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Los 'encesers', la peligrosa pesca nocturna de la sepia y el calamar desde escarpados acantilados en la costa de Alicante

Una de las imágenes captadas por el fotógrafo Jake Abbott en la costa de Alicante.

Carlos Rosique / EFE

Alicante —

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En Galicia hay percebeiros y en una zona concreta de Alicante, encesers. Los primeros se juegan la vida recogiendo percebes y los segundos, ya muy pocos, lidian con la muerte, también en escarpados acantilados pero a oscuras, en busca de sepias y calamares en un oficio desconocido y único en el mundo.

Pero un fotógrafo inglés criado en la comarca alicantina de la Marina, fascinado por esos pescadores al límite de poblaciones como Dénia y Calpe, se propuso inmortalizar sus historias para que un oficio tan artesanal y peligroso no caiga en el olvido, sobre todo cuando apenas tres hombres lo ejercen aún contra viento y marea.

Tres cuerdas y un puñado de cañas eran los materiales que, ensamblados, mantenían con vida a los encesers (encendedores, si se trasladara al castellano), pescadores que descendían por escaleras de madera 40 o 50 metros de acantilado hasta llegar a las 'pesqueras', plataformas perpendiculares a los precipicios en las que aguardaban en busca de sepias y calamares a la luz del fuego y de la luna.

Un reto profesional y un oficio nocturno

Así lo explica el fotógrafo Jake Abbott, quien en una entrevista con EFE cuenta el porqué de su libro 'Nits de tinta', en el que, a través de más de doscientas imágenes, relata un oficio desconocido, único en el mundo, muy peligroso y que está en vías de extinción, ya que tan solo quedan tres encesers que trabajen aún en la Marina (Alicante), entre Dénia y Calpe.

Este oficio, que se hacía de noche y en el que se pescaban tantas sepias y calamares como se podía mientras los animales intentaban desovar cerca de las rocas, se ha realizado desde, al menos, mediados del siglo XIX.

El fotógrafo, nacido en Chertsey (Inglaterra) en 1979 pero que se trasladó a Jesús Pobre (Dénia) con apenas 2 años y que lleva dos décadas fotografiando a los encesers y sus plataformas, incide en que el trabajo consiste en acercarse lo máximo posible a la base del acantilado para, desde ahí, montar la pesquera -atada al abismo-, conseguir que el fuego no se apague e intentar lanzar la caña de pescar o la red y atrapar los peces.

La dureza callada de las mujeres

Abbott, que presentó en el Palau Altea la exposición fotográfica sobre este trabajo, recoge en 'Nits de tinta' el recorrido que hacían diariamente los encesers hasta llegar a sus “puestos de trabajo”, pero también la dureza con la que las mujeres se quedaban en el pueblo, con la incertidumbre de si sus maridos volverían a casa cuando saliera el sol o si una ola les habría arrastrado mar adentro.

El método no es peligroso tan solo por la posibilidad de que una ola arrastre al pescador, sino también porque una ráfaga de viento podía hacer que el fuego quemara la plataforma o por la propia peligrosidad de subir por escaleras sobre un acantilado de setenta metros tras estar toda la noche al acecho de cualquier captura, recalca el autor del libro y de la exposición de mismo nombre, que estará en Altea hasta abril.

De agricultores a pescadores por necesidad

A pesar de todos estos riesgos, este oficio, vivo desde mediados del XIX, llegó a su culmen en la posguerra, cuando agricultores necesitados de un sueldo extra salían entre noviembre y marzo hacia los acantilados, donde pasaban las noches de invierno junto a esa plataforma de cañizo y un carburero.

Con este carburero, los pescadores podían pescar durante las largas noches de invierno -desde las cinco de la tarde hasta las cinco de la madrugada, aproximadamente-, en acantilados que quedaban “encendidos”, razón por la que este tipo de pesca se llama, en valenciano, “d'encesa”, lo que traducido al castellano sería algo así como “pesca de encendida”.

Una zona con retratos únicos

Hasta cincuenta pescadores llegaron a ejercer en un total de setenta pesqueras -las plataformas de cañizo sobre las que se mantenían en perpendicular al abismo- en la zona de la Marina Alta y Baixa de Alicante, que incluye poblaciones como Dénia, Xàbia, Teulada, Moraira y Calp, pero, sobre todo, precipicios tan voluminosos como el cabo de San Antonio o el de la Nao.

Pero no es en Dénia, principal población de la Marina, donde este oficio se desarrolló al máximo, sino entre la zona entre Xàbia y Moraira, y en concreto en Poble Nou de Benitatxell, donde estos agricultores salían entre noviembre y marzo hacia los acantilados, donde pasaban las noches de invierno junto a esa plataforma de cañizo y un carburero.

La camadarería que imprime el mar

Abbott explica la camaradería que tenían entre ellos, conscientes del peligro de su trabajo: “Normalmente, iban en grupos hasta un lugar común cercano del acantilado. Allí, cada uno de ellos dejaba una señal, como una hoja de tomillo o de romero, que recogía cuando volvía. Normalmente, todos volvían juntos, por lo que si una señal todavía estaba allí cuando salía el sol, empezaban a buscar a quien la hubiera dejado, puesto que sabían que le habría pasado algo”.

Por eso, entre otras cosas, el fotógrafo ha estado veinte años fotografiando estas plataformas tan atípicas, pero sobre todo adentrándose en los recuerdos de estas personas, tanto de quien realizaba este trabajo como de su entorno, para llegar a entender por qué lo hacían, algo sencillo teniendo en cuenta las necesidades de la época, pero sobre todo los sentimientos que les apoderaban.

Así, la presencia femenina en el libro, en un oficio de hombres, refleja la importancia que para Abbott ha tenido entender las sensaciones vividas por las esposas cuando sus maridos salían de casa después de comer, cuando empezaba a anochecer, y pasaban toda la noche solos, unos pescando y otras con sus niños.

Un final sin reconocimiento

La peligrosidad del trabajo, no obstante, tenía premio e iba directamente vinculado al dinero que podían recibir por la venta de este pescado: “Alguno me llegó a contar que en un día de los años cincuenta se llegó a sacar 700 pesetas”, expone Abbott, que asegura que las pesqueras y los refugios llegaron a venderse por 1.000 pesetas.

A pesar del dinero que daba este negocio, el fotógrafo indica que sobre los años 70 y 80 este oficio se fue perdiendo hasta casi desaparecer: las innovaciones, la facilidad de acudir a estas mismas zonas con barcos y, sobre todo, la venta de terrenos a inmobiliarias o extranjeros facilitaron que estos habitantes de la Marina dejaran de jugarse la vida noche a noche.

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