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Galería de los horrores románticos: esto es lo que nos asustaba en la España del siglo XIX

Espalter, Joaquín, 'Mefistófeles', 1872.

José Antonio Luna

Un monstruo construido con cadáveres, robots que se rebelan contra sus creadores o un curioso conde que bebe sangre y no refleja su imagen en los espejos. El género de terror se ha convertido en una tendencia recurrida, en parte de la literatura y del cine que nos rodea, que nos asusta y que, a pesar de ello, nos apasiona. Pero toda corriente tiene un comienzo. Y, como es de esperar, el contexto que propició el horror en España no es uno apto para cualquier estómago.

El Museo del Romanticismo de Madrid organiza uno de sus habituales trimestres temáticos que, en este caso, se encuentra centrado en el terror del surgido en la época a través de diversos autores nacionales. Solo quedan tres pases más para estas visitas organizadas: uno el 26 de octubre y otros dos el próximo mes noviembre, con fechas aún por confirmar. Dado el escaso número, más vale estar pendiente.

La última cita tuvo a los protagonistas más adecuados. Al exterior del museo, el cielo gris y encapotado recordaba la llegada del otoño en forma de lluvia. En el interior, unos relojes de péndulo del siglo XVIII ambientaban el lugar con cada golpe de campanada, como haciendo referencia a lo que una vez fue el antiguo palacio del marqués de Matallana. Una vez reunidos en el vestíbulo, rodeados de retratos de una joven Isabel II, comenzaba la ruta hacia el terror.

La historiadora Carmen Cabrejas es quien hace de guía por este descenso a los horrores, por los relatos de un periodo que, como ella misma recuerda, dieron lugar a “historias apocalípticas muy actuales que, en realidad, ya estaban en el siglo XIX”. No es gratuito. Ya se pudo apreciar cierta predilección por el miedo en las guerras napoleónicas, a través de cuadros que combinaban lo sobrenatural con lo amenazante.

Es el caso de Unión de Inglaterra y España contra Napoleón (1814), una pintura anónima en la que se puede ver la fusión de los dos países contra el militar francés, el cual lleva un corte de pelo algo particular: su cabello fue sustituido por serpientes vivas, a lo Medusa. Pero el conflicto con el país vecino de España no solo fue mostrado de forma visual, también escrita.

Así lo reflejan textos como El beso (1863), una de las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Esta cuenta cómo un capitán francés llega a Toledo y acaba enamorándose de una bella dama llamada Doña Elvira. Lo curioso es que se trataba de una estatua de mármol sobre una tumba que estaba al lado de otra, la de su marido. Entonces, al acercarse para besarla, el soldado cayó al suelo desangrándose.

“Bécquer fue probablemente el más conocido por su terror en España, pero también tenemos a Zorrilla, al duque de Rivas… etc.”, explica Cabrejas a eldiario.es. Muchas de estas historias entrarían en el país a través de la revista El Artista, considerada una de las más importantes durante el Romanticismo.

Los relatos terroríficos estuvieron divididos por dos tendencias: la que situaba la acción en lugares remotos, exóticos y anclados en el pasado; y la que hacía del miedo algo cotidiano, presente en un cuadro que se mueve o un reloj que suena a destiempo. Reflejo de esta segunda rama era el norteamericano Edgar Allan Poe a través de obras como La máscara de la muerte roja (1842).

En el cuento de Poe, un grupo de nobles ricos intenta evitar una plaga conocida como la Muerte Roja escondiéndose en un gran castillo. Sin embargo, el cautiverio se complica cuando organizan un baile de máscaras y aparece una extraña figura disfrazada. “La historia transcurría en un salón muy parecido al que estamos ahora”, señala Cabrejas haciendo referencia al lugar en el que los visitantes escuchan detalles del relato.

Tradición en la industrialización

Paradójicamente, el proceso de industrialización del país también va a provocar un sentimiento de volver a lo tradicional y lo humilde, alejado de todo lo relacionado con humo y acero. Esto se puede apreciar en los cuadros de Valeriano Domínguez Bécquer, hermano del poeta, los cuales inmortalizaban a las clases humildes de ciudades como Soria. De hecho, sería esto lo que inspiraría a su allegado para elaborar leyendas como El monte de las ánimas (1861).

Era una época de cambios, de transición hacia las ciudades tal y como hoy se conocen. Pero aquella metamorfosis no podía realizarse sin maltratar la naturaleza, ya fuera para instalar vías o edificar fábricas. Los bosques, las montañas o los mares no permanecerán impasibles. Se revelarán contra la mano humana y pasarán a convertirse en una amenaza, visible en cuadros como Naufragio en la costa (1855), de Eugenio Lucas Velázquez, que retrata un barco francés destrozado en mitad de una tempestad mientras sus tripulantes intentan alcanzar la orilla.

No obstante, el terror a veces va vinculado a la fascinación. Mientras que unos revindicaban lo agrario, otros creaban autómatas para decorar y entretener. Un mono dentista con su paciente, muñecas que fuman, maestras de baile… Las figuras se movían de forma tosca, imitando gestos humanos (convirtiéndoles en algo todavía más espeluznante) y al son de una música tintineante que estaba lejos de ser agradable.

Tampoco ayudaban sucesos climatológicos como el de 1816, denominado como el año sin verano. A las anómalas bajas temperaturas (la media en España no pasaba de 0 grados), se sumaron una serie de erupciones volcánicas que tiznaron el ambiente de cenizas.

Un escenario apocalíptico que, como era de esperar, también iba a servir de inspiración para autores como Lord Byron. “Tuve un sueño, que no era del todo un sueño. El brillante sol se apagaba, y los astros vagaban diluyéndose en el espacio eterno, sin rayos, sin senderos, y la helada tierra oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna”, se puede leer al comienzo de su poema Oscuridad (1816).

El género también sedujo a autoras de la talla de Mary Shelley, creadora de Frankenstein. Aun así, sus motivaciones eran algo diferentes a las de sus compañeros masculinos. “Usaban el terror para enfrentar todas las problemáticas que tenían en la vida cotidiana. Para poder expresarlas, para poder hablar de sexualidad, de relaciones sentimentales y de la opresión en la que vivían”, recalca Carmen Cabrejas.

Uno de los relatos que mejor lo representa es El papel pintado amarilllo (1982), de Charlotte Perkins. Narra la historia en primera persona de su autora, que tuvo una depresión posparto y siguió los consejos de un afamado médico que le recomendaba una “cura del reposo”. Consistía en permanecer encerrada en una habitación sin tener ningún tipo de actividad, ni siquiera escribir. Cualquier ejercicio, ya fuera físico o mental, aumentaría su malestar.

Lejos de mejorar su estado, Perkins comenzó a tener alucinaciones y a comprobar cómo se obsesionaba con algo tan banal como era el papel amarillo de las cuatro paredes en las que estaba recluida. Finalmente, abandonó “el tratamiento” y decidió probar con una terapia de choque: escribir la experiencia en una novela. Acabó convirtiéndose en un importante ejemplar feminista, ya que demostró cómo hasta los diagnósticos clínicos estaban marcados por los roles de género. Porque el terror, como reprodujo la autora, también puede servir para denunciar las carencias de una sociedad dominada por hombres.  

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