Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Aprender (y aprehender) el sistema: el suyo, y el nuestro
Uno de los retos principales a los que se enfrentan los sistemas democráticos en la actualidad viene determinado por la 'juridificación' de lo político. Y es que, en los últimos tiempos, buena parte de la esfera de debate se ha venido trasladando al mundo de lo jurídico con una clara pretensión de restringir el margen de lo discutible en democracia.
Detrás de esta mudanza en los planos de discurso subyacen múltiples y complejas causas, algunas de las cuales están insertas en la propia naturaleza del Estado constitucional contemporáneo. Así, la primera y más inocua es la que se infiere de la evolución de un sistema donde la Constitución se erige también en un programa positivo de máximos, con principios y valores que encuentran su concreción en el reconocimiento de una profusión de derechos que han de ser promovidos y sustentados por el Estado, lo que ha supuesto la expansión sin precedentes de lo normativo a esferas antes vedadas a la acción del Derecho. Si, mientras en el Estado liberal la Constitución pretendía ser un mero marco procedimental para la conformación de mayorías cambiantes y reversibles, en el Estado Social y Democrático la Carta Magna se rearma con su normatividad para intentar proyectarse, desde su sede, hasta el último rin
cón del Estado con la esperanza, a veces ingenua, de poder realizar con éxito los objetivos sociales que solemnemente proclama. Evolución del constitucionalismo que ha de recibir nuestro respaldo (al menos el de quien escribe estas líneas), por cuanto intenta amortiguar las contradicciones del sistema liberal que sus propios teóricos ya habían perfilado: que de poco sirve reconocer los derechos civiles y políticos si no existe, mediante, una acción jurídica a favor de un mínimo de justicia social que les dé soporte.
Sin embargo, a esta restricción de lo político connatural al desarrollo del Estado constitucional se le suman hoy otras dos que, de muy diferente naturaleza y con distintos objetivos, ponen en peligro la propia concepción democrática que habría de presidir nuestra perspectiva sobre el poder y su racionalización.
En primer lugar, la inmediatez y la rapidez que se exige hoy de la acción política, aupadas por las redes sociales y las nuevas tecnologías de la información y alejadas, por ende, del debate sosegado y reflexivo que solo el tiempo permite, ata a los principales actores de gobierno a la actuación circunstancial en el corto plazo.
Por poner un ejemplo, es muy difícil, sino imposible, que en cualquiera de las tertulias y debates televisivos se debata por parte de un representante sobre las líneas principales del accionar político o de la conveniencia de su ideario: o entra la publicidad, o a los cinco minutos alguien prorrumpe con millones de datos, gráficos y vídeos cutres. Ello provoca que las grandes cuestiones de fondo en torno a lo político sigan quedando replegadas en lo que el Derecho ya enuncia, indisponibles para el debate no tanto por la fuerza de su normatividad sino también, en este caso, por la inconveniencia de traerlas a colación en medio de sondeos y de una opinión pública cada vez más voluble.
En segundo lugar, ha existido y existe una voluntad clara por parte del propio poder político de sustraer determinados ámbitos a la decisión y al debate democráticos, y el mejor medio que han encontrado para tal fin es su elevación a los altares de lo jurídico. Buena cuenta de ello da la arquitectura de la Unión Europea, diseñada en parte por los Estados para poder achacarle todas las medidas impopulares que desean o que, en el marco simbólico de sus realidades nacionales, no se atreverían a aprobar. Es mucho más fácil atribuir los recortes sociales a normas que “vienen de fuera” que a decisiones propias y voluntarias, aunque las primeras existan porque los Estados hayan dado su previo consentimiento.
El caso más llamativo en este sentido es el que se da, en efecto, con la estabilidad presupuestaria: determinados Gobiernos desplazan la responsabilidad de los cumplimientos de los objetivos de déficit a la Unión Europea, cuando previamente han manifestado su consentimiento en la firma del Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza que los impone.
Ambas tendencias, para perfeccionarse, han encontrado un firme baluarte en el poder judicial. Si se quiere convertir en indisponible un ámbito que antes podía modularse políticamente al compás de las mayorías que se alternaban en el poder, nada más fácil que elevarlo al automatismo del cumplimiento jurisdiccional, aséptico e irrebatible. La 'juridificación' de lo político viene así acompañada de su judicialización, con el consiguiente peligro que ello comporta para el desborde de las funciones y de la naturaleza misma de los tribunales, y muy especialmente, de los constitucionales.
En este contexto no nos ha de extrañar que el único argumento que pareciera poder blandir el Gobierno español o determinados partidos políticos ante la cuestión independentista suscitada en Cataluña sea el de la imposibilidad jurídico-constitucional de la separación de una parte del territorio nacional. Como tampoco ha de resultarnos llamativa la imputación de todas las “reformas estructurales” a normas preexistentes provenientes de Bruselas o de Vladivostok, o la necesidad que se vio en su día de llevar a la Constitución (a lo jurídico indisponible para las mayorías ordinarias) la estabilidad presupuestaria. La ausencia de un debate político fundamentado que se atenga a las cuestiones de fondo es, cuanto menos, preocupante y fácilmente constatable.
Así las cosas, este aumento de la relevancia del Derecho y de lo jurídico en la articulación actual de las relaciones de poder, se quiera o no, es un hecho ineluctable frente al que la ciudadanía está, en buena medida, desarmada. Nunca sobra reiterar que sólo aquello que previamente se conoce puede ser combatido, y hoy, lamentablemente, el estudio del sistema constitucional y de las reglas básicas que rigen lo jurídico no entra en las prioridades (bueno, directamente no entra en ningún sitio) de los programas educativos.
La situación se ha invertido por completo: si la Constitución de 1812, en su artículo 368, imponía su estudio en la enseñanza, precisamente cuando la Constitución aún no era normativa ni el Derecho tenía la importancia petrificadora que ahora se le pretende otorgar, hoy cualquier graduado universitario puede blandir su título sin haber dado, en quizá más de 20 años de instrucción pública, ni una sola pincelada sobre el sistema político que le gobierna y en el cual, en teoría, debería participar y ser parte. El desconocimiento de las reglas esenciales del Derecho y de la democracia constitucional imperante es absoluto, y es más grave cuanto más relevante se hace la hipertrofia de uno y otro.
No se puede pretender hacer frente al complejo edificio de lo jurídico que se ha erigido, y en el que muchos de sus postulados son directamente reacios al principio democrático que debería fundamentarlos, si seguimos reservando el conocimiento del sistema a unos pocos oráculos. El presupuesto más seminal de una opinión pública fundamentada, que no se deje arrastrar por la publicada, y de una ciudadanía consciente de sus derechos y de la potencialidad que puede desplegar la democracia ante las cadenas que intentan atarlas, es el justo entendimiento de lo que debería ser materia de obligado estudio.
Por ello, se hace hoy más necesario que nunca que se recupere el debate en torno a la instrucción pública del sistema político y jurídico y que ello sea también abanderado por aquellos partidos que, lejos de visiones cortoplacistas, quieran de verdad sentar las bases para las posibilidades de transformación social futura. Denunciar masivamente las contradicciones inherentes a la huida de la democracia constitucional y a su refugio en esferas jurídicas indisponibles, constituye a día de hoy un desafío que sólo puede superarse mediante una mejor y más profunda comprensión del modelo político que se pergeña. Como decía Cabarrús a finales del XVIII… “Si se instruyese en la cuestión política a una generación entera, ¿no llegaría una época en que los que gobiernan serían justos y consecuentes porque serían ilustrados?”.
Uno de los retos principales a los que se enfrentan los sistemas democráticos en la actualidad viene determinado por la 'juridificación' de lo político. Y es que, en los últimos tiempos, buena parte de la esfera de debate se ha venido trasladando al mundo de lo jurídico con una clara pretensión de restringir el margen de lo discutible en democracia.
Detrás de esta mudanza en los planos de discurso subyacen múltiples y complejas causas, algunas de las cuales están insertas en la propia naturaleza del Estado constitucional contemporáneo. Así, la primera y más inocua es la que se infiere de la evolución de un sistema donde la Constitución se erige también en un programa positivo de máximos, con principios y valores que encuentran su concreción en el reconocimiento de una profusión de derechos que han de ser promovidos y sustentados por el Estado, lo que ha supuesto la expansión sin precedentes de lo normativo a esferas antes vedadas a la acción del Derecho. Si, mientras en el Estado liberal la Constitución pretendía ser un mero marco procedimental para la conformación de mayorías cambiantes y reversibles, en el Estado Social y Democrático la Carta Magna se rearma con su normatividad para intentar proyectarse, desde su sede, hasta el último rin