No hay muchos grupos familiares en el ancho mundo del arte a los que pueda dedicarse una gran exposición en un museo nacional. Pero es el caso del grupo que se conoce como Realistas de Madrid, una exposición recién inaugurada en el Thyssen y que, si ha de fiarse uno por los primeros días, puede ser uno de los grandes éxitos de la temporada. El público, mucho de él de edad avanzada, parecía encantado.
Los Realistas de Madrid fueron Francisco López Hernandez (1932) casado con Isabel Quintanilla (1938), ambos de Madrid. María Moreno (1933) de Madrid, casada con Antonio López (1936), oriundo de Tomelloso. Julio López Hernandez (1930), de Madrid, era hermano de Francisco y estaba casado con Esperanza Parada (1928) del vecino San Lorenzo de El Escorial. Y Amalia Avia (1930), toledana, quien se casó con Lucio Muñoz (1929), un amigo madrileño de todos ellos, aunque no esté aquí porque era un pintor abstracto. Es, como se ve, un núcleo bastante cerrado porque, aparte de los lazos familiares, la amistad común data casi de sus tiempos como estudiantes. En sentido estricto, lo que se viene llamando un clan.
Lo anterior puede parecer crónica rosa, pero en realidad refleja el espíritu de resistencia, casi de secta, de los pintores realistas frente a la avalancha de la abstracción expresiva que representó el grupo El Paso (1957-60). Guillermo Solana, director del museo y comisario de esta exposición junto a la hija de Antonio López y María Moreno, afirma en el catálogo que esta avalancha, lejos de ser una moda de la abstracción, fue uno de los principales eslabones en la evolución del arte español del siglo XX. Al menos según la historia canónica de dicho arte. Historia que, como todas, puede ser muy lineal y excluyente.
Por otra parte, la pintura figurativa española de casi todo el siglo XX caía bajo la sombra nada realista, bien de Picasso, bien de Dalí. Y, ha de recordarse, existía ya un realismo de gran éxito comercial, una curiosa mezcla entre academicismo, romanticismo, Sorolla y toques de impresionismo. Pintura para salones franquistas sin mucha mayor intención que la puramente decorativa. La pintura que de verdad vendía cuadros, aunque estos ni hayan pasado a la historia ni tengan hoy una gran cotización.
Pintura realista y ambiciosa
Aquí hablamos de una pintura realista académica pero ambiciosa y con vocación de seriedad. De hecho, varios de los aquí presentes comenzaron ya en galerías prestigiosas como Biosca o Juana Mordó. Había otros realistas en la misma o muy parecida línea, sobre todo Carmen Laffon (1934). Ni ella, que ha vivido en Madrid pero es sevillana militante, ni tampoco los discípulos directos de los Realistas de Madrid, bastante numerosos a lo largo de los años, han sido invitados a esta celebración familiar.
Los Realistas de Madrid de aquellos primeros sesenta venían a reconocer, seguramente sin desearlo, lo que quedaría claro muy pocos años más tarde: que la pintura había dejado de constituir la vanguardia y la luz de las artes, tal y como había venido siendo desde principios del XIX. Los realistas no volvían al pasado, trataban de traer el pasado al presente. Antonio López piensa (ahora) que estaban escribiendo una nueva historia, pero en realidad vivían en una especie de burbuja atemporal y extrahistórica que abarcaba desde la pintura pompeyana, objeto de verdadera fascinación, hasta la relativa actualidad de un Gutiérrez Solana (1886-1945).
Estos pintores a los que se agrupa porque estaban personalmente agrupados, jamás suscribieron un manifiesto ni tampoco tuvieron un crítico que lo escribiera por ellos, aparte de una gran figura como Santiago Amón. Pero ello no impidió que su proceder fuera de lo más coherente. En las pinturas o dibujos de esta exposición apenas hay personas. Esas quedan para las esculturas de los hermanos López Hernández. No se percibe el menor asomo de fantasía. En términos que recuerdan curiosamente a los usados por el casi antitético minimalismo americano en aquellos mismos años (Judd, Stella, Morris…): Lo que ves es lo que ves (What you see is what you see).
Vemos esquinas de habitaciones, patios de chalets, calles de Madrid en su versión menos monumental o algún paisaje desde el espectacular Cerro del Tío Pío. Un lugar que parece tan iniciático para el grupo como lo fue el no muy lejano Cerro Almodóvar para aquella otra escuela madrileña llamada de Vallecas, del primer tercio de siglo XX y fundada por Alberto y Benjamín Palencia. La de los realistas es una pintura voluntariamente prosaica pero al mismo tiempo extremadamente culterana, tan llena de referencias que estas pueden situarse en un plano más inmediato que la misma pintura.
Los sobresalientes del grupo
Por otro lado, una característica de todo grupo es que suele contener talentos dispares. Aquí destacan dos pintores, Antonio López y, en un grado algo menor, Isabel Quintanilla. A los demás se les nota estupendamente formados e informados y ocasionalmente despegan, aunque por poco tiempo.
En sus primeros cuadros de 1956, Antonio López juega con un extraño realismo. No solo es que muestre un lavabo y un cuarto de baño de una suciedad casi ofensiva y contradictoria, sino que los cuadros en sí dividen el plano en dos, con perspectivas ligeramente distintas. Entonces, dice, no se atrevió a representar esa visión con curvas, como un ojo de pez, pero eso es exactamente lo que ha hecho en sus dos últimos cuadros, en los cuales parece ahora dispuesto a obedecer a su vista, pasar de la perspectiva lineal y refugiarse en el espejo del Matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck (1390-1441). Evolución y autocuestionamiento que no se percibe en el resto.
Isabel Quintanilla, por su parte, logra algo complicado: retratar ambientes. Es difícil de explicar. Extremadamente compuestos como están, sus cuadros generan una sensación de plausibilidad, de espacio habitable y habitado en el vértice de una historia en un tiempo reconocible. Un poco entre Edward Hopper y Jeff Wall si les quitáramos las personas. No es solo virtuosismo ni simple ilusionismo, una y otra vez esta pintora invita a entrar en una pintura que, no obstante, pretende seguir siendo sobre todo eso, pintura.
El resto no raya a la misma altura. No es cuestión de bueno o malo, pero sí de trascender lo que no es sino la puerta vulgar de un chalet innominado y de también de superar la observación sobre lo bien o mal pintado que está. En último término, ese ha sido siempre el talón de Aquiles del formalismo. Y esta exposición, su elección, su montaje, los textos del catálogo viene a ser toda una apología de ese formalismo eterno. El cual, a pesar de su vacuidad básica, aquí superada por los dos artistas mencionados y los destellos de otros, presenta una característica destacable: suele gustarle a un público que no suele interesarse por el arte.
En cierta forma es normal que suceda esto. Creer en la coherencia absoluta de cada momento histórico es simplemente absurdo. Convivimos con el pasado en el camino hacia un futuro que en gran medida se nos niega. Esta situación no tiene por qué ser positiva pero benditos sean quienes disfrutan comentando lo detallado de una mesilla de noche, que también usaban ese esmalte de uñas y ese cuaderno de notas o cómo esas azaleas son como las que había en el patio de su colegio.
No hay lugar ni a superioridades ni a ironías. La admiración hacia la habilidad y lo reconocible, muchas veces ciega a otras consideraciones, no es cosa de ahora ni de ignorantes y cabe presumir que seguirá existiendo. Lo malo es que situarse al margen de lo dominante no es condición suficiente y los resultados no tienen por qué ser satisfactorios. Pintar de forma atemporal e interesante lo poco interesante, lo banal, no es una tarea en lo absoluto sencilla. Casi todo debe añadirlo el artista, como un Marcel Proust con pinceles. Sí, no debe ser en lo absoluto fácil. Solo unos pocos lo logran.