Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.
¿En dónde nos encontramos?
La sociedad es mucho más compleja que el Estado. De ahí que una sociedad que no es capaz de hacer una síntesis de sí misma sería ingobernable. El exceso de complejidad la conduciría a la parálisis, a la imposibilidad de tomar decisiones y, en consecuencia, entraría en un proceso de descomposición insoslayable.
El Estado es la síntesis política que hace la sociedad de sí misma para poder autogobernarse. Para efectuar dicha síntesis, la sociedad tiene que disponer de instrumentos de reducción política de la complejidad social. De lo contrario, no podría hacerlo. Dichos instrumentos son los partidos políticos y el sistema electoral.
Mediante los partidos políticos se regula la oferta, de tal manera que pueda ser manejable por el cuerpo electoral mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Sin ofertas de programas y equipos el resultado de la manifestación de voluntad de los ciudadanos mediante el ejercicio del derecho del sufragio sería una lotería. El proceso de formación de la voluntad general, el eje en torno al cual gira la democracia, se convertiría en algo imposible.
Ciertamente la libertad para constituir partidos políticos es prácticamente ilimitada, de manera que la oferta en teoría podría ser inmanejable. Pero la evidencia empírica certifica que dicha libertad se acaba expresando en un número reducido de partidos que concurren a las elecciones, número que se queda reducido todavía más tras el ejercicio efectivo del derecho de sufragio por los ciudadanos y ciudadanas que integran el cuerpo electoral.
Mediante los partidos políticos se delimita quienes tienen la pretensión de dirigir políticamente la sociedad mediante la acción del Estado. En este momento la legitimidad es lo decisivo. Mediante el sistema electoral se traducen los votos emitidos mediante el sufragio en escaños para los diferentes partidos, certificándose con ello el capital político que cada uno de ellos recibe para intentar hacer efectiva su pretensión de dirigir políticamente el país, es decir, de llegar a ser el Gobierno de la Nación. En este momento lo decisivo es la gobernabilidad.
Sin esta doble reducción de la complejidad, a través de la cual se articulan la legitimidad y la gobernabilidad, la democracia como forma política no habría conseguido imponerse nunca. Por eso, además, es una forma política muy reciente, posterior a la Segunda Guerra Mundial y en un número todavía muy reducido de países. Conseguir una forma política legítima en su fundamentación y eficaz en su operatividad es muy difícil. Y nunca se consigue de manera definitiva e irreversible. Se puede avanzar en legitimidad y eficacia, pero también se puede retroceder e incluso dejar el terreno en el que únicamente cabe hablar con sentido de democracia.
Estamos viviendo un momento en el que el retroceso y la posibilidad de la descomposición de la democracia se puede contemplar como un riesgo o incluso, tal vez, como una amenaza, a escala universal. Jamás me imaginé en mis años de formación como constitucionalista que acabaría viendo lo que ha ocurrido en el Reino Unido de la Gran Bretaña con el Brexit y lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en los Estados Unidos de América con Trump, en donde la democracia estuvo a punto de desaparecer en 2020 y puede desaparecer en 2024, aunque parece que no va a ser así. Pero el mero hecho de que un delincuente como Donald Trump haya sido capaz de echarle un pulso a todo un sistema de gobierno como el de los USA, ya es un indicador de dónde nos encontramos. Estados Unidos sigue siendo, que nadie lo olvide, el único país indispensable para la supervivencia de la democracia.
Como puede verse, España no es una excepción en la “nueva normalidad” democrática, que se extiende mucho más allá de lo ocurrido en el Reino Unido y Estados Unidos, pero que no puedo desarrollar en el espacio del que dispongo. Pero en España hay “singularidades” que tenemos que tomar en consideración. No porque en los demás países no las haya, que cada uno tiene las suyas, sino porque las nuestras son las nuestras y de ellas depende el futuro, diría que inmediato, de la suerte de la democracia en nuestro país. Y también de la implicación que tendría en la suerte de la democracia en la Unión Europea.
El diseño constitucional, tras la muerte del general Franco, para que la sociedad española pudiera hacer una síntesis política de sí misma para poder autogobernarse, se hizo mediante un ejercicio fake de la democracia representativa, que es lo que supuso la aprobación de la Ley para la Reforma Política por las Cortes franquistas, y de un ejercicio también fake, aunque algo menos, de la democracia directa, que es lo que supuso el referéndum de ratificación de dicha Ley el 6 de diciembre de 1976. Dicho diseño quedaría cerrado mediante otro ejercicio fake, una decisión unilateral del Gobierno presidido por Adolfo Suárez a través de la cual se dictó el Real Decreto-ley de normas electorales de marzo de 1977. Mientras se definía el diseño, se fue abriendo la puerta paulatinamente a la legalización de los partidos políticos, con la legalización del PCE como momento estelar.
El “núcleo esencial” del diseño constitucional de la democracia española se definió entre julio de 1976 y marzo de 1977 por unas Cortes franquistas y por un presidente de Gobierno designado por el Rey. Ninguna persona ni ninguna institución de las que participaron en dicho diseño tenía legitimidad democrática. Y sin embargo, dicho “núcleo esencial” solo fue “tocado” por las Cortes que hicieron la Constitución en lo relativo a la sustitución de los 50 senadores de designación real por los senadores elegidos por las Comunidades Autónomas. En todo lo demás, en la regulación del proceso a través del cual la sociedad española tiene que hacer la síntesis de sí misma para poder autogobernarse, todo está exactamente igual que estaba en marzo de 1977. Ni las Cortes constituyentes elegidas el 15 de junio de 1977 ni todas las Cortes constitucionales elegidas a partir de 1979 han tocado en lo más mínimo el “núcleo esencial” del diseño constitucional elaborado por unas Cortes franquistas, un Rey “restaurado” por Franco y un presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, secretario del partido único del Régimen en el momento de ser designado por el Rey. La democracia española no ha definido el “núcleo esencial” de su diseño constitucional. El diseño de dicho núcleo es no solamente preconstitucional, sino “franquista” en su origen.
Con ese diseño la sociedad española ha podido hacer una síntesis de sí misma desde 1979 hasta 2011. Dejó de hacerlo desde 2015. De ahí la repetición electoral en dos ocasiones, 2016 y 2019, por imposibilidad de formar Gobierno tras las elecciones generales, algo que no ha ocurrido en ningún otro país europeo, con la excepción reciente de Grecia, que no tiene nada que ver con las nuestras, ya que la repetición griega ha tenido como finalidad transformar una clara mayoría de gobierno en una mayoría absoluta aprovechando una reforma de la ley electoral. La sociedad española desde 2015 tiene de manera constante muchas dificultades para hacer la síntesis política de sí misma que le permita autogobernarse. Y para alcanzar acuerdos por mayoría cualificada para la renovación de órganos constitucionales que requieren dicha mayoría. O para plantearse reformas de la Constitución.
La predefinición del “núcleo esencial” de nuestro diseño constitucional de manera no democrática encorseta a la sociedad española de manera que no le permite renovarse. El principio de legitimidad democrática es el único que tiene capacidad para renovarse. De ahí que la reforma de la Constitución sea un invento de la Constitución democrática de Estados Unidos de 1787 y que haya estado presente en todas las constituciones democráticas no como una opción, sino como una necesidad. Todos los países democráticamente constituidos han hecho uso de la reforma de la Constitución. En esto España sí es una excepción.
Y lo es porque el principio de legitimidad democrática no se reproduce “en cautividad”. La predefinición del “núcleo esencial” de nuestro diseño constitucional por unas Cortes “franquistas”, un Rey restaurado por Franco y un presidente del Gobierno designado por dicho Rey, ha supuesto una “jaula” para el principio de legitimación democrática, que no permite la renovación de nuestra fórmula de gobierno. De ahí la especial peligrosidad de la dificultad rayana en la incapacidad de que la sociedad española pueda hacer la síntesis de sí misma para poder gobernarse. El riesgo de la parálisis sistémica cada vez es mayor.
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