servicios públicos en todo el planeta. La globalización neoliberal ya tenía su herramienta desregulatoria.
Coincidiendo en el tiempo, otro gran acuerdo internacional daba sus primeros pasos.
La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático entraba en vigor el 21 de marzo de 1994. Habían pasado seis años desde que en 1988 la Organización Meteorológica Mundial (OMM) y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) establecieran, para ayudar a la toma de decisiones por los gobiernos y compilar el estado del conocimiento científico, técnico y socioeconómico sobre el cambio climático, el Grupo de Expertos Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC). En 1990 el IPCC hizo público su primer informe de evaluación y después de su primera reunión, concluyó que, de seguir con el mismo ritmo de emisiones de gases de efecto invernadero, cabría esperar un aumento de 0,3 °C por decenio durante el próximo siglo. Dos años después, en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, en 1992, se abrió a la firma la Convención Marco sobre el Cambio Climático, reconociendo la existencia del problema del cambio climático, en la que se establecía el objetivo de evitar que la intervención del ser humano generase interferencias peligrosas en el sistema climático.
La Convención Marco sobre el Cambio Climático entra en vigor el 21 de marzo de 1994. La Organización Mundial del Comercio, lo hizo el 1 de enero de 1995. Una debe contribuir, y aún no lo hace en la medida suficiente, a garantizar la vida humana en el planeta y evitar la Sexta Extinción de la biodiversidad; otra ha sido una herramienta creadora de desigualdad, pérdida de soberanía de los estados y sus ciudadanías y ha contribuido a que la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero no haya avanzado a la suficiente velocidad. La emergencia climática es el resultado de los sistemas económicos productivistas basados en las fuentes de energía fósiles y, en parte, de la falta de controles regulatorios suficientes desde que se conoce su existencia.
Hay, pues, que elegir. No se puede luchar por mitigar las emisiones de CO2 y adaptarse al cambio climático para que los daños sean los menores y, al mismo tiempo, apostar por desarrollar las políticas e infraestructuras que no reducen nuestra huella de carbono. La huella de carbono de producto es la cantidad total de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) que se generan en cada una de las fases del ciclo de vida del producto (desde la extracción de las materias primas que lo componen hasta el destino final del producto). Se debe aplicar a cualquier bien o servicio. No será posible reducir las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero, en la proporción y a la velocidad suficiente, sólo con la sustitución de unas fuentes de energía sucias y generadoras de residuos por otras limpias y renovables. Sin modificar el modelo de consumo, sabemos que es imposible. El resultado es que hace una semana, el 3 de abril, se detectó que la concentración de CO2 en la atmósfera ha alcanzado un nuevo record histórico: 421 partes por millón.
Los megapuertos, como el de València, son parte del modelo socioeconómico que nos ha llevado hasta las puertas de la pandemia y de la emergencia climática. Precisamente, por tener los puertos más grandes, en la UE, no teníamos las mascarillas básicas para protegernos. No habíamos aprendido nada de la crisis financiero-inmobiliaria de 2008. Estamos sufriendo, aún, las consecuencias de la dependencia de un monocultivo, la construcción, que hemos sustituido, en parte, por el auge de otro, el turismo, tan afectado por este largo año pandemia. Ahora, se quiere incrementar la apuesta por un tercero, que, además, incrementa la hipoteca territorial y resta posibilidades a otras alternativas. No tiene lógica recrecer, sobrepasando aún más los límites de lo razonable, el Puerto de València. La proliferación de los megapuertos es una consecuencia del impulso dado a la deslocalización de la producción de bienes, que hemos visto que nos deja inermes, ya no sólo ante pandemias, sino que basta con que un barco portacontenderores se atasque en el Canal de Suez para tener, de nuevo, problemas en las cadenas de suministros.
En este mismo diario leía, el 10 de diciembre de 2019, pocos meses antes del inicio de la pandemia, una noticia en la que se recogía como “el transporte marítimo europeo es una gran fuente de emisiones de gases de efecto invernadero y contaminación del aire. El sector emitió alrededor de 139 millones de toneladas de CO2 en 2018 y un análisis reciente ha demostrado que su contribución a la contaminación del aire puede ser más grande que la de todos los vehículos de pasajeros en Europa”, citando un informe de la federación Transport & Environment en el que se recoge también que “MSC, la segunda compañía de transporte de contenedores más grande del mundo, emitió más de 11 millones de toneladas de CO2 en 2018, que la ubica en la octava posición del ranking de las empresas más contaminantes de Europa, junto a algunas de las plantas de carbón más intensivas en CO2”. MSC es, a través de su filial, Terminal Investment Limited, la futura concesionaria de la ampliación norte del Puerto de València. El transporte marítimo es el único sector que no contribuye a los objetivos de mitigación emisiones de la UE. No será posible evitar los escenarios climáticos más adversos descritos en los informes del IPCC sin relocalizar las actividades económicas, reducir drásticamente las distancias y la complejidad de las cadenas de suministros, potenciar la proximidad, recuperar la estacionalidad, combatir la obsolescencia programada y los bienes de usar y tirar. Todas estas medidas, tienen en común, que hacen innecesarios los megapuertos y los grandes buques portacontenedores. Lo que algunos nos dicen que es el futuro, resulta que no es más que el pasado.
En el caso específico del Puerto de València se suma que está ubicado donde nunca debería haber un puerto de esas dimensiones (sin más ampliaciones) dado que había alternativas mejores y cercanas como Sagunt. Los costes ambientales causados son enormes. Hablamos de l’horta de la Punta; de una Zona de Actividades Logística (ZAL) que no debe ejecutarse, sino recuperarse como valioso espacio con función medioambiental; la desaparición de la playa de Nazaret; la erosión causada en toda la costa del Parque Natural de l’Albufera y el incremento del riesgo de salinización del lago; el basculamiento de las playas de la Malvarrosa y la Patacona; los niveles de óxidos de nitrógeno y otros contaminantes atmosféricos con efectos en la salud de las personas y de los ecosistemas, y todo ello a causa de la actividad portuaria. Ya han pagado, tanto el área metropolitana, el conjunto del territorio valenciano como su ciudadanía, un precio muy alto por las externalidades negativas que genera tener un puerto enorme en una ciudad que, en la escala europea, es, afortunadamente, de tamaño medio. Es mucho más que el precio que puede aceptar una sociedad responsable sin hipotecar su futuro. El proyecto de ampliación del Puerto de València debe ser revisado. Hay que repensar la escala que debe tener dentro de un replanteamiento de nuestro modelo económico, apostan por una economía mas diversificada, de mayor valor añadido y, sobre todo, que genere menos externalidades negativas. Es decir, que no paguemos todas las personas por los beneficios - a corto plazo de unas pocas, en un contexto de emergencia climática.
Mientras acabo este artículo, me llega la noticia de que Puertos del Estado afirma que la declaración de impacto ambiental no está caducada y deja en manos de la Autoridad Portuaria de València la continuidad del proyecto de ampliación de la terminal norte de contenedores. Es incoherente e inaceptable que la misma semana en que la Ministra de Transición Ecológica lleva para su aprobación al Congreso la muy mejorable ley de Cambio Climático, haga dejación de responsabilidad política ante la ampliación del Puerto de València. Una más.
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