Humanidad electoral

27 de mayo de 2023 22:10 h

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La ceremonia de votar no puede ser más austera, con ese ambiente de montaje provisional, casi improvisado, que adquiere en los colegios electorales. El mío está ubicado en un instituto en el que unas veces organizan el asunto en el gimnasio y otras en la biblioteca. Los votantes nos acercamos a la mesa de la sección correspondiente, sacada de cualquier aula, ante la que según en qué momentos puede que nos toque hacer cola, para depositar la papeleta en la urna custodiada por varios ciudadanos sentados en sillas escolares que, a lo largo del día, tienen la misión de garantizar hasta el aburrimiento la repetición de un procedimiento tan sencillo como relevante en términos de ciudadanía.

La visita al colegio electoral me trae siempre a la memoria una novela que Italo Calvino publicó en 1963, aunque está ambientada en los años cincuenta, titulada La jornada de un interventor electoral (La giornata d'uno scrutatore). Mezcla de relato sociológico, psicológico y político a un tiempo, es un libro surgido de la vertiente realista de un autor famoso por su serie de fábulas fantásticas conocida como la trilogía de Nuestros antepasados (la integran El vizconde demediado, El caballero inexistente y El barón rampante). Encuadrado, como digo, entre otros títulos del escritor de carácter más realista, por ejemplo La nube de smog o La especulación inmobiliaria, el relato parte de una experiencia personal del propio Calvino en los años de la posguerra, en que militó en el Partido Comunista hasta que lo abandonó, decepcionado por el hecho de que la Unión Soviética sofocara con tanques la revolución democrática húngara de 1956.

Amerigo, el protagonista de la novela, un hombre de izquierdas que ha aprendido que “en política los cambios se producen por caminos largos y tortuosos”, cuya experiencia le ha vuelto “un poco pesimista” y que está convencido, como el escritor, de que “en aquellos años en Italia, el partido comunista también había asumido, entre otros muchos deberes, el de un ideal, y jamás existido, partido liberal”, participa en unas elecciones como interventor en un colegio ubicado en el recinto del Cottolengo de Turín. La situación da pie a una sucesión de escenas, entre tristes y grotescas, de monjas y sacerdotes que acompañan a todo tipo de personajes con discapacidades físicas y mentales, en algunos casos muy profundas, para asegurarse de que depositan el voto a favor de la Democracia Cristiana como supuesta forma de mostrar gratitud por la caridad que sobre ellos practican las sacrificadas religiosas católicas que los cuidan. Al interventor comunista, aquel trasiego le da pie a reflexionar en términos ideológicos, éticos y sociales sobre la condición humana, sus límites y su manipulación. Es una novela corta, como todas las de Calvino, pero intensa en su introspectiva mirada sobre la humanidad.

A veces, en la jornada electoral, que se hace muy larga hasta que cierran los colegios y comienza el espectáculo de los datos y porcentajes, releo el libro de Italo Calvino. Resulta evocador el momento en el que describe la apertura del colegio: “Cuando empiezan a llegar los votantes todo se anima: es la variedad de la vida que entra con ellos; tipos bien distintos, unos de otros, gestos demasiado apocados o demasiado desenvueltos, voces demasiado fuertes o demasiado apagadas. pero hay un momento, antes, cuando los de la mesa están solos, y cuentan los lápices, un momento en que a uno se le encoge el corazón”.

Y es muy conmovedor este otro pasaje escrito por un autor como Italo Calvino, que luchó junto a su hermano con los partisanos contra Mussolini en la Segunda Guerra Mundial mientras sus padres eran rehenes de los nazis: “La democracia se presentaba a los ciudadanos bajo estos despojos humildes, grises, desnudos: a Amerigo a ratos eso le parecía sublime, en la Italia respetuosa desde siempre hacia todo lo que sea pompa, fasto, exterioridad, ornamento, le parecía finalmente la lección de una moral honesta y austera; y una perpetua y silenciosa revancha sobre los fascistas, sobre aquellos que habían creído poder despreciar la democracia justamente por esta su tristeza exterior, por esta su humilde contabilidad, y se habían reducido a cenizas con todas sus fantasías y sus galas, mientras ella, con su pobre ceremonial de pedazos de papel doblados como telegramas, de lápices confiados a manos callosas o inseguras, proseguía su camino”.