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El poder reparador de mojarse

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Lo que no se nombra no existe. Eso es una verdad del tamaño de un templo dórico, una de esas moles de piedra que dominaban las acrópolis de la Hélade. Aquello que no se dice, que no tiene vocablo, que no se acostumbra a mencionar: no es, no existe, no sucede, no pasa. Por eso es un logro colectivo que hoy hablemos de salud mental y que así, de un plumazo, gracias a ese acuerdo tácito, podamos nombrarla sin temor al negacionismo. Porque no solo existe el negacionismo del Holocausto o el de las vacunas, también abundan quienes cuestionan por norma la existencia de una dolencia o enfermedad mental. ¿Cuántas veces, en cualquier trabajo, se ha criticado a la persona que se encuentra de baja por depresión? ¿Cuántas veces hemos tachado de histeria y locura el desahogo físico de alguien con trastorno de ansiedad? ¿Cuántas veces nos hemos sentido mal por no soportar la carga del día sobre nuestras cabezas? ¿Cuántas veces nos hemos negado el descanso y la terapia a nosotras mismas? Es evidente que las condiciones materiales determinan la posibilidad de abordar o no estas situaciones con aceptables garantías de éxito. Es lamentable comprobar que la salud mental es prácticamente inabordable a través del sistema sanitario público. Y es, al final, no lo olvidemos, el propio sistema capitalista, con su ritmo veloz y triturador de cuerpos, el que genera y cronifica la mayoría de patologías mentales. Pero, más allá de los inabarcables problemas de fondo, se abre ante nosotros un inmenso piélago de alternativas posibles. Ahí entre en escena nuestra responsabilidad individual. Porque sí, porque antes de mirar hacia otro lado para confundirnos entre la muchedumbre, tenemos la obligación moral de enfrentarnos directamente a ese rostro que se descompone en lágrimas cuando le preguntamos. De apoyar a esa compañera de trabajo que nos ha confesado la incomprensión del jefe ante sus partes de incapacidad temporal. De abrazar a ese hermano que no quiere hablarnos, porque no le pasa nada, pero cada vez se relaciona menos. De defender a esa compañera que nos relata el maltrato y la luz de gas a los que otra la somete. Hay cientos de posibles respuestas a toda esta casuística infinita pero, seguramente, quien lea estas letras se reconocerá respondiendo tímidamente con una palmadita en la espalda, escuchando de forma distante o reconociendo el mal comportamiento del agresor continuo para después refugiarse en un silencio cobarde. Nada más. Pero sabed que la persona que cuenta, que llora, que se queja y se duele sigue sufriendo en su interior.

Yo, que lamentablemente sé bien de lo que hablo, tan solo pretendo transmitir la importancia del poder reparador de la empatía, de los afectos y, sobre cualquier otra cosa, del poder sanador de mojarse por la compañera, por el hermano, por la amiga. Mojarse de los pies a la cabeza por los demás. Porque de qué sirve que hablemos en las ágoras modernas de las redes sociales sobre la salud mental como si fuera un ente abstracto y desconocido. De qué sirve escandalizarnos por los programas basura que vejan a sus concursantes como si no fueran seres humanos. De qué sirve hacer todo eso si somos incapaces de mirar a nuestro alrededor y extender la mano a quien sabemos que sufre. Porque, en este sistema depredador, solo los cuidados nos alivian del dolor de vivir. Así que hablemos de salud mental pero también de nuestra parte de responsabilidad en sanar a los otros, de intentar curar a quienes tenemos a nuestro lado. Hablemos y mojémonos después.   

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