- Desde el 24 de marzo y hasta el 28 de junio, el Museo del Prado acoge esta exposición que hace un recorrido por las obras del primitivo flamenco
Estamos a principios del siglo XV. Justo entonces (1399 o 1400) nació en Tournai Rogelet de la Pasture, hijo de un acomodado fabricante de cuchillos de la localidad y que luego, tras su traslado a Bruselas, pasaría a la posteridad como Rogier van der Weyden.
Aquella fue una época extraordinariamente convulsa en los países cristianos del Occidente de Europa. Aparte de la incipiente pero preocupante amenaza otomana, Europa misma estaba sumida en cambios radicales. El ropaje intelectual dominante durante la Alta Edad Media estallaba por todas sus costuras, cosidas con un hilo ideológico que ya no resistía las tensiones de nuevas formas de comercio (monetario), nuevas formas asociativas (los gremios), nuevos centros de poder (la ciudades) que, sencillamente no podían operar en el binomio dogmatismo-escolástica que, a pesar de muchos conflictos y rigideces, había mantenido una sociedad estructuralmente estable durante muchos siglos.
La expresividad en el retrato
Todo esto tenía que abrirse paso en el arte. Y lo hizo de forma espectacular en esa corte de Borgoña y Flandes de Felipe el Bueno (1396–1467), la descrita por Johan Huizinga en El otoño de la Edad Media y la que van der Weyden protagonizó desde su irrupción, con más o menos 30 años, años hasta su muerte, certificada en 1464. Y ese es también el amplio periodo que cubre esta exposición de El Prado.
Estos pintores se encontraban ante realidades cambiantes, sociales, ideológicas y muy prácticas. Los nuevos patrones, líderes de Gremios, Cancillerías, Ayuntamientos, Cabildos, etc. ya no pretendían aparecer idealizados como los reyes o duques del gótico tradicional e internacional. No eran arquetipos, querían parecer ellos mismos y de la manera más fiel posible. Incluso mostrando sus verrugas, sus papadas, sus calvas.
Se imponía un realismo que antes no era necesario, más bien incluso inconveniente. En van Eyck tenemos ya un retratista casi en sentido moderno. Su coetáneo van der Weyden fue un paso más allá e introdujo una verdadera expresividad. En una de sus grandes y primeras obras El descendimiento de la cruz (1435 y siempre en El Prado), encargado por el gremio de ballesteros de Lovaina, no es ya que las figuras sean expresivas, sino que esa expresividad se muestra de forma creíble, humana. El San Juan que sostiene a una Virgen desmayada y azulada mantiene la serenidad pero con los ojos enrojecidos y apenas capaces de contener las lágrimas. Porque el realismo se extiende ya a casi todas las figuras.
El realismo se impone
Hay más en ese cuadro. El maestro de van der Weyden, Robert Campín (1375–1444), había iniciado ya ese franco realismo y sus cuadros se llenaron de detalles que trataban de traer lo más cotidiano y familiar al plano pictórico. Pero tan llenos de objetos están algunos de esos cuadros, que cualquier movimiento se antoja imposible. En este Descendimiento, en cambio, todo es dinamismo potencial. Sin mayor esfuerzo se pueden distinguir las múltiples curvas en las que se disponen las cabezas de las figuras. Un dinamismo que luego llegaría casi a la exageración con el manierismo del XVI, pero aquí empezaba, en Bruselas, 1435.
Para acabar con esta obra, decir que por lo general se menciona su carácter escultórico. Unas figuras en un nicho dorado. Pero no es solo eso, hay algo de representación teatral, precisamente porque intuimos el movimiento. Un movimiento que amenaza con romper ese marco dorado.
También vuelve a España el Tríptico de Miraflores una obra sobre la Virgen, también famosa, encargada en 1445 por el rey Juan II de Castilla para la recién instituida Cartuja de Miraflores en Burgos. Luego “el francés”, en este caso el general Jean Barthélemy Darmagnac, decidió llevársela de vuelta a Francia y hoy se contempla en la Gemälde Galerie de Berlín. Es muy interesante porque, aparte de lo antes mencionado, incluye un nuevo tipo de paisaje. Un paisaje un poco menos detallado que los de van Eyck, pero de nuevo realista y con un horizonte posible. La idea de la perspectiva lineal estaba comenzando a practicarse en Italia, pero estos flamencos (primitivos, suele llamárseles) no utilizaban ese método, sino más bien el de planos sucesivamente distantes, un poco como en mucha pintura china o japonesa.
El Tríptico de los Siete Sacramentos (1445-50), en el Museo de BBAA de Amberes, es un interior de iglesia donde se describen dichos Sacramentos y cuyo panel central es un Calvario con una cruz imposiblemente alta. Pero el mayor interés resulta ser el mismo trajín en la iglesia (gótica), así como el ejemplo que supuso para tantos flamencos posteriores en sus numerosos interiores de iglesias. Su coetáneo van Eyck ya había embutido una Virgen gigantesca en el interior de una iglesia casi 30 años antes, pero en la de van der Weyden hay vida, de personas mortales.
Hablando de van Eyck, su Ince Hall Madonna (1433) fue la inspiración de la muy temprana Virgen de Durán (1432–35), aquí presente.
Y vamos al final de una exposición cuyas más o menos 20 obras que reclaman su tiempo. Impresiona mucho ver el detallismo extremo de estos primeros pintores al óleo. Texturas, luces, reflejos, arquitecturas, paños... Todo esta realizado en los niveles micro y macro. Si en Velázquez la ampliación de un pespunte conduce casi al expresionismo abstracto, en el caso de van der Weyden o van Eyck, el detalle va ampliándose si perder su “resolución”.
El último cuadro de la exposición y excusa para la misma es El Calvario de El Escorial (1457-1464). Este es uno de los últimos cuadros de van der Weyden, es de los pocos documentados y debería figurar entre las grandes obras del pintor. No ha sido así, hasta ahora. Sucede que el cuadro, llevado a El Escorial ya por Felipe II, debió deteriorarse con bastante rapidez, porque diversas fuentes a lo largo del tiempo así lo atestiguan. De modo que El Calvario ha pasado siglos de oscuridad y desinterés hasta que se procedió a una primera restauración en 1947 que al menos dejó presentable el cuadro. La actual restauración se ha llevado cuatro años y es muy definitiva: estamos ante lo que se llama un “cuadrón”, una obra canónica sin la cual sería difícil hacerse una idea cabal del talento de van der Weyden.
'El Calvario', una obra olvidada durante años
El Calvario es, en primer lugar su obra de mayor tamaño, más de tres metros de altura (323,5 x 192 cm) y también de las más reduccionistas. Tres figuras, Cristo, la Virgen y San Juan. Tres colores dominantes, rojo, blanco y carne. Una pulsión hacia la altura que la Virgen compensa llorando sobre la tierra... ¿Cómo decir? Es como si de repente apareciera el Boticelli de mayor tamaño, perfectamente documentado y en estado casi prístino. De pronto algo voluntariamente olvidado porque casi daba pena verlo, irrumpe en el panteón de uno de los grandes pintores de la historia. Estas cosas no pasan todos los días y puede ser una lástima si El Prado / Patrimonio Nacional, con todo y la exposición, no son capaces de hacer ver su enorme valor en todo el mundo. Por lo pronto, ambas instancias andan peleándose, por lo que esta exposición no podría prolongarse si fuera aconsejable.
Van der Weyden donó este cuadro a la capilla de Nuestra Señora de Gracia que había junto a la Cartuja de Scheut, cerca de Bruselas. Y esta obra casi final, realizada sin encargo, parece su legado, no ya al convento, sino a la misma historia del arte.
Esta exposición y este cuadro explican, no solo el trabajo de un talento mayor, sino hasta donde podía extenderse esta opción estética, ese necesario cambio en el marco mental que reclamaba la ya antigua burguesía centro-europea. Se trataba de una evolución sin rupturas, un perfeccionamiento técnico que tardaría en igualarse. Pero mientras van der Weyden vivía el complejo, moderno y antiguo, el simbólico esplendor de la Borgoña de sus años; un fraile dominico, de nombre Juan y de apellido Angélico, menos evolucionado ideológica y técnicamente, iba sentando las bases para un corte radical con ese pensamiento simbólico, el racionalismo que cristalizó un par de siglos más tarde en René Descartes. Leonardo había nacido poco antes de morir van der Weyden, Miguel Ángel y Rafael unos años después. Ellos iban a darle nombre a otro futuro de Occidente.