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'American Beauty', 20 años del erótico homicidio de la clase media según Sam Mendes

Mena Suvari y Kevin Spacey en 'American Beauty'

Mónica Zas Marcos

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“Siento como si llevase 20 años en coma y acabase de despertar”, describe la voz en off de Lester Burnham mientras le llueven pétalos de rosa sobre el rostro. No haría falta describir de dónde caen: la imagen de Mena Suvari desnuda sobre un techo de flores rojas ha sido tan ensalzada en el imaginario cinematográfico como parodiada en la cultura pop y ridiculizada por quienes piensan que la reputación de la película ha envejecido peor que la del propio Kevin Spacey.

American Beauty cumple 20 años y, si despertase de nuevo de ese coma, Lester vería que las cosas han cambiado mucho (que no bien) para su personaje y para el hombre que lo interpreta. También para Sam Mendes, pero en su caso por convertirse en el director del momento gracias a una cinta bélica que aspira a alzarse con el Oscar en dos semanas, 1917. Le ocurrió algo parecido en el 2000, cuando Hollywood se rindió de forma unánime ante una sátira gore y filosófica sobre la clase media americana.

“Me llamo Lester Burnham, Este es mi barrio. Esta es mi casa. Esta es mi vida. Tengo 42 años y en menos de un año estaré muerto. Por supuesto eso no lo sé todavía. Pero, de alguna forma, ya estoy muerto”. Así empezaba el patético monólogo del personaje de Kevin Spacey, cabeza de una familia más mediocre que disfuncional, que entra en crisis tras babear en un espectáculo de animadoras con la mejor amiga de su hija.

Reducir el arco de Lester a la historia de Lolita sería un error, aunque las referencias son evidentes. Para empezar, su nombre y apellido surgen del anagrama de Humbert Learns, protagonista principal de la novela de Nabokov. Para seguir, Lester da rienda suelta a sus fantasías eróticas con una adolescente pero solo como vía de escape a su infeliz existencia. Una crisis de los cuarenta de manual, por espantoso que suene este concepto hoy en día. Entonces, ¿qué fue lo que levantó tanto revuelo?

En 1999, como recuerda la revista Time, la economía norteamericana gozaba de un momento dulce, por lo que la crisis por una baja empleabilidad se vio sustituida por la del inconformismo con un trabajo insípido y una vida acomodada pero tediosa. El protagonista se planta ante todo eso, enarbola un discurso algo infantil contra el capitalismo, se aficiona a la marihuana y esculpe sus flácidos músculos en el garaje.

La moraleja de esta regresión puede ser que Lester al final muere, pero para muchos fue una forma romántica -y bellamente rodada- de acabar con las rígidas expectativas sociales: mejor muerto que condenado en vida. El guionista de la cinta, Allan Ball, lo definió como “la opresión del conformismo” y uno de los peores males de principios de siglo. Por desgracia, en menos de un año, los atentados del 11-S y todo lo que vino después le quitarían la razón.

American Beauty no ha salido del todo bien parada en retrospectiva. Algunas de las críticas más duras que ha recibido durante estos 20 años han sido contra los diálogos rimbombantes y contra la representación de las mujeres, tanto adolescentes como de mediana edad. “Ojalá pudiera decirle que todas esas inseguridades desaparecen con los años, pero no quiero mentirla”, piensa Lester sobre su hija Jane. Ella y su amiga Angela, objeto de deseo del padre, son mujeres sin más ambición que la de ser bellas y que la sociedad las alabe por ello.

Podría ser una buena crítica a la feroz dictadura de la imagen que sufren las jóvenes en EEUU si no fuera por el tercer personaje femenino, la esposa de Lester. Carolyn es una mujer ambiciosa y competitiva en su trabajo, pero lejos están ambos rasgos de ser presentados como virtudes. El protagonista la mira con desprecio y recuerda que una vez fue una mujer divertida que “le enseñaba los pechos a los helicópteros desde la azotea” de su primera casa. Ahora es una maniática controladora y envejecida, por eso Angela se convierte en su refrescante nueva obsesión.

“Para mí, esta película trata sobre cómo cualquier acto de una sola persona fuera de contexto es condenable. Pero su verdadero encanto es que es de una belleza real, y la encontramos en el extraordinario guión de Alan Ball”, dijo Spacey al recoger el Oscar por su personaje en la edición del 2000. Años más tarde, algunos vieron en este discurso una defensa premonitora de sus aún desconocidas malas conductas.

Puede parecer que lo que más ha dañado la imagen de American Beauty son las acusaciones de abusos sexuales y pederastia contra el actor. Y, aunque el macabro rostro de Spacey se antoja más inquietante que nunca, el affaire con la joven no es lo más llamativo de la película 20 años después. Al final, por repelentes que resulten las escenas eróticas, hay consentimiento y el “no es no” se respeta hasta el final.

Es mucho más cruento el odio hacia una clase media caricaturizada, maniquea y pelele. Para la comedia burlona funciona a las mil maravillas; para el drama, algo menos. La muestra es la trama del coronel homófobo que resulta ser un reprimido violento dentro del armario. El único que se escapa de la criba es Lester, para quien acabar con los sesos desparramados por la mesa de la cocina es más una redención que una condena.

Quizá hoy en día funcionaría mejor si Ball y Mendes hubiesen dado un poco más de profundidad a los personajes y un poco menos a la estética, aunque esto último es lo que la ha convertido en una pieza de arte pop en los anales del cine. Un legado algo pobre para quienes pretendían que su película fuese una una defensa absoluta de “la vida auténtica”.

La belleza de una cámara humilde

“A veces hay tanta belleza en el mundo que pienso que no puedo soportarlo, que mi corazón no va a dar más de sí”. Lo dice uno de los personajes, pero podría ser el pie de foto de cada una de las escenas pretendidamente brillantes de American Beauty. El responsable es Conrad Hall, histórico director de fotografía que falleció en 2003 y que acabó en la producción de Mendes por carambolas del destino.

En una entrevista reciente con este diario, el cineasta confesó que la virtud de Hall era la humildad: que la cámara parezca que esté presenciando ciertas escenas por casualidad. El responsable de la fotografía de obras como Dos hombres y un destino y A sangre fría se sintió traicionado por el resultado final de American Beauty, pero no se entendería este clásico sin su firma y después de aquello volvería a colaborar con Mendes en Camino a la perdición, aunque le hubiese acusado de cometer un “homicidio artístico” en su anterior película.

La bolsa flotando en el aire, la puerta del garaje abriéndose en medio de la lluvia, la erótica elegante de Suvari e incluso la mirada perdida de Spacey sobre el charco de sangre que emana de su propia cabeza son postales que nunca pasarán de moda, a diferencia de los diálogos y la trama. Tampoco la brillante banda sonora de Thomas Newman. Definitivamente, si Lester Burnham despertase dentro de otros 20 años, estas dos partes de American Beauty seguirán intactas e igualmente fantásticas.

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