La campaña electoral va a tope. Esta vez con una sola novedad: la conversión de la política en un show. Lo que se tiene que decir o callar que se diga o se calle en los platós de televisión. Los equipos de campaña parten en dos las agendas de sus líderes: el tiempo importante será para los programas televisivos. El otro lo dedicarán a levantar el ánimo de su ya convencida militancia en los mítines. Las estrategias de los partidos para captar votos se ajustan al guión y el lenguaje plano de las televisiones. La dramaturgia es sencilla: atriles, fondos neutros y a largar los aspirantes en perfecto orden de revista, como en la mili de los tiempos de la vergüenza.
En ese panorama de repetitivo aturdimiento no hay manera de sacar petróleo de la balsa de aceite en que se ha convertido la campaña electoral. Miren si no, el machacón “debate decisivo” de Atresmedia: en dos horas y media de programa sólo hubo un momento -cuando se habló de corrupción- en que saltó alguna chispa entre los tertulianos. Mientras tanto, las encuestas juegan más que nunca su papel de enredadera. Deshebrar sus filamentosos entresijos se ha convertido en ardua tarea para especialistas. Son tantas las variables que encierran sus conclusiones públicas que no hay manera de que se sepa con mínima certeza de qué hablan esas conclusiones, unas conclusiones que serán buenas o malas según dejen arriba o abajo a los partidos que las disfrutan o las sufren. Las encuestas las paga el diablo para joder a sus enemigos. El diablo siempre son los otros. Ignoramos porque nos da la gana que muchas veces el peor enemigo de uno mismo es uno mismo. Miren si no el fichaje de “estrellas errantes” por parte del PSOE. Droga dura.
A la gente de la calle sólo le queda, pues, encerrarse en casa y encender velitas a favor de los suyos como antes hacían nuestras abuelas la Noche de los Muertos, ahora colonizada por la fanfarria con tintes familiares de Halloween. La tensión se cuece en los sofás, como en los partidos de fútbol y el sorteo de la lotería en Navidad. La galaxia periodística toma notas como si la crónica del partido no la tuviera redactada desde las primeras horas de la víspera. El poder político y económico (no sé por qué los pongo separados si en realidad van más de pareja que Brad Pitt y Angelina Jolie) se juntan con los grandes medios de comunicación y desde ahí se urden los itinerarios que habrán de seguir los partidos si no quieren quedarse en el camino antes de tiempo. La neutralidad mediática es un bicho raro en los tiempos convulsos que vivimos. El ejemplo más claro de esa alianza entre el mundo de los medios y el dinero es Ciudadanos. Una evidencia. No descubro nada. Se trata de robarle espacio a un partido, el PP, que las grandes empresas mediáticas y el Ibex 35 consideran amortizado. No importa quién quede primero en la carrera electoral de las derechas sino qué partido de los dos resultará el hegemónico cuando se pongan a cantar a dúo las excelencias de la desigualdad social y la privatización más dura todavía de lo público. Pero eso, esos tejemanejes de quienes pretenden que algo cambie para que todo siga igual, queda como escondido en el espectáculo televisivo (sin olvidar, como digo, a los grandes medios siempre con intereses particulares por encima de los de la ciudadanía) de esta campaña electoral. Nunca tuve la sensación tan evidente de lo que decía Machado en boca del maestro Mairena: en tiempos de crisis, triunfa el cinismo.
Así pues, para los mítines quedan los descartes de las televisiones. En invierno, además, se echa mano de espacios cerrados para que la calentura emocional no se hiele con el rocío de la intemperie. Hasta Rajoy y su clientela de caja fija se limitan a pequeñas celebraciones para que la callada por respuesta a todo lo que se le pregunta o se le podría preguntar se note menos. En todo caso, ya lo decía antes: cabe más gente en un sólo programa de televisión que en quinientas plazas de toros juntas. Lo principal no es llenar los espacios en los mítines sino ver en qué lugar del debate va nuestro líder en los momentos de máxima audiencia televisiva. Los atriles son el andamiaje de las promesas. A pie firme se convierten en el soporte de lo que se dice o no se dirá nunca porque hay cosas que donde mejor están es en el silencio de los candidatos. Dicho esto así: en masculino. Ninguna mujer a la cabeza, salvo la vicepresidenta del Gobierno, mandada a los debates para que hable con lengua ventrílocua en nombre de su jefe. Ahí, pues, el atril donde mantener tieso el arrabal de las promesas. No importa que luego no se cumplan esas promesas. En las campañas electorales no importa la verdad porque como cantaba Joan Manuel Serrat la verdad no es que sea triste: es que no tiene remedio. Y la palabra en campaña electoral ha de ser un remedio -aunque sea ficticio- para los males que aquejan a la gente. Quiero prometer y prometo, decía aquel presidente que ya tiene un gran aeropuerto a su nombre y no como ese rufián de poca monta que se hizo uno pequeñín, sólo a la medida de sus nietos. A prometer, pues, se lanzan desde el atril los hechiceros de la tribu iluminados por las velitas chamanes de la abuela. Su oratoria catódica, próxima y emocionada, se lanzará a desmentir aquellos versos poco alegres de García Lorca en su “Oda a Walt Whitman”: la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
A partir del 20 de diciembre, si ganan los nuestros, la vida será como el conejo que asoma la cabeza por la chistera del mago. Hola, aquí estoy para arreglarles la vida. Las grandes promesas. Los cinco puntos cardinales -como diría Mariló Montero- serán cinco paraísos donde nos solacemos felizmente al sol de los inviernos. Vivir esa seguridad a ritmo caribeño bien vale un voto. El suyo. El de quien no está en el mitin sino tendido en el sofá intentando averiguar si se mueve aunque sea un milímetro el encefalograma de Bertín Osborne. Las campañas electorales son para captar el voto indeciso, dicen quienes saben del asunto. No sé si existe el voto indeciso, pero si existe no creo que haya que buscarlo en las mañanas de TVE, Sálvame de luxe o Gran Hermano. O a lo mejor sí. No lo sé. Lo que sí que sé es que no me acostumbro a ver convertidos a los líderes políticos en artistas de circo. Y lo digo, precisamente, por el enorme respeto que me merecen las gentes del circo desde que los titiriteros venían a las eras de Gestalgar con sus faquires, payasos y un perro amaestrado para alegrarnos aquella infancia triste de los años del hambre. Pero ésa ya es otra historia. O a lo mejor no. A lo mejor, si hago caso de las encuestas electorales y del show televisivo que les sirve de coartada, tal vez se trate de la misma historia.