Cuando las víctimas son menores
Hemos conocido que Itziar Prats ha presentado acción de responsabilidad patrimonial contra el estado español. Se trataba de un caso de violencia de género, en el que Prats denunció al padre de sus hijas, el cual, a pesar de ya no estar viviendo con la denunciante, realizaba acciones de maltrato y amenazas a través de las niñas. Según la madre, la justicia no tuvo en cuenta ni las denuncias presentadas, ni las pruebas aportadas a la causa, ordenando que el padre continuara ejerciendo el derecho de visitas a las niñas, y llegando a archivar la denuncia de violencia de género por falta de pruebas. El 25 de septiembre de 2018, la expareja de Itziar, aprovechando el régimen de visitas, asesinaba a sus hijas y después se suicidaba.
No podemos dar la espalda una realidad contundente: algo está fallando en la lucha contra la violencia de género. Y no falla un elemento concreto; no falla una persona o institución determinada. Es el propio sistema el que debe ser sometido a una revisión crítica.
Ya en 2014 la CEDAW (Comité para la Eliminación de todas formas de discriminación contra la Mujer, de Naciones Unidas, de la que España es parte), dio un fuerte estirón de orejas a España, en un caso similar al de las niñas de Itziar Prats, ocurrido en año 2003. Esa vez la víctima fue una menor. El verdugo: su padre, que se pegó un tiro después de pegárselo a la pequeña Andrea aprovechando un régimen de visitas. Un régimen, por cierto, concedido en contra de la voluntad de la madre, que había presentado más de 20 denuncias por maltrato a ella y a la niña, y que, sin embargo, vio como semana a semana el padre disfrutaba de visitas a la niña, con el sufrimiento que esto le ocasionaba.
En este caso Europa entendió que España no había protegido suficientemente los intereses de la menor, y resaltó la importancia de varios elementos fundamentales, de los que destaco dos: primero, tener en cuenta el interés superior del niño o niña y el derecho de este o ésta a ser escuchado/a, que deberá prevalecer en todas las decisiones que le puedan afectar; y en segundo lugar, proporcionar una formación obligatoria a jueces y personal que trabaje en este campo sobre violencia de género y estereotipos de género.
Y en esas estamos. Tropezando una y otra vez con la misma piedra.
Precisamente por eso, quería hoy poner el foco de atención en las víctimas de violencia de género a menudo olvidadas por el sistema judicial e instituciones: los niños y las niñas. Víctimas mudas de esta lacra, que la sufren y a los que nadie pregunta; que son protegidos si a su madre se les protege; a los que se les obliga a ir con su padre sin ellos quererlo; los que sufren y a los que las instituciones no destinan los recursos suficientes.
Desde 2014, con la entrada en vigor del Convenio de Estambul, la creación del Estatuto de la Víctima del Delito, y la publicación de la Ley Orgánica de Protección de Infancia y Adolescencia, se fijan parámetros claros y contundentes para entender que los y las menores tienen un estatus jurídico propio: pasan a considerarse sujetos de derecho, dignos de protección individual frente a sus progenitores, con derecho a ser oídos y escuchados.
Y esta nueva normativa reconoce un tipo de violencia que hasta ahora no se preveía legalmente: la violencia ambiental. ¿Qué significa esto? Significa reconocer que los niños y niñas son víctimas de violencia de genero por el hecho de vivir en un entorno de violencia de género, aunque no sufran ataques directos hacia su persona, siendo el objetivo en estos casos que el o la menor puedan salir de ahí y poder crecer en un entorno libre de violencia.
Y sólo si se considera adecuado por la autoridad judicial, podrán continuar las relaciones agresor-menor. Pero, para ello, deberá existir un estudio pormenorizado previo de la situación de niño o niña y de su entorno. Esta valoración se deberá realizar a través de organismos especializados, como los Puntos de Encuentro Familiar, que determinarán la repercusión que puede tener en el niño o niña el continuar teniendo relación con su padre (o su madre, si hablamos de violencia doméstica). Y si se concluye que sí puede tener relación, se expondrá de qué manera y con qué supervisión.
Es decir, que la teoría que tenemos es buena. Pero en la práctica detectamos una considerable necesidad de mejora. Prueba de ello lo vemos en el caso de las niñas de Castellón, o en tantos otros asesinatos de menores a manos de sus padres ocurridos a lo largo de estos años.
No puedo valorar si en el caso de Itziar Prats las cosas podían haber sucedido de otro modo. Pero sí conozco los recursos que se destinan a los niños y las niñas, y sé que la voluntad de las personas que les atienden no puede suplir las carencias institucionales que tenemos. Los niños y las niñas son nuestro futuro, pero también son nuestro presente. Si no les protegemos, no protegemos a la sociedad. De nosotros y nosotras depende que el día de mañana miren atrás y se sientan orgullosos del legado que les hemos dejado.