Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
Un debate estéril
El debate sobre si el procés se puede dar por terminado o, por el contrario, sigue todavía vivo es un debate estéril. Es obvio que el objetivo que se perseguía con él, conseguir que Catalunya se convirtiera en un Estado independiente tras la celebración de un referéndum, preferentemente pactado con las Cortes Generales y el Gobierno de la nación, pero también convocado unilateralmente por la Generalitat en el supuesto de que el pacto con el Estado no fuera posible, no solo no se ha conseguido, sino que ni siquiera ha llegado a tener el grado de credibilidad imprescindible para una operación de esa naturaleza. Ni el control del propio territorio ni el reconocimiento internacional se han alcanzado en ningún momento del desarrollo del procés. No ha habido ni un solo momento en que Catalunya se aproximara a la condición de Estado independiente.
Ha sido así, evidentemente, porque el Gobierno presidido por Mariano Rajoy decidió hacer uso del monopolio del poder del Estado para impedirlo. Llegando a rozar incluso los límites dentro de los que tiene que moverse un Estado de derecho digno de tal nombre. Pero sin que tampoco se pueda considerar como escandalosamente antijurídica su reacción. En el enfrentamiento entre Catalunya y el Estado el desequilibrio era tan enorme que el objetivo de la independencia estaba condenado al fracaso.
Pero, en mi opinión, la causa principal del fracaso del procés no ha estado en la reacción del Gobierno, del Tribunal Constitucional, del Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional, de la Fiscalía General del Estado o del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, sino en la falta de cohesión del nacionalismo catalán para poder ejecutar la operación de independizar a Catalunya del Estado español.
El nacionalismo catalán ha parecido tener una cohesión grande, incluso muy grande, en las convocatorias de las sucesivas manifestaciones, desde la primera tras hacerse pública la STC 31/2010 sobre la reforma del Estatuto de Autonomía para Catalunya, hasta todas las posteriores conmemorativas de la Diada en sucesivos 11 de septiembre. En ningún país europeo se ha producido algo comparable. El grado de movilización de la ciudadanía catalana convocada por la Assemblea Nacional de Catalunya y Òmnium Cultural ha sido extraordinario.
Ese grado de cohesión, sin embargo, no ha sido capaz de expresarse en las convocatorias electorales, que es el momento de la verdad en todo Estado democráticamente constituido.
Lo que a mí me ha llamado más poderosamente la atención del desarrollo del procés ha sido la desconfianza de los ciudadanos en los líderes de los partidos protagonistas. Ha sido una desconfianza reiterada que siempre ha ido a más.
Los resultados electorales no engañan. Si tomamos en consideración todas las elecciones al Parlament posteriores a la STC 31/2010, que son las que podemos calificar como elecciones del procés, la desconfianza no deja de estar presente en ningún momento.
En las primeras, del 28 de noviembre de 2010, CiU, que no era un partido independentista, obtuvo 62 escaños, seguido del PSC con 28. Podía pensarse que era un buen punto de partida para intentar conseguir una mayoría absoluta con la que liderar con credibilidad el procés. Lo intentaría Artur Mas con una convocatoria anticipada en 2012 tras una enorme celebración de la Diada. La mayoría absoluta a la que aspiraba se tradujo en la pérdida de 12 escaños. Necesitaría los 21 conseguidos por ERC para poder formar Gobierno.
Tras la celebración el 9 de noviembre de 2014 del primer referéndum, se convocarían nuevas elecciones en las que CDC y ERC concurrirían juntos. Los 71 escaños de 2012 se convertirían en 62, los mismos que CiU había obtenido en solitario en 2010. Para formar Gobierno se tuvo que dar entrada a la CUP, que había obtenido 10 escaños. La mayoría absoluta de un solo partido, siguiendo el modelo escocés, quedaba descartada para siempre.
Pero no solo eso. La CUP vetaría a Artur Mas como candidato a la Presidencia de la Generalitat, imponiendo su sustitución por otro, que acabaría siendo Carles Puigdemont. Como consecuencia de ese veto, Artur Mas quedaría desprotegido ante el juicio a que sería sometido por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. ¿Se hubiera atrevido el TSJC a condenar al president de la Generalitat? Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que, una vez condenado por la CUP, la condena judicial estaba cantada. En mi opinión, fue la CUP y no el TSJC, quien condenó a Artur Mas.
En las elecciones de 2017, convocadas por Mariano Rajoy tras la intervención de la Generalitat en aplicación del artículo 155 de la Constitución, JxCat, liderada por Carles Puigdemont, y ERC, liderada por Oriol Junqueras, obtendrían 34 y 32 escaños respectivamente, necesitando de nuevo los 4 escaños de la CUP para la investidura.
En las de 2021 se repetiría prácticamente el resultado, aunque en estas ERC obtendría 33 escaños y JxCat 32, siendo de nuevo necesarios los 8 escaños de la CUP.
La desconfianza de los ciudadanos en los líderes del procés procede la desconfianza de los dirigentes de los distintos partidos entre sí, que no ha hecho más que acentuarse con el paso del tiempo.
En estas condiciones resulta claro que la independencia de Catalunya como objetivo del procés ha sido una suerte de espejismo, una ilusión óptica que hace parecer verosímil un objeto en la distancia, pero que se desvanece en la proximidad.
En estos últimos doce años han pasado cosas en Catalunya que, sin duda, han dejado su huella. Pero no hay nada que permita pensar en una reedición del procés en el plazo en el que es posible hacer predicciones.
El procés, que se inició con la manifestación contra la STC 31/2010, se ha acabado. Lo que no quiere decir que el nacionalismo catalán no siga teniendo una presencia similar a la que ha tenido durante estos últimos 12 años. Pero su falta de cohesión interna no ha ido a menos y, tras la experiencia del fracaso, se necesitará un tiempo, que no será breve, para poder pensar de nuevo en una aventura como la del procés.
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