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OPINIÓN | Días de ruido y furia, por Enric González

Cuidémonos del populismo punitivo

A veces ocurren cosas horribles. Lo horrible, de hecho, ocurre constantemente. A veces lo dejamos correr. “Cosas que pasan”, se dice, porque ningún sistema es perfecto. Otras veces vestimos lo horrible con aspectos, rostros y marcas, señas de víctimas y también de verdugos, y volvemos a comprobar que el ser humano puede hacer cosas horribles. Lo que antes era difuso, la larga cadena que conectaba a la víctima y al verdugo, se torna muy claro de repente: salta a escena un monstruo (o más de uno) cuya imagen apreciamos con aparente nitidez. Automáticamente todos volvemos la mirada hacia el sistema penal, esa máquina presuntamente creada para proteger nuestros bienes más importantes de las más graves agresiones. La ilusión nos embriaga porque empuñamos la gran espada penal y, por un instante, la creemos nuestra.

La primera decepción tarda poco en llegar: una espada no repara, no sirve para arreglar nada, lo que ha sido destrozado no recompondrá sus piezas por violento, certero o “ajustado a derecho” que sea el golpe. Pero golpeamos, golpeamos más y más fuerte, convencidos de que eso es “hacer justicia”. Si quien viola la norma genera un mal y daña al orden en su conjunto, quienes golpean de vuelta generan otro mal en sentido contrario. En su versión menos sofisticada, esto se llamó ley del talión. En su versión más refinada, lo llamamos “fundamento retributivo de la pena”. Este golpe de vuelta debería, se supone, restituir simbólicamente el orden dañado, pero el golpe nunca es lo bastante fuerte. Jamás sentimos haber arreglado nada. Quizá sea porque de ese modo jamás se ha arreglado nada.

No importa: el dueño de la espada aparece siempre con una sonrisa amable y se ofrece a afilarla. Mientras muestra su condolencia y solidaridad, promete “firmeza y ejemplaridad” para que nadie vuelva a osar infringir la nueva norma. Ahora sí, creemos haber hecho algo útil y volvemos a nuestras vidas, pero la segunda decepción no tarda en llegar. La realidad nos golpea de nuevo cuando constatamos que las cosas siguen ocurriendo, que pocos piensan en qué norma violan cuando lo hacen y muchos menos piensan en las consecuencias de hacerlo.

Presos de la desesperación, defraudados porque nuestra poderosa espada se revela inútil, nos quedará el consuelo de pensar que quien haga lo horrible será golpeado con tal fuerza que jamás podrá repetirlo. Y esto sí nos convence porque ya no queremos reparar ni mandar mensajes, solo queremos meter una vida entre cuatro paredes hasta que se pudra y desintegre. A estas alturas ya solo queremos romper, y la espada es el instrumento perfecto. Por mucho que la Constitución hable de reinserción social como primer objetivo de las penas, el público no pide que el reo aprenda nada. La audiencia desea purgar sus propios pecados, sublimar la frustración de saber que no se hizo nada para evitar ese daño al que ahora respondemos.

Y en ese momento, decididos a apuñalar con toda nuestra fuerza, oímos una voz que pregunta: “¿estás seguro? ¿Si tu golpe es una respuesta a un mal previo, cómo sabes que tu estocada es proporcional al mal sufrido? ¿Si ese golpe quiere restituir el orden dañado, no debería respetar las normas propias del ordenamiento que dice defender? Son preguntas odiosas que ponen un espejo ante nosotros. En él nos vemos reflejados con la espada en la mano.

¿Nos da igual que 15 años de encierro destrocen la personalidad de cualquier sujeto? ¿Nos da igual que pisar la cárcel no sea garantía de no volver a entrar sino más bien todo lo contrario? Ignoramos estas preguntas, afiliamos la espada y golpeamos. Tras el golpe, volvemos a nuestras vidas. Nunca miramos atrás. Jamás miramos dentro de los muros de la prisión.

Si mirásemos atrás, una tercera decepción nos asaltaría al comprobar que no hemos hecho prácticamente nada para “arreglar” nada. Aquí solo ha ganado el dueño de la espada: ahora, lejos de nuestra mirada, blandirá su renovada arma a discreción. Si mirásemos atrás, nos veríamos cayendo una y otra vez en la trampa del populismo punitivo. Nuestra legitima rabia, nuestra indignación y nuestra voluntad de evitar el horror acaban digeridas en nombre del “orden” y la “ley”, encauzadas hacia la nada. Una y otra vez, nos mantuvieron ocupados pensando en cómo responder, para evitar que pensáramos en cómo evitar volver a vernos en esta situación.

A veces ocurren cosas horribles. Lo horrible, de hecho, ocurre constantemente. A veces lo dejamos correr. “Cosas que pasan”, se dice, porque ningún sistema es perfecto. Otras veces vestimos lo horrible con aspectos, rostros y marcas, señas de víctimas y también de verdugos, y volvemos a comprobar que el ser humano puede hacer cosas horribles. Lo que antes era difuso, la larga cadena que conectaba a la víctima y al verdugo, se torna muy claro de repente: salta a escena un monstruo (o más de uno) cuya imagen apreciamos con aparente nitidez. Automáticamente todos volvemos la mirada hacia el sistema penal, esa máquina presuntamente creada para proteger nuestros bienes más importantes de las más graves agresiones. La ilusión nos embriaga porque empuñamos la gran espada penal y, por un instante, la creemos nuestra.

La primera decepción tarda poco en llegar: una espada no repara, no sirve para arreglar nada, lo que ha sido destrozado no recompondrá sus piezas por violento, certero o “ajustado a derecho” que sea el golpe. Pero golpeamos, golpeamos más y más fuerte, convencidos de que eso es “hacer justicia”. Si quien viola la norma genera un mal y daña al orden en su conjunto, quienes golpean de vuelta generan otro mal en sentido contrario. En su versión menos sofisticada, esto se llamó ley del talión. En su versión más refinada, lo llamamos “fundamento retributivo de la pena”. Este golpe de vuelta debería, se supone, restituir simbólicamente el orden dañado, pero el golpe nunca es lo bastante fuerte. Jamás sentimos haber arreglado nada. Quizá sea porque de ese modo jamás se ha arreglado nada.