Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
¿Un presidente del Gobierno independiente?
Tras la situación de incertidumbre generada por los resultados electorales, Podemos ha lanzado la propuesta de un presidente del Gobierno “independiente”, entendiendo por tal una figura “de prestigio” que esté por encima de los partidos. La propuesta no es nueva, sino que suele recurrirse a ella en situaciones de crisis. Por ejemplo, en junio de 2012, en uno de los momentos más graves de la crisis económica, fue planteada por figuras cercanas hoy a Ciudadanos; entre ellas, el propio Luis Garicano, gurú económico de este partido, quien hablaba entonces de la necesidad de un Gobierno con apoyo de las fuerzas mayoritarias compuesto por “políticos competentes y técnicos intachables”.
A la hora de valorar este tipo de propuestas, conviene tener en cuenta por lo menos tres cuestiones: una, la propia definición del concepto “independiente”; dos, la constitucionalidad de la solución; y tres -quizá la más importante- su legitimidad. Veámoslas por separado.
Parece claro que, a la hora de referirse a la persona que accedería a la presidencia del Gobierno, se utiliza la palabra “independiente” en el sentido de no ser un militante o una figura abiertamente vinculada o relacionada con un partido político concreto. Una persona que trascienda los intereses partidistas para velar así por un supuesto interés general del país. Pero también es claro que se trata esta de una concepción muy estrecha del concepto “independiente”. En política, se milite o no en un partido, nadie es independiente, porque todas las personas tenemos criterio propio sobre lo que deba ser ese interés general (otra cosa es que por cálculos estratégicos o prudenciales lo aparquemos en favor de otras consideraciones). Las personas analizamos la realidad a través de nuestras “gafas epistemológicas”, es decir, nuestra ideología y forma de entender el mundo, de manera que resulta inevitable que plasmemos esa visión en opciones y decisiones políticas. Apelar a una supuesta excelencia o prestigio técnico supone siempre una forma de ocultar, bajo una pretendida pero falsa cientificidad, una opción ideológica.
Fijémonos por ejemplo en la elección de los magistrados del Tribunal constitucional. En teoría, se trata de figuras independientes, “juristas de reconocido prestigio”, no vinculados formalmente con ningún partido político (con la anómala excepción, ya conocida, de su actual presidente). Pero, un análisis de sus sentencias denota que cada uno de ellos interpreta la Constitución de acuerdo con su particular ideología. Quien es miembro del Opus Dei lo hace conforme a sus dogmas de fe, del mismo modo que los magistrados cercanos a la socialdemocracia actúan de acuerdo con su credo político. Es inevitable que sea así, porque no hay técnicos sin ideología: todas las opciones jurídicas y políticas responden a una.
En cuanto a la constitucionalidad de la propuesta, la respuesta es positiva. En ningún lugar de la Constitución se dice que el presidente del Gobierno deba ser un parlamentario. La ausencia de referencia a este respecto se debe a que el texto de 1978 estuvo ideado y diseñado para un modelo bipartidista, de mayorías parlamentarias, cuyo presidente proviniera siempre de uno de los dos partidos del régimen, PP o PSOE, del centro-derecha o del centro-izquierda. De ahí el silencio constitucional. Se daba por sentado que, con un régimen electoral de cariz mayoritario, siempre se alcanzaría la mayoría suficiente para investir como presidente del Gobierno a un parlamentario de uno de estos dos partidos, bien en solitario bien con el apoyo de alguna de las fuerzas nacionalistas catalana o vasca (históricamente beneficiadas por el sistema electoral).
Esta situación se ha roto en estas elecciones y de ahí la dificultad para formar gobierno. Pero, incluso en este contexto, no conviene olvidar que el español -con sus virtudes y defectos- es un sistema parlamentario, lo cual implica situar a la cámara de representación popular en el centro de la vida política, empezando por la elección del presidente del Gobierno. No en vano es tradición -pero solo tradición- en los sistemas parlamentarios que aquel sea elegido de entre los miembros del Parlamento.
No hay pues un problema de constitucionalidad, pero sí de legitimidad. En primer lugar, porque ese presidente no habría pasado por las urnas, con lo cual carece del requisito típico de la legitimidad de origen: la elección ciudadana. En este sentido, su única legitimidad provendría de ser el resultado de un pacto entre las fuerzas políticas que concurrieran y aceptaran tal procedimiento de asignación de la cabeza del ejecutivo. Un pacto entre las cúpulas de los partidos tan característico de la cultura de la Transición que nos ha llevado hasta aquí. No en vano es este sistema de pactos cupulares, de reparto de cuotas de poder al margen de la ciudadanía, el que se ha utilizado con profusión durante todos estos años para elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal de Cuentas o, incluso, al Defensor del Pueblo; instituciones todas ellas propias del régimen del 78. En este sentido, sorprende que sea Podemos quien abandere esta propuesta, ya que su concepción de las instituciones políticas difiere -o debería diferir- bastante de la de los otros tres partidos involucrados en el juego.
Pero la legitimidad se puede obtener no solo por el origen, sino también mediante el ejercicio del poder. Para abordar esta última cuestión cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿a quién o a qué estaría vinculado ese presidente “independiente”? ¿frente a quién o qué tendría que rendir cuentas sobre sus actuaciones de gobierno? Y las opciones son, de nuevo, tres: uno, a su propia visión de lo que sea ese interés general de España que fundamenta el pacto; dos, al programa electoral de los partidos que participan del juego y se ponen de acuerdo en su figura; y tres, a las condiciones fijadas en la mesa camilla donde se oficiaría el pacto.
La primera respuesta implicaría dar carta blanca al presidente -un voto de confianza, podría decirse- para que este actúe y tome las medidas que considere oportunas para sacar al país de esta situación de crisis. Esto supondría introducir un elemento presidencialista (¿populista?) en un régimen parlamentario como es el actual, con el riesgo que supone dejar en manos de un presidente que no se presentó como tal toda la política de gobierno de los próximos años. Un sujeto que no tendría por qué rendir cuentas ante los votantes, dado que ante ellos no se postuló como tal.
En este sentido, la segunda respuesta sería todavía más complicada, dado que las diferencias programáticas entre los cuatro partidos son tan grandes que hacen improbable que ese presidente pudiera poner una vela a Dios y otra al diablo, es decir, satisfacer una parte del programa de cada partido y contentar así a todos. Es imposible que se pueda llevar a cabo cualquier política con programas abiertamente incompatibles entre sí.
Y la tercera respuesta, aquella según la cual el presidente tendría legitimidad de ejercicio en la medida en que cumple lo dispuesto en ese pacto de Estado, convierte en papel mojado los programas electorales de los partidos. Los compromisos electorales plasmados en el programa se verían sustituidos por las cláusulas pactadas en esas negociaciones cerradas y cupulares que tendrían como finalidad designar al presidente “independiente”. Esto no difiere en casi nada de lo que se ha venido haciendo durante todo este tiempo. La diferencia es meramente cuantitativa, pero no cualitativa. Son más los partidos llamados a la mesa del consenso ahora que los que lo fueron en los años de la Transición, sí, pero el procedimiento es simple y llanamente el mismo. Entonces, ¿tenemos razones para calificar de legítimo a un presidente así designado y vinculado en su acción de gobierno por un pacto cupular? Ni por su origen ni por su ejercicio merecería tal calificativo.
Son estos problemas de legitimidad los que desaconsejan -sea quien sea la persona elegida- la opción del presidente “independiente”. Así, la solución más coherente pasa por iniciar las previsiones constitucionales sobre la elección del presidente del Gobierno entre quienes así se postularon ante la ciudadanía en la última campaña electoral. Si transcurrido el plazo fijado el nombramiento no se ha producido por falta de la mayoría requerida, deben convocarse nuevas elecciones. Es entonces cuando los partidos que así lo deseen podrían incluir en sus programas electorales estas propuestas de gobiernos de concentración nacional o presidentes “independientes”. Pero entonces, no ahora.
Tras la situación de incertidumbre generada por los resultados electorales, Podemos ha lanzado la propuesta de un presidente del Gobierno “independiente”, entendiendo por tal una figura “de prestigio” que esté por encima de los partidos. La propuesta no es nueva, sino que suele recurrirse a ella en situaciones de crisis. Por ejemplo, en junio de 2012, en uno de los momentos más graves de la crisis económica, fue planteada por figuras cercanas hoy a Ciudadanos; entre ellas, el propio Luis Garicano, gurú económico de este partido, quien hablaba entonces de la necesidad de un Gobierno con apoyo de las fuerzas mayoritarias compuesto por “políticos competentes y técnicos intachables”.
A la hora de valorar este tipo de propuestas, conviene tener en cuenta por lo menos tres cuestiones: una, la propia definición del concepto “independiente”; dos, la constitucionalidad de la solución; y tres -quizá la más importante- su legitimidad. Veámoslas por separado.