La playa de la plaza del Caudillo
Puede que para el común de los mortales haya pasado desapercibido, pero no para mí, ahíto de tiempo libre. Me refiero al nuevo diseño de la plaza del Ayuntamiento —del Caudillo, para los amigos—, que prepara María José Catalá. Un diseño retro (grado) para una plaza que debería ser de todos y para todos, que debería mirar al futuro, pero que no hará ninguna de las dos cosas. En realidad, más que una reforma, es un test de Rorschach de la visión del cap i casal del actual equipo de Gobierno. Un giro de 360 grados respecto a lo que se hacía en los 70. Un cambio que trasciende lo lampedusiano hasta llegar al ideal de no cambiar nada para que nadie cambie.
Por un lado, lo que aspiraba a ser un jardín en medio de la ciudad no lo será tanto. No es que los árboles fueran a impedir ver el bosque, es que podían entorpecer la visión de la mascletà. ¡Horror! Teniendo en cuenta lo que pasó este año, parece sensato sacarla de ahí cuanto antes, ante el evidente riesgo de avalancha. El sentido común —motivo de sobra para que el Ayuntamiento se oponga— invita a buscarle otro lugar emblemático, puntero, pionero u otro al que aplicar un adjetivo de nuevo cuño. Aunque, bien pensado, ¿qué mejor colofón fallero que una estampida? ¿Qué son unas muertes por aplastamiento frente al espíritu josefino? Igua le tengo que dar otra pensada a mi argumento.
Pero lo que más me preocupa, sin ninguna ironía, es la decisión de eliminar la playa urbana. La sola idea de niños chapoteando y liándola parda frente al Ayuntamiento debería ser, desde antes de producirse, la imagen de la València del futuro. La del triunfo sobre el hormigón y el coche, el de la ciudadanía entendida como comunión de ciudadanos y no como adición de unidades para evitar que el resultado sea mayor (y mejor) que la simple suma de las partes.
Playa urbana hay en el Parque Central y es una maravilla. Probablemente, el principal punto de socialización de Ruzafa. Un sitio donde —no me lo invento— he disfrutado de una conversación con ucranianos y rusos, recién huidos de sus respectivas desgracias, intentando explicarme el conflicto en un castellano más que decente aprendido en apenas tres meses. Los ‘chorros’ son el alma del barrio, el lugar donde ir cuando la casa se te viene encima, sabiendo que, al final, acabarás charlando con alguien —o disfrutando tranquilo del Tinder— mientras tus hijos hacen nuevos amigos. Es el punto de encuentro de los de aquí y de los de allí; de los valencianos, de los expats y de los inmigrantes. Es como el ágora griega, pero más fresquito.
En realidad, no hay una, sino dos playas urbanas en el Parque Central. Una está en la zona que linda con Malilla y, por lo que sea, es la que peor suerte ha tenido. No creo que tenga que ver con el olvido eterno al que se ha sometido a ese barrio. Bueno, en realidad estoy convencido. Hace tiempo que no funciona, supongo que porque hay mucho inmigrante en la zona y habían hecho de estos chorros (y la alberca) su piscina particular. Es lo que había que hacer, aunque las preferencias de las autoridades van por otro lado. El PP quiere ciudades de miramé y no me toques. Ahora, con la excusa de que el agua no está clorada —porque no quieren añadir cloro, supongo—, llevan cerrados desde ni se sabe. Menudo agosto les espera, lo más cerca que van a estar de una piscina es la ducha de su casa.
Luego están los chorros ‘de abajo’, según la nomenclatura del parque. Estos tienen mejor suerte, porque en Ruzafa hay más hípster pepero de lo que algunos se piensan, así que nos tratan mejor. Aun así, te los encuentras cerrados cada dos por tres. Los chorros, no los hípsters. Por ejemplo, esta semana. La versión oficial es que los están poniendo a punto, y no lo dudo, pero lo podían haber hecho en abril y ahora todos contentos. Y, me temo, los volverán a cerrar sin aviso un par de veces hasta septiembre sin que nadie dé una explicación. De hecho, ni en el 010 lo saben. Ya pasó el año pasado.
No digo que el Ayuntamiento actúe de mala fe —aunque lo piensa—, sino que no entiende para qué sirven. Se cree que los chorros son solo una fuente donde van los niños a hacer el gamba. Y no les falta razón, pero son incapaces de aprehender lo que eso significa y ver más allá; de apreciar la importancia de unas fuentes para tener una ciudad de todos en tiempos de un cambio climático que Vox niega.
La España de los chorros es la cara b de la que Jorge Dioni López pintó en La España de las piscinas (Arpa), esa que se ha convertido en el hábitat natural de la clase media aspiracional. La que se cree a salvo de un sistema económico que va directo al abismo por vivir en una urbanización cerrada, con guardia, alarma antiokupa, llevar a los niños a un colegio subvencionado y un seguro privado que te cubre los mocos y poco más. Es un mundo cerrado, conservador, y que tiene su alma gemela en los centros comerciales, con sus librerías de best sellers y sus restaurantes de franquicia. Quizás es el paraíso si lo eliges, pero más parece un infierno empedrado de buenas intenciones. Que nadie se engañe: una cárcel de oro no deja de ser prisión.
El maltrato a las playas urbanas, o la incapacidad de entender su función social —debería haber una en cada parque— es, lo he dicho, un test de Rorschach, un lapsus freudiano, una confesión de lo que se entiende por ciudad. Una concepción, por cierto, que va en dirección contraria a la del resto del mundo. Mientras París vota por peatonalizar quinientas calles, el Ayuntamiento de València prefiere una ciudad paleta, donde la socialización pase por dejarse pasta en la hostelería y con una proyección hacia fuera sin alma, como ha descrito con mañas de campeón Vicent Molins en Ciudad Clickbait (Barlin).
Es una forma de ver la ciudad que —hay que reconocerlo— es coherente con la forma de hacer política del PP: la que prefiere reducir un 77 % el presupuesto para comprar vivienda social, la que hace una moratoria para los pisos turísticos más nociva que la que heredaron del gobierno anterior (ojo, tiene su mérito), o la que se preocupa más por alarmar sobre la okupación que por frenar los desahucios. Un modelo fallido que ha tenido que reconocer por la fuerza de los hechos que la caída del número de cruceristas beneficia a la ciudad y que, le tocará reconocer dentro de unos años —también por la fuerza de los hechos—, que nada bueno cabe esperar de volver a traer la Copa América. Una vez salió bien —los suizos no dejaron robar ni un euro— y sirvió para proyectar una imagen moderna de València cuando hacía falta, pero esos tiempos han pasado. Un milagro que se repite —decía Sábato, y le doy la razón— no es un milagro.
1