La normativa sobre protección de datos suele ejercer un efecto fatal sobre sus aplicadores. Verán, es una suerte de agujero negro del Derecho que ejerce una atracción inevitable sobre todo lo que lo rodea. Y a veces tenemos un problema serio cuando quien aplica la norma se sitúa justo más allá del horizonte de sucesos, cuando pierde toda perspectiva. En ese enfoque, el experto, sea un delegado de protección de datos, sea el regulador, o sea el opinador aplica dos reglas muy básicas:
1.-Si hay datos, y esos datos se han tratado: se aplica la normativa.
2.-No hay más normativa aplicable que el Reglamento General de Protección de Datos.
Resulta que los fallecidos no tienen derecho fundamental a la protección de datos, consecuencia natural de la pérdida de la personalidad. Pero sus familiares pueden ejercer un derecho a la supresión de sus datos. Esta previsión del legislador, sabia por otra parte, ha tenido siempre por objeto proporcionar paz a los que quedan y evitar que quienes trataron los datos sigan perdiendo tiempo y esfuerzo en mantener una información cuya utilidad ya no existe.
Pero, ¿qué sucede cuando nos enfrentamos al “terraplanismo datil”? ¿Y si pido la supresión de cualquier publicación en la que a mi juicio no se deje en buen lugar a un fallecido? Y he aquí que si todos los artículos que en el mundo han sido están publicados en una web y contienen los nombres y apellidos de alguien, existen datos, y existen tratamientos. ¿Deberíamos aplicar el Reglamento General de Protección de Datos?
La respuesta a esta pregunta es relativamente sencilla: “no”. Pero, puestos a ello, sería conveniente entender la metodología que nos permite llegar a esta conclusión. En primer lugar, una publicación científica no se parece en nada a un tratamiento sometido al RGPD. Tengan Vds. en cuenta que de afirmarse lo contrario cada artículo con bibliografía sería un tratamiento al que aplicar la norma de cabo a rabo. Y aquí ya tenemos un problema: de aplicar la norma a un artículo científico la solución normativa resulta no sólo absurda, sino además de cumplimiento imposible. Cada trabajo debería acompañarse de la invocación de un interés legítimo en la cita bibliográfica, habría que encontrar una excepción del deber de transparencia… Y aun así, nada obstaría al obligatorio análisis de riesgos, la seguridad… ¿No les parece algo exagerado?
Es evidente que algún valor debemos conceder a la memoria de la persona fallecida. Y claro que lo tiene. La Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen permite a los herederos accionar en defensa de su memoria y proteger su honor. Es más, el artículo 18 de la Constitución Española reconoce el derecho a la intimidad personal y familiar.
Y es este en realidad el territorio que deberíamos recorrer, esto es determinar si existe un impacto en la esfera de vida familiar. Pero este ámbito, ni corresponde a la protección de datos personales, ni a los delegados de protección de datos. El Tribunal Constitucional ha repetido hasta el hartazgo que los derechos fundamentales que reconoce el artículo 18 de la Constitución Española guardan una relación muy estrecha entre sí, y a veces se proyectan sobre la misma realidad material. Pero es obligación del operador jurídico ser capaz de separar el grano de la paja.
Los tribunales, tanto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como la Corte Constitucional Española una vez identificado el impacto realizan una ponderación de bienes. Porque aquí lo que hay son dos derechos en conflicto. Los de una familia que considera que un trabajo científico ofrece una imagen falsa de un antepasado, y la libertad de creación científica y la libertad de expresión. Usualmente, y esto lo aplica rigurosamente la Agencia Española de Protección de Datos, -al menos hasta hace poco-, cuando los derechos del artículo 20 CE se ejercían correctamente, el regulador consideraba su prevalencia. Esto es, si el historiador ejerce su derecho y ofrece un texto de interés científico, y no incurre en manifiestas falsedades o en un discurso que atente contra la dignidad de las personas, no hay nada que retirar. Y en caso contrario, no es una cuestión de “protección de datos”, es una cuestión de orden civil.
Pero si, aun así, empecinados en nuestra obcecación aplicásemos el RGPD nos encontraríamos con algo muy peculiar. ¿Saben en qué caso podemos denegar un derecho de supresión? Pues cuando habiendo tratado los datos con fines de investigación científica o histórica tal supresión pudiera hacer imposible u obstaculizar gravemente el logro de los objetivos de dicho tratamiento. Es decir, cuando la actividad investigadora se ejerce legítimamente también cede el derecho fundamental a la protección de datos.
Permita el lector, que manifieste mi sorpresa. Personalmente como investigador y profesional de la privacidad jamás se me pasó por la cabeza, ni borrar la historia, ni abordar los temas desde un enfoque lineal. La realidad nuca es sencilla, es poliédrica, nos araña con sus aristas. Aplicar la legislación sobre protección de datos desde un enfoque plano es un lujo que no nos podemos permitir. Ofrece soluciones insatisfactorias y en más de una ocasión un efecto paralizante. Es un camino ciertamente perjudicial curiosamente para el propio derecho fundamental a la protección de datos, lo convierte en el enemigo.
Ricard Martínez es director de la Cátedra de Privacidad y Transformación Digital de la Universitat de València.