Con la confirmación del cambio en el gobierno autonómico valenciano en mayo de 2015, un nuevo actor ha emergido con fuerza a la hora de concretar algunos aspectos clave, y políticamente muy sensibles (como el lingüístico), del modelo educativo que han de seguir nuestros colegios e institutos. No se trata del parlamento autonómico, que sobre esta cuestión ha estado más bien al margen, ni de la oposición política, mucho más activa en otros menesteres, sino del Tribunal Superior de Justicia de la Comunitat Valenciana (TSJCV). En efecto, da la sensación de que, a efectos prácticos, la concreción definitiva del modelo lingüístico con el que se van a impartir las clases a los niños valencianos en el futuro parece que va a ser el producto de un conflictivo “diálogo” entre el Consell de la Generalitat y los jueces que se encargan de controlar sus actuaciones. En ello estamos.
El control de la acción de gobierno y de la administración por parte de los tribunales en un Estado de Derecho
Que los jueces controlen la legalidad de la actuación de los poderes públicos es algo perfectamente sólito y, de hecho, característico de todo Estado de Derecho. Sin embargo, su peculiar posición como órganos de control, en tanto que poder no electivo, por una parte, y dado que en no pocas ocasiones ello les hace tener la última palabra, por otra, hace que todas las democracias modernas hayan construido ciertos cortafuegos para evitar o minimizar el riesgo de que decisiones políticas legítimas puedan ser obstaculizadas más allá de lo jurídicamente razonable por un excesivo activismo judicial. Por esta razón, del mismo modo que los políticos han de ser controlados cuando adoptan ciertas políticas y sus decisiones son normalmente escrutadas y criticadas por quienes tienen posiciones políticas diferentes, no se entiende la pretensión expresada recientemente por todas las asociaciones judiciales de que sus autos y sentencias, y más todavía cuando tienen importantes consecuencias políticas, sean inmunes a cualquier tipo de control y crítica política. Si el TSJ de la Comunitat Valenciana, dentro de sus competencias de revisión de la regularidad jurídica de la acción administrativa del gobierno valenciano, va más allá de un estricto control reglado de legalidad respecto de ciertas decisiones del mismo y se adentra en cuestiones valorativas “ponderando” la correcta proporcionalidad de algunas decisiones, como ha estado haciendo recientemente en materia de plurilingüismo, es no sólo inevitable sino necesario y positivo que los ciudadanos asumamos con naturalidad la normalidad de este tipo de interferencias en un Estado de Derecho, pero también que podamos analizarlas críticamente.
A efectos de entender el comportamiento de un órgano como el TSJCV hay que tener en cuenta que los tribunales actúan empleando el Derecho para su labor y que hay ciertas reglas jurídicas que deben respetar para ello. En ocasiones, sus decisiones pueden ser criticables, pero entran dentro de lo perfectamente normal, jurídicamente hablando. En otras, podemos cuestionarnos si algunas concretas interferencias pueden ir más allá de lo conveniente, pero será cuestión de gustos o de preferencias sobre cuál ha de ser el papel de los jueces en una democracia, aspecto sobre el que no hay un criterio unánime. Y, por último, en determinados supuestos podemos encontrar autos y sentencias que se alejan clara y abiertamente de las reglas y usos que los propios tribunales han ido decantando sobre cómo han de comportarse en esta labor de revisión. Es en estos últimos casos cuando resulta particularmente importante, como es comprensible, que una sociedad tenga la capacidad de detectar y entender lo que pueda estar ocurriendo, así como los riesgos democráticos asociados a esa situación.
Para completar el cuadro que venimos esbozando, hay que tener en cuenta dos ideas finales, totalmente asumidas en sus diversas formulaciones en casi cualquier democracia occidental, como no puede ser de otro modo dado que son perfectamente razonables. La primera de ellas es que la capacidad de control de jueces y tribunales es mucho mayor cuando las leyes han establecido reglas concretas de actuación, mientras que por el contrario se suele considerar que es debida una cierta deferencia hacia los órganos ejecutivos y administrativos cuando éstos actúan en uso de prerrogativas discrecionales o adoptando decisiones políticas valorativas sobre cómo implementar políticas para las que siempre hay, lógicamente, un margen valorativo permitido por las normas. Es decir, que los jueces controlan la legalidad, pero si la legalidad no es taxativa y deja un margen de interpretación suele considerarse adecuado que el mismo sea completado antes por quienes tienen un mandato democrático para ello que por los jueces, salvo que con ello se produzcan importantes quiebras a principios y valores constitucionales básicos. La segunda es una regla de tipo procedimental con la que nuestro Derecho trata de proteger a la Administración a la hora de permitirle desplegar sus políticas: se considera que, salvo excepciones que puedan dar lugar a situaciones particularmente graves o a que se produzcan daños irreversibles, las decisiones administrativas no se han de suspender hasta que haya sentencia firme que las anule y que por esta razón, mientras ello no ocurra, se han de presumir válidas. Ello es así porque si la regla fuera la contraria y se permitiera con generosidad la suspensión, dados los tiempos de resolución judicial de controversias, toda acción política quedaría fácilmente paralizada durante años.
El plurilingüismo en el sistema educativo valenciano y sus críticos
Una vez esbozado el marco general de relaciones entre poder ejecutivo y poder judicial en nuestro Derecho, es interesante analizar cómo se está desarrollando el conflicto entre el TSJCV y la Generalitat a cuenta de la aplicación del programa de educación plurilingüe diseñado por el nuevo gobierno autonómico salido de las urnas tras las elecciones de 2015. Frente al modelo tradicional de líneas segregadas en valenciano y castellano implantado hace décadas, y profundizando en una dirección ya esbozada en años anteriores por los últimos gobiernos del PP pero que no se había plasmado aún en un modelo concreto, la nueva mayoría política PSPV-Compromís opta por un sistema plurilingüe donde todos los escolares reciben clases en tres lenguas (castellano, valenciano e inglés). Eso sí, y a diferencia de los planes que anunció el PP en su día y que nunca se llegaron a poner en marcha, en diferente proporción según la elección del centro en que estudian, que pueden optar entre diversos niveles. Estos distintos niveles son progresivos, y el porcentaje de clases en castellano se reduce paulatinamente en los niveles de plurilingüismo más “avanzados” en beneficio de más clases tanto en inglés como en valenciano. Esta medida, que asocia el estudio con más horas en inglés a un mayor “plurilingüismo” general y, sobre todo, a estudiar también más horas en valenciano, más allá de las consideraciones organizativas o pedagógicas que puedan también justificarlo, responde fundamentalmente a la voluntad del nuevo gobierno autonómico de incentivar la enseñanza en valenciano, que se quiere hacer más atractiva por la vía de asociarla a la del inglés. Se entiende que tal medida está justificada porque, siendo como es una lengua minorizada, es la que puede padecer el riesgo de ser peor aprendida por los escolares en ausencia de medidas de fomento (como demuestran por otro lado todos los estudios que comparan la competencia lingüística adquirida por nuestros escolares en castellano y valenciano respectivamente).
Este nuevo modelo de educación plurilingüe ha sido objeto tanto de críticas por parte de la oposición como de recursos judiciales promovidos por diversos colectivos y organizaciones (sindicatos y organizaciones diversas de cariz conservador, así como alguna administración pública controlada por el PP; como la Diputación de Alicante) a pesar de que no suscitó dudas respecto de su legalidad en los controles ordinarios previstos al efecto, no internos a la Generlitat ni externos (el gobierno del Estado, por ejemplo, no entendió problemática desde un punto de vista legal la reforma). Básicamente, los críticos con el nuevo sistema entienden criticable que la enseñanza con un mayor número de horas en inglés (por mucho que la diferencia sea a efectos prácticos más bien escasa en los modelos con más castellano lingüísticamente más avanzados) se asocie necesariamente a tener también que estudiar más horas en valenciano y que, además, ello lleve a que los alumnos que opten por estos modelos acaben obteniendo unas certificaciones de aptitud y capacidad en los idiomas en que se ha desarrollado su escolarización. Se entiende por sus críticos que este sistema, al estar así diseñado, es discriminatorio para quienes preferirían que sus hijos reciban la escolarización eminentemente en castellano. Como es evidente, esta discriminación no tiene su base tanto en la acreditación en sí (pues es perfectamente natural que se acredite más a quien más hace y nunca va a suponer discriminación por ser un trato desigual a situaciones de hecho desiguales) como en el desigual reparto de las horas de docencia en cada una de las lenguas previstos en cada uno de los niveles por los que puede optar cada centro (recordemos, voluntariamente).
El papel del TSJCV en materia de plurilingüismo en la Comunitat Valenciana
En el marco del conflicto planteado, y dado que el mismo se ha acabado desarrollando más por vías jurídicas que políticas, el Tribunal Superior de Justicia ha ido aceptando una sucesión de recursos de diversos colectivos (bastante conectados entre sí, por otra parte, razón por la cual estos recursos son clónicos en muchos de sus argumentos) que, sorprendentemente, ha optado por no resolver conjuntamente cuando ello era posible por la identidad de argumentos empleados y las vías de recurso escogidas por los recurrentes sino que ha preferido ir resolviéndolos separadamente. Ello ha generado a día de hoy (31 de julio por la mañana, a saber lo que pueda evolucionar la situación en las próximas horas, visto lo visto) decisiones que han llevado, por un lado, a suspender cautelarmente no sólo la vigencia de todo el decreto sino también la de sus actos de aplicación hasta que tengamos todas las sentencias definitivas sobre la legalidad de la norma y, por otro, a declarar ya nula (por discriminatoria) la disposición que establece las certificaciones de idiomas a los alumnos que acaben su escolarización dentro de unos años en los niveles avanzados mientras que, de forma un tanto incoherente (pues, como ya hemos señalado, en ellos está inevitablemente el origen de la supuesta discriminación), se considera a la vez, al menos en estos primeros recursos resueltos, que el resto del decreto y de la organización en niveles lingüísticos no se debían anular porque los recurrentes de estas concretas impugnaciones iniciales, a juicio de la sala, no habían planteado adecuadamente esa cuestión. Eso sí, como quedan más recursos por resolver (ya hemos explicado que el tribunal ha optado por trabajar así en vez de acumularlos en la medida de lo posible), ello no ha llevado a levantar la suspensión... al amparo de los recursos que quedan por resolver. Si la situación descrita les parece desconcertante e innecesariamente compleja no es porque el Derecho sea así y no haya más remedio que complicar hasta este punto la resolución jurídica de cualquier conflicto, sino porque decisiones organizativas un tanto extravagantes del tribunal nos han acabado llevando ahí. El TSJCV no ha velado en exceso, de eso parece haber pocas dudas a estas alturas, por que su trabajo de control ayude a resolver de forma lo más coherente y sencilla posible el conflicto planteado. Da la sensación de que no es ésa una cuestión que piensen nuestros jueces que les competa. Ni siquiera a pesar de la inminencia del inicio del curso. Una de las primeras consideraciones críticas que ha de merecer por ello su labor en este asunto, pues, es que cuando actúan en casos políticamente comprometidos no deberían obviar con tanta alegría que su manera de organizar su trabajo de un modo u otro puede tener este tipo de repercusiones, que debieran ser tratadas con mucha mayor sensibilidad y respeto a los ciudadanos de la mostrada hasta ahora.
Respecto del contenido jurídico de estas decisiones, además, hay que señalar que hay algunas que jurídicamente son muy cuestionables y entran con pocas dudas en ese grupo de las que antes identificábamos como claramente ajenas a lo que son los usos jurídicos habituales. Es importante señalar este factor, pues este dato no es indiferente a la hora de encuadrar el resto de la actuación de los jueces en esta materia y porque puede ser claro indicativo de un sesgo que pudiera afectar también al resto de su labor y que, como es obvio, tiene evidentes implicaciones políticas. Así, la facilidad con la que el TSJ ha aceptado la legitimidad de sindicatos de profesores para recurrir normas que no les afectan directamente a ellos sino a los alumnos es digna de ser reseñada, pero cuenta con precedentes dado que en España los tribunales de lo contencioso-administrativo han sido generosos habitualmente en casos semejantes (lo cual, además, no es algo criticable, sino más bien al contrario). En cambio, haber aceptado, como hizo el tribunal, la legitimidad de la Diputación de Alicante, que carece de competencia alguna en materia educativa, con la excusa de que cualquier administración ha de poder combatir normas de otras que puedan afectar a sus administrados no sólo es algo abiertamente erróneo a la luz de las leyes y jurisprudencia españolas en la materia sino que constituye una interpretación que, si se generalizara, permitiría a cualquier ayuntamiento cuestionar cualquier norma autonómica o estatal, por ejemplo, con el consiguiente caos jurídico si, encima, se combina con una generosa visión de las posibilidades de suspensión cautelar de los efectos de estas normas que casi cualquiera podría recurrir. Y es que también es enormemente cuestionable, y contraria a toda la jurisprudencia española tradicional en la materia, la generosidad con la que el TSJCV ha admitido la suspensión cautelar del decreto, a pesar de que los perjuicios a corto plazo de imposible reparación eran ciertamente difíciles de ver (recordemos que la primera de estas suspensiones se produjo respecto de la impugnación de unas acreditaciones que se deberían realizar dentro de varios años, lo que hace que sea complicado entender qué urgencia podía amparar esa suspensión), y con la que ha extendido sus efectos no sólo a todo el decreto (incluyendo sus partes no recurridas) sino, más allá, a todos los actos administrativos derivados del mismo, incluso los realizados sin oposición ni impugnación antes de la decisión del tribunal. En estas materias, las decisiones del TSJCV están claramente alejadas de lo que dicen las leyes españolas según la interpretación ampliamente dominante, por no decir unánime, de nuestros tribunales y del Tribunal Supremo. Baste recordar que ni siquiera los actos derivados de una norma administrativa, no ya suspendida sino directamente anulada por ilegal, suelen tenerse por nulos si fueron dictados ante de esta nulidad, lo que hace particularmente sorprendente que, en cambio, sí puedan acabar sin efectos por una mera suspensión. Esta llamativa divergencia, que además es muy escasa y deficientemente motivada en los autos y sentencias en cuestión, debe ser señalada. Y no es de recibo, por lo demás, que jueces y tribunales no puedan ser cuestionados sobre de este tipo de actuaciones respecto de las que hay tan pocos precedentes, a pesar de lo que sus asociaciones profesionales han planteado y de las críticas generalizadas recibidas por las tímidas voces que, desde el gobierno valenciano, han señalado este hecho.
Más normal, en cambio, es la decisión sobre el fondo que se atisba (en medio de las incoherencias que hemos señalado producto de que no se hayan tratado todos los recursos unitariamente) en las sentencias que ya se han producido, por cuanto en ese caso el TSJCV hace algo que los tribunales españoles, de forma cada vez más habitual, sí se vienen considerando capacitados y legitimados para hacer: revisar con amplitud las orientaciones políticas discrecionales de los poderes públicos democráticamente elegidos a partir de criterios ponderativos basados en un margen de apreciación proporcional muy amplio que el juez se ve legitimado para revisar. Si bien hay parte de la doctrina española crítica con esta evolución, lo cierto es que no se trata de un comportamiento de activismo judicial insólito. Estamos pues, al menos en este punto, ante decisiones judiciales cuya legitimidad (y normalidad) son indudables. Eso sí, ello no significa que deban dejar de ser analizadas críticamente ni que haya de compartirse la valoración que hacen las mismas, que no deja de ser, como es inevitable, política, por mucho que enmarcada jurídicamente. Así, por ejemplo, y dado que el razonamiento que ha de seguir el TSJCV para sustituir en su valoración a lo expresado por nuestros representantes democráticos en este punto ha de ser jurídico, es importante señalar que la motivación de las sentencias hasta la fecha producidas deja bastante que desear y permite cuestionar la solidez de su ponderación alternativa. Como ha resaltado el propio TSJCV al anunciar sus más recientes decisiones, los jueces estiman posible que el valenciano sea hasta cierto punto beneficiado por la regulación del plurilingüismo, pero que la exacta proporción en que se ha establecido este incentivo es insatisfactoria. Este juicio que emiten nuestros jueces sobre el posible exceso y las razones por las que así lo entienden, fuera de toda duda, desde un análisis jurídico de proporcionalidad, está muy poco desarrollado. Los jueces no nos indican en qué se basan para llegar a esa conclusión ni por qué consideran un exceso este concreto modelo, más allá de que es claro que, en su opinión, el equilibrio alcanzado expresado en la norma no es satisfactoria. Pero su legitimidad como controladores no les debería permitir sustituir, sin más, el criterio de la Administración por el suyo, sino que les es exigible que explican, en Derecho, las razones de la desproporción que les lleva a anular, lo que realizan de manera poco ordenada e insatisfactoria. Sí afirman, por ejemplo, que la Administración no ha justificado suficientemente que el valenciano esté en una situación minorizada en nuestra sociedad, lo que no deja de ser un sorprendente fundamento para su decisión, entre otras razones porque la necesidad de promover y proteger particularmente esta lenga es algo no sólo presente en todos los trabajos preparatorios del decreto sino que también está plasmada y reconocida legalmente de forma no cuestionada, al menos, desde la Llei d’Ús i Ensenyament del Valencià del año 1983, que además fue aprobada con apoyo unánime de todos los grupos políticos del momento y que desde entonces, y con diversas mayorías políticas, no ha sido modificada.
Cuando los jueces, en lugar de adoptar una actitud de cierta deferencia respecto de las elecciones políticas y valorativas de los gobiernos entran a rectificarlas por consideraciones también valorativas sobre su encuadre en materia de discriminación y derechos fundamentales es exigible que, al menos, lo hagan con una argumentación jurídica mínimamente sólida y trabajada. Además, debiera quedar claro que la función de los jueces no es tanto controlar que los políticos hayan hecho una valoración coincidente con la que puedan tener los propios magistrados sino garantizar que la valoración política cuestionada está dentro de los márgenes de lo admisible, y sólo anularla si va más allá de los mismos. Aunque las sentencias del TSJCV son perfectamente legítimas y se encuadran en esta tendencia cada vez más habitual de nuestros jueces y tribunales a arrogarse cada más poder de control en estas materias, debería serle como mínimo exigible, para hacerlo, un esfuerzo argumentativo mucho mayor, y más riguroso y conectado con la idea de proporcionalidad tal y como ha sido declinada por los tribunales españoles y europeos, que el realizado hasta ahora en las sentencias conocidas. Cuando de resultas de la intervención de los jueces, como ha sido el caso, se produce la anulación de actuaciones administrativas cuya orientación política es clara, los jueces entran en el terreno de la valoración de prioridades políticas democráticamente expresadas, por lo que han de ser particularmente cuidadosos y deben extremar el rigor en la motivación jurídica de su trabajo. Sinceramente, no da la sensación de que la concreta sección del TSJCV que ha estado ocupándose de todos estos recursos desde un primer momento sea muy consciente de ello, a la vista de sus autos y sentencias.
Todo gran poder conlleva una gran responsabilidad. Sin duda, el TSJCV es perfectamente consciente de que tiene ese gran poder, y lo está ejerciendo con indisimulado activismo y, a juzgar por sus notas de prensa y tuits al respecto, cierta satisfacción. Precisamente por ello es tanto más exigible que en su actuación sea particularmente estricto consigo mismo. Gran parte de esa responsabilidad que es consustancial a esta exigencia tiene que ver con una motivación jurídicamente mucho más sólida, y mejor trabajada, de la que hemos podido ver y leer hasta la fecha.
Y ahora, ¿qué?
Ante la situación creada, jurídicamente muy compleja (pues recordemos que gracias a la descoordinada sucesión de sentencias tenemos a la vez una norma no anulada en unas sentencias, pero cuestionada indirectamente en otras, y además suspendida cautelarmente debido a otros recursos), y un inicio de curso inminente, la Generalitat Valenciana habrá de adoptar las medidas necesarias para garantizar que las clases empiecen de una forma que sea lo más normal posible. La Administración, afortunadamente, tiene instrumentos jurídicos para ello que, hay que esperar, no sean objetados por el tribunal cuando respondan a este deseo de, simplemente, ordenar el inicio del curso con un mínimo de normalidad.
Para ello puede desde aceptar la peculiar interpretación de la suspensión de actos hecha por el TSJCV y volver provisionalmente al modelo anterior (para lo cual habría que adaptar la programación ya aprobada para algunos cursos, aunque por lo visto no demasiados debido a que el nuevo decreto desplegaba efectos escalonadamente y el próximo curso sólo obligatoriamente para alumnos de nueva matrícula en educación infantil), a intentar salvar su modelo de plurilingüismo, ya sea con alguna enmienda y matización al mismo, ya sin ellas. Tiene a su disposición diversos instrumentos jurídicos, al menos, para intentarlo. Más allá de que lógicamente, si se acatan las sentencias de momento recaídas y se organiza el curso a partir de sus postulados, siempre está abierta la vía de recurso ante el Tribunal Supremo, también hay otras alternativas jurídicamente más expeditivas, que otras Comunidades Autónomas han empleado sin dudar y que han sido avaladas recientemente por el Tribunal Constitucional (el PP balear, por ejemplo, vio cómo le suspendían judicialmente la aplicación de su modelo de plurilingüismo a días de iniciar el curso escolar y decidió convalidarlo íntegramente por medio de un Decreto-ley que el TC ha considerado adecuado en sentencia de 2016).
Caso de que la Administración valenciana decida no defender a ultranza su modelo y prefiera, ya sea por medios más rápidos y expeditivos, ya sea a partir de un proceso más pausado y desarrollado a lo largo del próximo curso, construir un nuevo sistema, conviene tener presente que el TSJCV y la polémica generada sí han permitido constatar que es más difícil para nuestros tribunales admitir un modelo con alternativas diferenciadas, como el que está siendo cuestionado, que uno de inmersión única para todos los alumnos, como por ejemplo el existente en Cataluña (ya avalado, de hecho, por muchas sentencias por el TC y el TS), una constatación que sin duda tendrá efectos en el futuro. Para quienes creemos que conceder cierto margen de decisión a los centros educativos a la hora de programar cómo se van a organizar algunos aspectos de la enseñanza que se imparte en los mismos, a fin de disponer de mecanismos de flexibilización que ayuden a atender mejor las diversas preferencias sociales, es una mala noticia que el TSJCV haya, indirectamente, señalado como más sencillo y menos conflictivo, tanto política como jurídicamente, cualquier modelo alternativo mucho más uniforme y rígido en el que todos los alumnos habrían de cursar necesariamente las mismas asignaturas, de la misma manera y en la misma lengua como fórmula que excluiría cualquier sospecha de discriminación.
*Andrés Boix Palop es profesor de Derecho Administrativo en la Universitat de València - Estudi General