Vivian Maier, la niñera que hizo las mejores fotos de Nueva York
Decía Virginia Woolf que el crepitar de la olla en la lumbre o el llanto desesperado de un bebé son distracciones domésticas que impiden que una mujer desarrolle su talento. Por eso exigía un cuarto propio dentro del hogar. También fue lo primero que pidió Vivian Maier en la casa donde trabajó como niñera durante más de dos décadas. Detrás de esas cuatro paredes se podía haber gestado una figura tan importante como Diane Arbus o Garry Winogrand, pero Vivian decidió esconder los negativos de sus fotografías en montones de archivadores amarillos.
Y así se mantuvieron hasta 2007, cuando John Maloof descubrió toda su obra confinada entre recortes de periódicos y demás detritus de una subasta de poca monta. Este maniático de los muladares encontró un filón entre los coleccionistas de Internet y revendió los archivos con demasiada ligereza. Un descuido que llamó la atención de grandes galerías y de los críticos de fotografía del New York Times. Los expertos reconocieron que Vivian Maier era la mejor cronista del Chicago de mitad de siglo, tanto de los suburbios como de los distritos opulentos. Pero necesitaban algo más que su firma al pie de unas cuantas fotos para construir el mito.
Dos años después, un obituario local haría saltar la liebre y pondría un paradójico fin a su ostracismo mediático. Maloof tiró del hilo de la esquela, contactó con las familias que convivieron con ella y llevó su vida a la pantalla en Descubriendo a Vivian Maier. Lo curioso del documental es que ninguno de sus patrones conocía el talento que dormía bajo su techo y preparaba el desayuno de sus hijos. “Era solo una niñera, ¡por el amor de dios!”, se repiten confusos. La propia Maier murió sola e indigente en 2009, sin sospechar que el valor de su obra se pagaría hoy con una larga hilera de ceros.
La recuperación de su legado ha servido también para alimentar varias teorías sobre su contradictoria personalidad. En el documental de John Maloof, los niños -ya crecidos- admiten que su frialdad podía rozar la indiferencia e incluso la crueldad. “Pero siempre será nuestra nanny”. Aunque no conocían su pasión secreta, recuerdan que Maier daba largos paseos por los arrabales de Chicago con su cámara Rolleiflex colgando del cuello. La niñera capturaba momentos fugaces con su lente doble y los convertía en pura vida en blanco y negro.
Lágrimas brotando de una cara sucia y regordeta, bellas mujeres entrando en limusinas, tenderos montando los escaparates de la ciudad, borrachos tirados en las aceras, taquillas de cine o callejones sin salida. Nuestra amateur observaba cada detalle con elegancia y disparaba su dedo a la velocidad del viejo Oeste.
Salvo estas hiperrealistas instantáneas, el resto de su existencia es un pozo negro de dudas. Nunca daba su verdadero nombre en los comercios de Nueva York ni de Chicago, y le gustaba fingir un acento francés -heredado de su madre- aunque era más neoyorquina que los Roosevelt. También recuerdan que su estilo era tan invariable como la cámara que siempre le caía a la altura de las caderas. “Vestía como los trabajadores de una fábrica soviética de los años cincuenta”, dicen en el documental sobre sus anchas gabardinas, camisas de hombre y un sombrero de ala caída.
El castigo de la niñera
Algunos piensan que esa estética masculina era una forma de protestar en silencio contra una sociedad sexista que menospreciaba su profesión. El cuidado doméstico siempre estuvo ligado a ciertas mujeres de clase media que se condenaban sin remedio a una vida monástica. En el mejor de los casos se convertían en parte de la familia; en el peor, eran sustituidas. “Maier representa la quintaesencia de una figura de la ficción victoriana, la nanny, la gobernanta; es decir, una outsider a la que se le permite desarrollar un solo don: la capacidad de observación”, escribía un crítico. Y por eso, tanto la fotógrafa como la niñera representan esa dicotomía -entre la invisibilidad y omnipresencia- que nos convierte en voyeurs de sus espontáneos modelos.
La mayoría de los entrevistados lamentan que Vivian Maier no abandonase la mediocridad para convertirse en una fotógrafa de éxito. El director asegura, sin embargo, que esta vida reservada le permitía estar con la gente pero no formar parte de ella. Y eso le encantaba. Llenaba sus armarios de cintas magnetofónicas, películas en Super 8, tubos llenos de dientes de leche y recortes de periódicos con los crímenes más sangrientos. Sus antiguos jefes cuentan que estaba obsesionada con la prensa amarilla. En una de sus películas, Maier se trasladó en persona a la escena del asesinato de una madre y su hijo y recorrió los rastros de sangre de esta familia destrozada.
Aunque los niños reconocen que tenía sus momentos de travesura y generosidad, había en ella un halo de oscura depresión. “Tenemos que dejar sitio a los demás. Esto es una rueda en la que te subes y llegas al final. Alguien más tendrá tu misma oportunidad y ocupará tu lugar. Nada nuevo bajo el sol”, grabó en una de sus cintas.
Sus imágenes también revelan una fascinación por el deterioro de las ciudades y los estragos de la pobreza. Maloof cuenta en la película que Maier tenía un marcado carácter socialista y feminista. Un rasgo que pronto utilizaron las malas lenguas para especular sobre su presunta homosexualidad. Exponen que su pasión era, en realidad, producto del amor que le profesaba a la pionera de la fotografía Jeanne J. Bertrand, con la que su madre vivió después de que su marido las abandonase.
Los retratos rotos
Igualmente, se ha conspirado mucho con la frontalidad rota de sus autorretratos. Siempre se interponen espejos poliédricos, fragmentos de vidrio, sombras en el suelo o perspectivas imposibles de sí misma. El objetivo de la cámara sería un escudo muy conveniente para quien “solo se llevaba bien con los niños”. Tanto es así, que agotó sus días en un apartamento que le pagaron tres de ellos por caridad, cuando ya no le quedaba ni un centavo para malvivir. El triste final de una Mary Poppins llena de secretos escondidos con recelo entre sus negativos y carpetas amarillas. Porque cada vez que alguien compra un Vivian Maier se hace con un pedazo de su vida, no de su trabajo.
Su fantástico legado ha viajado por las mejores salas del mundo y ahora podemos volver a disfrutarlo en la Fundación Canal de Madrid, desde el 9 de junio hasta el 16 de agosto. la Fundación Canal de Madrid