Los que no se van

Director Provincial del SEPE en Valencia —
24 de agosto de 2022 10:24 h

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Si atendemos sólo a los informativos que, por estas fechas y de forma reiterada, dan cuenta de multitudinarias operaciones salida y retorno, aeropuertos colapsados, playas atestadas, aforos completos, etc., pareciera que todo el mundo se ha ido de vacaciones… y aún más este verano, tras dos largos años de restricciones por la pandemia.

Y sin embargo, son muchos los que no se han ido ni se van, unos porque trabajan para hacer posible que los demás vayan o vuelvan y otros porque no pueden irse, pues no trabajan (parados, jubilados) o aun haciéndolo (trabajadores pobres) no les salen las cuentas.

Están entre nosotros, pero nos resultan invisibles aunque en ocasiones, sólo de tarde en tarde, una crónica periodística (el barrendero muerto en Madrid por un golpe de calor) o un estudio sociológico, como el recientemente publicado por la Confederación Europea de Sindicatos, nos informan de sus duras condiciones de vida y trabajo así como de las causas y efectos de la desigualdad que explica, entre otras cosas, que 38 millones de trabajadores europeos (de los que 4.600.000 son españoles) no puedan irse siquiera una semana de vacaciones al año.

La última Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) publicada por el INE confirma y amplía dichos datos elevando hasta el 35% el porcentaje de población española que no puede permitirse salir de vacaciones, lo que en el caso de la Comunidad Valenciana afecta a 1.700.000 personas.

Se trata de uno de los numerosos indicadores utilizados para el cálculo de las tasas de pobreza y exclusión social que, junto a otros (ingresos, empleo, precariedad, consumo, vivienda, educación, etc.) nos permiten analizar -pasando de la anécdota a la categoría- los niveles de desigualdad estructural existentes y su evolución reciente por el impacto coyuntural de la(s) crisis.

Indicadores de desigualdad

Para medir la distribución de la renta en un país y su posible comparación con otros, los indicadores habitualmente utilizados calculan el riesgo de pobreza en sus diferentes grados (RP), el Índice de Gini (IG) y la distribución funcional de la renta (S80/S20).

En el primer caso (RP), se trata de un indicador de desigualdad relativa (proporción de personas que viven en hogares cuya renta disponible por unidad de consumo es inferior al 60% de la mediana), mientras que el riesgo de pobreza severa se asigna a quienes sólo disponen de rentas inferiores al 40% de la mediana.

Por su parte, el Índice de Gini relaciona renta y población y se mide en porcentaje de menor a mayor desigualdad. Finalmente, la distribución funcional de la renta calcula la proporción de ingresos totales percibidos por el 20% más rico respecto de la correspondiente al 20% más pobre.

Según datos oficiales de Eurostat (tabla 1), nuestro país se encuentra entre los más desiguales de la Unión Europea tras Bulgaria, Rumanía y Letonia, con cinco puntos porcentuales por encima de la media en población en riesgo de pobreza, lo que significa que 10.285.517 personas viven en nuestro país con ingresos inferiores a 9.535 euros anuales (794,6 mensuales)

Asimismo, el Índice de Gini es superior en tres puntos porcentuales al del conjunto de la Unión, al tiempo que el veinte por cien más rico de la población española acumula una renta neta 6,2 veces superior a las del veinte por cien más pobre.

Atendiendo a la evolución temporal de dichos indicadores (tabla 2) comprobamos que, en nuestro país, los niveles de desigualdad aumentaron durante la Gran Recesión iniciada en 2008 que provocó un importante incremento del desempleo, la precariedad contractual y la caída de los ingresos salariales, cuyos efectos se agravaron a partir de 2012, como resultado de los recortes en prestaciones sociales y la desregulación laboral impuesta por el gobierno del Partido Popular, hasta alcanzar a principio de 2013 la cifra de 6.202.700 personas desempleadas, equivalente al 27,2% de la población activa que iría descendiendo lentamente en los años siguientes sin que mejorasen los indicadores de desigualdad cronificados.

Con el cambio de ciclo económico y político se iniciaría, a partir de 2018, una significativa inversión de la tendencia que permitió recuperar, en mayo de 2019, los niveles de empleo registrados al inicio de la crisis once años antes, aunque apenas unos meses más tarde (marzo de 2020) el estallido de la pandemia COVID provocó un dramático shock que alteró bruscamente todos los indicadores sociales, económicos, sanitarios e, incluso, civiles.

De una crisis a otra

Entre 2008 y 2013 el PIB se redujo en un 8,6% mientras que el empleo caía prácticamente el doble (-16,3%), poniendo de manifiesto cómo el ajuste se cargaba fundamentalmente sobre los trabajadores por la vía de los despidos, la contratación temporal y la devaluación salarial, con el incremento de la desigualdad social que hemos constatado.

Pese al fuerte impacto inicial de la crisis provocada por la COVID (en un mes y medio la afiliación a la Seguridad Social disminuyó en 790.000 personas), durante el segundo trimestre de 2020 el empleo cayó menos que el PIB (6,2 y 17,7 por cien, respectivamente) y se recuperó en apenas quince meses, alcanzando máximos históricos por encima de los veinte millones de ocupados a partir de abril de 2022.

Además de su desigual origen e intensidad, lo que diferencia a ambas crisis ha sido el modelo de gestión aplicado, en función de la metodología utilizada (imposición unilateral/diálogo social) y de las estrategias desarrolladas de carácter tanto legal (desregulación/derogación de la reforma laboral), como económico (contracción/expansión presupuestaria) y social (recortes y congelación salarial vs prestaciones sociales e incremento del SMI).

En el ámbito del mercado de trabajo y las relaciones laborales, la aplicación sistemática de una estrategia flexibilidad interna como los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTEs), junto con las prestaciones por desempleo gestionadas por el SEPE, constituyen el factor diferencial entre ambas crisis, operando como un auténtico escudo social que habría aportado ingresos básicos para casi seis millones de trabajadores (tabla 3) en los meses más duros de la pandemia, garantizando primero -en el caso de los ERTE- el mantenimiento de más de tres millones de puestos de trabajo, evitando el recurso generalizado al despido como mecanismo de ajuste de las empresas, y facilitando luego la recuperación económica de la actividad productiva.

Durante los dos años de su vigencia, más de la cuarta parte de la población asalariada de nuestro país percibió prestaciones por ERTE (en la Comunidad Valenciana la tasa de cobertura fue del 29,6%, equivalente a 433.771 personas), durante períodos más o menos largos según los casos (tabla 4), por un monto total de 16.078 millones de euros.

Sin la cobertura de los ERTE la tasa de paro que en la fase más dura de la crisis, entre el primer y el tercer trimestre de 2020, pasó del 14,4 al 16,2 por cien, se habría triplicado hasta situarse en torno al 42%, según un estudio publicado por investigadores de la Universidad de Sevilla y, por el contrario, su aplicación ha contribuido decisivamente a la recuperación del empleo y progresiva disminución de la tasa de paro situada actualmente en el 12,6%.

Mientras las prestaciones por ERTE se orientaban a proteger a los trabajadores ocupados más afectados por las restricciones derivadas de la pandemia, el 29 de mayo de 2020 el Consejo de Ministros aprobaba la implantación del Ingreso Mínimo Vital dirigido a prevenir el riesgo de pobreza y exclusión social de la población más vulnerable.

Desde entonces, y pese a algunos retrasos y dificultades administrativas en su tramitación, dicha prestación alcanza ya a casi 450.000 hogares en los que viven 1,1 millones de personas, 125.000 en nuestra Comunidad que se suman a las 36.500 perceptoras de la Renta Valenciana de Inclusión promovida por la Generalitat Valenciana.

La relación con la actividad y la cobertura de prestaciones sociales operan como las principales variables explicativas de los diferentes niveles de desigualdad.

Por lo que se refiere a la situación laboral, mientras que la tasa media de riesgo de pobreza en 2021 era del 21,7% para el total de la población, descendía al 6,3% entre los trabajadores con contrato permanente y 13,3% para los jubilados, aumentando hasta el 18,4% entre los ocupados temporales y 29,6% entre la población inactiva laboralmente, disparándose hasta el 41,5% de riesgo de pobreza entre los parados.

Por su parte, el impacto de las prestaciones sociales resulta decisivo para paliar el potencial impacto de la crisis sobre la desigualdad y los riegos de pobreza. Según un informe del Observatorio Social de la Fundació La Caixa, en abril de 2020 el Índice de Gini había subido más de 11 puntos, un incremento espectacular que tras el despliegue de los ERTE se redujo en más del 80 por cien.

Por su parte, la última encuesta del European Anti-Poverty Network (EAPN) confirma el efecto positivo del escudo social desplegado por el Gobierno durante la pandemia sobre los principales indicadores de desigualdad.

Mientras que las estimaciones iniciales apuntaban a que la crisis incrementaría en más de un millón el número de personas en riesgo de pobreza, los datos de la ECV muestran que las políticas sociales implementadas han reducido en más del 65% dicho impacto.

Por su parte, el porcentaje de población en situación de pobreza severa (PS, tabla 2) habría descendido del 9,5% al 8,3%, equivalente a 3,9 millones de personas. Asimismo, los datos confirman que el número de personas que llegan con mucha dificultad a fin de mes (GD, tabla 2), habría descendido en 562.000 personas, hasta situarse en los 4,1 millones de afectados.

Con todo, siguen siendo muchas, demasiadas…aunque, como los que no se van de vacaciones, nos resultan invisibles, pero siguen aquí y no los vemos porque, como decía Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, somos ciegos que, viendo, no ven… Es por eso que resulta necesario seguir avanzando en el conocimiento preciso de dicha realidad para contribuir mejor a su transformación.