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¿Congreso de los Diputados o jueces?

Congreso de los Diputados.
16 de agosto de 2020 21:10 h

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Toda la información que vamos recibiendo nos indica que la emergencia generada por la COVID-19 se va a prolongar por tiempo indefinido. Puede que dispongamos de una vacuna eficaz y segura en algunos meses o puede que no. La evidencia empírica de que disponemos no nos permite ser demasiado optimistas, ya que el tiempo necesario para conseguir una vacuna eficaz y segura contra un virus se ha medido siempre en años y no en meses y en algunos casos, como en el del SIDA, ni siquiera se ha conseguido alcanzarla.

Quiero decir que tenemos que mentalizarnos para hacer frente a la emergencia por un tiempo prolongado, haciendo lo posible por que sea lo más corto posible, pero sin descartar que pueda ser incluso muy prolongado.

Siendo esto así, resulta imprescindible plantearse cuál es la mejor estrategia para hacer frente a la emergencia, si una estrategia global de naturaleza política de la que sean protagonistas órganos de naturaleza política legitimados democráticamente o una estrategia individualizada o individualizable necesitada en cada paso del control judicial.

La primera exige el estado de alarma. La segunda es la que posibilita la legislación sanitaria. Puesto que necesariamente se van a ver afectados derechos fundamentales de los ciudadanos en la respuesta frente a la propagación de la COVID-19, hay que decidir de qué manera se prefiere actuar a la hora de limitar los derechos fundamentales indispensables para frenar dicha propagación.

En el ordenamiento jurídico español, únicamente a través del estado de alarma se puede adoptar una decisión de limitar derechos fundamentales con alcance general, es decir, no individualizado o individualizable. Con la legislación sanitaria, la limitación únicamente puede ser individualizada o individualizable y sometida por tanto a autorización judicial.

Javier Barnés lo explicaba con claridad este viernes, 14 de agosto, en El País en un artículo titulado 'Un falso dilema', en el que decía: “Las leyes sanitarias españolas, tal como están concebidas hoy y ahora, tienen por objeto ”medidas individuales“ en la lucha contra la pandemia... En nuestro derecho ”individuales“ significa que tienen por destinatarios a individuos o grupos individualizables de personas (una familia, una comunidad, una sección de un barrio...). De ahí que se sujeten a autorización previa o ratificación judiciales en la medida en que inciden en los derechos fundamentales. Por el contrario, quedan fuera de su ámbito las que se dirigen a una pluralidad indeterminada de personas (un municipio, una comarca, una provincia...). Estas solo pueden ser adoptadas al amparo del estado de alarma”.

Con la experiencia acumulada desde que se puso fin al estado de alarma y se inició el desconfinamiento, que ha conducido a la propagación del virus de la manera alarmante de la que doy por informados a todos los lectores, pienso que es pertinente que tanto los poderes públicos como los ciudadanos nos interroguemos sobre si es preferible que la decisión de limitar los derechos fundamentales se adopte por el Congreso de los Diputados y se ejecute por el Gobierno de la Nación o los gobiernos de las comunidades autónomas, con el control siempre en última instancia del poder judicial, o que la adopten los jueces a medida que les va siendo solicitada la autorización o ratificación por la autoridad local que ha tenido que adoptar la medida limitadora con base en la legislación sanitaria.

Tanto desde el punto de vista de la eficacia en la lucha contra el virus como desde el punto de vista de la seguridad jurídica, me parece indiscutible que recurrir al estado de alarma es preferible a recurrir a la legislación sanitaria.

El estado de alarma puede ser declarado por el Congreso de los Diputados con duración indefinida y no impone medida alguna de limitación de derechos fundamentales, sino que “posibilita” que se pueda adoptar dicha medida por la “autoridad competente”, que puede ser el presidente del Gobierno o el presidente de la comunidad autónoma, según el alcance territorial de la medida, cuando las circunstancias así lo requieran.

Si se hubiera mantenido el estado de alarma, el presidente de Aragón, el de la Generalitat, el del País Vasco o la presidenta de la Comunidad de Madrid podrían haber actuado con mayor celeridad y con mayor seguridad jurídica. Los ciudadanos se habrían sentido más protegidos sin que se vieran mermadas las garantías de las que disponen para el ejercicio de sus derechos. Nos habríamos evitado los recursos ante los tribunales de justicia, la pérdida de tiempo que tales recursos conllevan y la inseguridad que las respuestas individualizadas generan.

Los jueces pueden resolver los problemas que pueden resolver y no pueden resolver los que no pueden resolver. Cuando se pretende que resuelvan los problemas que no pueden resolver, el resultado es el desbarajuste y la confusión. Lo último que se necesita cuando se tiene que hacer frente a una emergencia sanitaria de la magnitud de la que estamos padeciendo.

La emergencia generada por la COVID-19 es un problema “global”, que afecta al Estado español y a todos los Estados con los que tenemos que relacionarnos. No hay ningún ciudadano que no pueda sentirse concernido por esta emergencia, independientemente de que le afecte individualizadamente o no cualquiera de las medidas que se adopten para hacerle frente.

La respuesta, en consecuencia, solamente puede ser “política” y son los órganos constitucionales de naturaleza política, democráticamente legitimados, gobiernos y parlamentos, los que tienen que ser los protagonistas de dicha respuesta.

Ello no excluye que cada acto concreto de aplicación de la legislación dictada durante el estado de alarma pueda acabar siendo residenciado ante un tribunal de justicia. Para esto último, pero nada más que para esto último, es para lo que es necesario el poder judicial en la lucha contra la pandemia.

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