Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
El espíritu republicano de 1931 recorre el Estado español
- Los artículos que Contrapoder ha dedicado a los ejes y contenidos de un futurible proceso constituyente han sido firmados por su Consejo editor, Gerardo Pisarello (y dos), Gonzalo Boyé, Isabel Elbal y Sebastián Martín. En próximas fechas publicaremos artículos de respuesta elaborados por diferentes autores, al objeto de profundizar en el debate y discusión pública sobre estas materias.
La llegada de la Segunda República supuso el mayor intento de transformación social y política de la historia de España. Un intento de modernizar un país económica y culturalmente atrasado, caracterizado a resultas de la Restauración y del reinado de Alfonso XIII por la dictadura, el caciquismo, el oscurantismo, la falta de libertad y, en suma, el subdesarrollo.
Este es el panorama al que la República se enfrentó con coraje y decisión. Desde el primer momento las y los republicanos fueron conscientes de que no bastaría con un mero cambio de régimen político. Que el paso de la monarquía a la república no supondría la inmediata solución de los problemas del país. Por ello el programa republicano era mucho más ambicioso. Pasaba por asumir los valores de la democracia real, la igualdad y la justicia social, y creer que solo mediante su implantación sería posible conseguir una sociedad libre, participativa e igualitaria.
En todo caso, no olvidaron ser coherentes con la filosofía de su proyecto y situaron la jefatura del Estado bajo el principio democrático. Así, la Constitución de 1931 estableció que el presidente de la República fuera elegido conjuntamente por el parlamento y por un número de compromisarios igual al de diputados (art. 68). Este sistema se utilizó en la elección del segundo presidente, Manuel Azaña, dado que el primero, Niceto Alcalá-Zamora, lo fue a través del procedimiento extraordinario según el cual bastaba la mayoría absoluta de los diputados. Este procedimiento estaba previsto en la disposición transitoria de la Constitución y motivado por la necesidad de institucionalizar cuanto antes el nuevo régimen.
La República optó por un modelo de cariz parlamentario, donde se dotara al presidente de la fuerza necesaria para no ser rehén del parlamento, pero sin que tuviera el poder suficiente como para sucumbir a la tentación caudillista a la que puede conducir el presidencialismo. De ahí que se optara por ese sistema mixto de elección, evitándose así que esta se llevara a cabo mediante sufragio universal. Como es sabido, fue complejo el encaje de la figura del presidente en el marco del parlamentarismo propio del texto de 1931. El sistema no estuvo exento de problemas y la “cohabitación” entre el presidente de la República (especialmente, bajo el mandato de Alcalá-Zamora) y los distintos gobiernos no resultó sencilla. En efecto, no era fácil dotar a esta figura de poderes y facultades que le permitieran actuar como un órgano de equilibrio constitucional. Libre de interferencias del gobierno y del parlamento, pero sin caer en la tentación de practicar el “borboneo”, es decir, la continua intromisión del jefe del Estado en los asuntos políticos cuya dirección debiera corresponder al poder ejecutivo.
¿Qué enseñanzas podemos extraer de esta experiencia de cara a un futuro proceso constituyente? Aun cuando cada momento histórico sea único e irrepetible, algunos aspectos del momento fundacional de la Segunda República se asemejan a la situación actual. En primer lugar, parece claro que tanto entonces como ahora existe una fuerte sensación de fin de régimen y la consiguiente demanda ciudadana de cambios profundos. Una demanda que para muchos ya no se satisface con la realización de ciertas reformas constitucionales que sirvan, precisamente, para “maquillar” el régimen. Se requiere una ruptura democrática encarnada en un proceso constituyente que garantice los derechos humanos y sitúe la toma de decisiones políticas en el lugar del que nunca debió salir: el poder popular.
En segundo término, tanto en 1931 como en 2014 se constata la responsabilidad de la monarquía en la defensa de un régimen que poco responde a los cánones mínimos de decencia democrática y respeto a los derechos humanos. Tanto Alfonso XIII como Juan Carlos I fueron incapaces de cortar los lazos con la dictadura. En el caso del monarca actual, conviene recordar algunos datos todavía no conocidos del todo por la opinión pública: su condición de rey proviene no de la Constitución, sino de la legislación franquista; fue nombrado “sucesor a título de rey” por Franco en 1969; pilotó el proceso de Transición al lado de los propios franquistas; impidió que se preguntara al pueblo sobre la continuidad o no de la monarquía; y, finalmente, cuando se aprobó la Constitución no consideró necesario jurarla o prometerla (algo que sí hizo, y hasta dos veces, con las leyes fundamentales franquistas).
En tercer lugar, destacan asimismo las notables coincidencias entre el espíritu republicano de 1931 y el programa que hoy se perfila por quienes defienden la ruptura con el régimen de 1978 como único medio de salir de la profunda crisis institucional que padecemos. Las demandas republicanas de igualdad y justicia social se escuchan hoy en las calles y plazas del Estado español por los miembros de las mareas, plataformas, colectivos, sindicatos y partidos de izquierda. Todas estas demandas están presididas o basadas en el principio democrático, cuyo respeto exige su extensión a todos los ámbitos de la vida pública, empezando por supuesto por la jefatura del Estado. Un sistema político que se dice democrático no puede dejar al margen de la elección ciudadana a la primera de sus instituciones. La república debe sustituir a la monarquía; la democracia debe primar sobre la genética y la dinastía.
Pero también debemos aprender de los errores de la experiencia de 1931. En concreto, del diseño constitucional del nombramiento y competencias del presidente de la República. Parece más coherente con la propuesta de democracia radical que la persona que ocupe la presidencia de esa futura República sea elegida directamente por la ciudadanía a través de sufragio universal. Para evitar las citadas tentaciones de caudillismo o de intromisión en la vida política, la presidencia de la República debería limitar sus funciones a las propias de ser la más alta representación del Estado español y garantizar el normal funcionamiento de sus instituciones (incluidos, por supuesto, los acuerdos federales o confederales a los que se llegue entre las distintas naciones que compongan el Estado). No debería tener poderes ejecutivos o de gobierno, ni capacidad o derecho de veto para interferir en la vida parlamentaria o en los procesos de aprobación de leyes.
La presidencia de la República debe depender directamente del pueblo. Y ante él debe rendir cuentas de su actuación. Por ello, sería muy oportuno establecer la institución del referéndum revocatorio, que existe ya para los cargos electivos en países como Venezuela, Ecuador o Bolivia. Es este un mecanismo según el cual la ciudadanía puede solicitar un referéndum en el que se decida si una autoridad o representante elegido en las urnas continúa en su cargo o es cesado antes de concluir el periodo de su mandato. Además de ser un instrumento de democracia directa y de rendición de cuentas ante el electorado, es un potente elemento de “contrapoder” que sirve para limitar el poder de quienes ostentan cargos electivos (no solo de la presidencia de la República, por supuesto) y recordarles en todo momento de dónde procede su autoridad.
El espíritu y programa republicano recorre el Estado español. Por ello, hoy 14 de abril es un día para rendir homenaje a las mujeres y hombres que soñaron que era posible construir una sociedad democrática, justa, igualitaria y comprometida con los derechos humanos. Es de justicia hacerlo. Como lo es también recordar, una vez más, a las víctimas de la represión franquista nacida del golpe de Estado contra la República. Sus deseos, valores y luchas coinciden hoy en gran medida con los de quienes deseamos esa ruptura democrática que termine con el régimen de la Transición.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.