La llegada de conservadores (PP) y ultras (VOX) a las instituciones y gobiernos municipales y autonómicos valencianos, ocho años después de la ruptura con la etapa anterior del pelotazo y la corrupción, ha escandalizado a gran parte de la sociedad. También ha llenado de gozo a otra gran parte. La deriva que muestran los resultados electorales retrata a una sociedad fracturada, compuesta por dos bloques antagónicos, cuyo éxito electoral depende del vaivén de un amplio sector de la sociedad que se decanta por una u otra opción en función de coyunturas o contextos concretos. Lo cierto es que estos bloques no se pueden definir en términos de grupo o clase social, ni de nivel de renta o educación. Más bien representan ideologías y culturas políticas antagónicas: valores, pautas de comportamiento, actitudes claramente en conflicto en asuntos tan esenciales como la identidad, la lengua, la solidaridad, la libertad sexual o el respeto a la naturaleza. Los principales motivos para el desasosiego emanan de los valores que representan los nuevos gobiernos ultras: su activismo por el descrédito de la democracia, el antieuropeísmo, la incultura, la xenofobia, el machismo, el negacionismo climático y de la violencia de género, y el recorte de una amplia serie de derechos civiles y de protección frente a colectivos marginados, el desmantelamiento de las políticas de protección social y, en general, del estado de bienestar.
Resulta verdaderamente perturbador encajar lo que representa un giro ultraconservador de esta magnitud después de ocho años de gobierno progresista en la Comunidad Valenciana, que claramente ha mejorado la calidad democrática, ha combatido la corrupción institucional, ha apostado por la educación pública y ha puesto el foco en aumentar los niveles de bienestar y calidad de vida de una población afectada por crisis sanitarias y conflictos internacionales de amplio alcance.
Ciertamente el mapa ideológico que define este conglomerado de ultras-conservadores no puede ser más aterrador para quien ama la libertad, el respeto y la fraternidad entre personas y grupos sociales. Que un maltratador convicto sea cabeza de lista a las elecciones al parlamento español y que un antiguo torero ocupe la vicepresidencia de Les Corts y la Conselleria de cultura parece una provocación. La violencia de género y la cultura del toro representan a la más rancia sociedad franquista, patriarcal y el casticismo puritano como modelo cultural. A la amenaza se añade la serie de censuras que se están produciendo en espectáculos públicos de autores clásicos, allí donde gobierna la extrema derecha. Está en peligro la libertad de expresión. Detrás se esconde una estrategia de censura y promoción de la incultura inspirada en el franquismo, todavía vivo en muchos sectores y ámbitos de la sociedad.
Sin embargo, el escándalo y la sorpresa deben abrir las puertas a la reflexión autocrítica. ¿Por qué estos personajes han recibido el entusiasta apoyo de muchos valencianos? Más allá de los cálculos aritméticos y de las encuestas es necesario analizar con rigor las causas del desastre y hacer autocrítica para comprender los motivos por los que la sociedad valenciana no ha reconocido los méritos del gobierno del Botánico hasta el extremo de apostar por grupos políticos y personajes que provocan vergüenza. Seguimos escuchando argumentos, sólo válidos en parte, que miran siempre hacia los demás: la ola ultraderechista en Europa, la reacción de las clases medias contra leyes controvertidas del gobierno de Sánchez, el desastre de partidos instalados en un universo político antisistema… Mal, si las causas y responsabilidades del fracaso sólo apuntan a los “otros”. Habrá que valorar también si las organizaciones políticas de la izquierda valenciana tienen un modelo de sociedad integrador y si han sido capaces de explicarlo. La apuesta firme por los servicios públicos en momentos de crisis, por la atemperación de las desigualdades en educación, sanidad, transporte público, las políticas laborales y salariales... quizás no se han sabido poner en valor explicando mejor el desastre que siempre representa la mercantilización de los servicios esenciales (privatización). Hay que analizar si las estrategias de comunicación han funcionado, si el liderazgo ha sido efectivo y visible para el conjunto de la sociedad y por encima de todo hacer autocrítica en tantos y tantos aspectos de las políticas culturales y de los medios públicos (?), del uso partidista de las instituciones y de tanta y tanta endogamia político-institucional que aleja a la clase política -tan carente de peso específico y tan satisfecha de sí misma- de la ciudadanía. Un abismo escandaloso que roza el ridículo cuando uno observa a tantos políticos de poca monta endiosados por los medios. No son estos buenos augurios para una regeneración democrática frente a las inminentes elecciones generales. Ni para marcar diferencias frente al auge del movimiento ultraconservador. Mal nos irá por estos lares si fiamos lo esencial a las encuestas, la estética, los gestos y el marketing, pensando que la razón es nuestra y la población que vota a los demás (o que no vota) se equivoca. Resulta desalentador que después de casi medio siglo de posfranquismo aún no hayamos sido capaces de construir los cimientos incuestionables de una sociedad tolerante y democrática. Más allá de las coyunturas, se necesitan políticos con una visión global de país.