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Goodall, la Jane que no necesitó un Tarzán para aprender de los monos

Jane Goodall, la mujer que vivió entre chimpancés

Mónica Zas Marcos

Esta Jane no necesitó un Tarzán para desenvolverse como nadie por la selva de Tanzania. Allá por 1960, sin formación ni títulos, Jane Goodall fue enviada al Parque Nacional Gombe Stream para estudiar muy de cerca a los chimpancés africanos, sus costumbres y los lazos personales que creaban entre ellos. Tenía 27 años y una idea bastante alejada de lo apasionante que terminarían siendo sus hallazgos y su vida.

Ahora, National Geographic presenta el documental Jane, nominado a los Bafta y preseleccionado en los Globos de Oro y los Oscar, traducido al español. “Cuando me lo ofrecieron, pensé: ¿otro documental sobre mi vida entre chimpancés? Por favor, no”, confiesa al comienzo la científica de 83 años. “Pero pronto me di cuenta de que este era especial”.

Jane no ahonda tanto en el resultado de sus años de observación, esenciales para derribar algunas creencias indiscutibles en antropología física, sino en sus rutinas de estudio y en la relación con el que más tarde se convertiría en su marido, el fotógrafo Hugo Van Lawik. Las impresionantes imágenes que sirvieron para trazar este mapa pertenecían al archivo de Hugo, que se creyó perdido durante décadas y al final fue recuperado en 2014.

Pero volvamos al principio. ¿Cómo termina una veinteañera sin estudios al frente de una costosa misión científica a orillas del lago Tanganika? Cuando tenía cuatro años, Goodall se pasó horas observando cómo ponía un huevo una gallina. Desde entonces, su entrenada paciencia, amor por los animales y obsesión por el continente africano solo fue in crescendo, hasta tal punto que llegó a considerar la jungla de Gombe su “verdadero hábitat”.

Todas estas aptitudes no le pasaron desapercibidas al director del Museo de Historia Natural de Kenia, que la fichó como secretaria y más tarde le confiaría el estudio más importante de su carrera. Louis Leakey tenía la firme convicción de que los humanos le debían más a su herencia simiesca de lo que estaban dispuestos a admitir, algo no muy popular en aquella época. 

Para demostrarlo, envió a tres mujeres que se convertirían en las primatólogas más importantes de nuestra historia: Jane Goodall, Dian Fossey (Gorilas en la niebla) y Biruté Galdikas. Un trío que fue apodado en la prensa como Los ángeles de Leakey

La recompensa del titular machista

Jane Goodall cuenta en Jane que, antes de obtener las primeras pistas, se sucedieron los meses sin un solo avance. Más de uno hubiese tirado la toalla, pero ese no era el estilo de la londinense. Cada día caminaba entre la hojarasca, esquivaba serpientes venenosas y se acomodaba en una colina desde donde observaba a los chimpancés. Si la veían, huían. Si la percibían cerca, actuaban de manera extraña, y eso era justo lo contrario de lo que ella necesitaba.

Cuando los animales se habituaron a su presencia, e incluso se permitían el lujo de saquear su campamento, le dieron también la mejor recompensa. Goodall descubrió que los chimpancés comían carne (hasta entonces se pensaba que eran veganos), que usaban palos para introducirlos en agujeros y atrapar termitas y –lo más importante– que eran incluso capaces de fabricarlos arrancándoles las hojas.

Este último hallazgo la convirtió en un fenómeno mediático, a la vez que despertó la suspicacia de gran parte de la comunidad científica. “Ahora deberemos redefinir las palabras hombre y herramienta, o aceptar a los chimpancés como humanos”, le dijo su maestro, el profesor Leakey. Hasta ese momento se pensaba que la fabricación de útiles era un rasgo definitorio de nuestra especie.

Con la fama también llegaron los titulares machistas, que pusieron el foco en esta atractiva joven, rubia y de largas piernas. “Algunos insinuaban que el resultado de mis meses de estudio se debía a la longitud de mis piernas. Era una estupidez, pero yo me aproveché de ello”, cuenta Goodall en el documental.

Gracias a que su foto apareció en todos los rotativos ingleses, el estudio recibió la financiación de la National Geographic Society. Con una sola condición: a partir de ese momento, cada paso que diese iba a ser grabado e inmortalizado por el fotógrafo Hugo Van Lawik, colaborador de la organización. 

“Al principio no me gustó la idea. Me había costado mucho tiempo que los chimps se acostumbrasen a mí. Ahora tendrían que hacerlo también a un hombre cargado con un aparato enorme”, confiesa con una mirada pícara. La realidad posterior fue muy distinta. Jane y Hugo encajaron tan bien que, cuando hubo acabado su trabajo, él no dudó en confesarle su amor por un telegrama y pedirle matrimonio. 

Su mayor decepción

Aunque gran parte del documental Jane se dedica a la conexión natural entre ella y su primer marido, y en cómo se apañaron para criar a un hijo en plena selva, lo más importante es la relación que surgió con su segunda familia: la de los chimpancés.

Desde el primer momento, debido a su falta de rigor científico y a su amor extremo por esta especie, la etóloga (estudió la carrera después de su primer viaje a Gombe) le puso nombre a cada uno de los ejemplares de su estudio. Su debilidad eran Barba Gris, el macho alfa de la comunidad, y Flo, la hembra más poderosa.

Esta referencia fue clave para introducirse entre ellos y descubrir que son animales extremadamente sociales, que dedican gran parte del día a acicalarse, que forman bandas organizadas para robar o atacar, y que tienen una dependencia maternal muy similar a la de los humanos. De hecho, una de las historias más duras de la cinta la protagoniza Flint, un chimpancé adolescente demasiado apegado a Flo. 

“Esa personificación no fue bien recibida en Cambridge, donde la atribución de emociones e individualidad a los animales no humanos no se consideraba etología, sino antropomorfismo”, explican en National Geographic. Pero Goodall, de nuevo, desafió los preceptos y convirtió su técnica en una escuela y su campamento en el Centro de Investigación del Río Gombe (GSRC por sus siglas en inglés).

Pero no todos los descubrimientos de esta época estuvieron marcados por la paz y la prosperidad entre la comunidad simiesca de Gombe y los humanos. Tras la guerra de los Cuatro Años, un periodo violento y oscuro para Jane Goodall, ella también tuvo que replantearse algunas de sus teorías.

“Cuando llegué, pensaba que los chimpancés eran más amables que nosotros. Pero el tiempo me ha demostrado lo contrario. Pueden ser igual de horribles”, escribió Jane en uno de sus libros. La científica observó que las luchas entre los machos alfa se saldaban con violencia física y una mezcla de maniobras políticas, y que las hembras podían llegar a matar a los bebés de la comunidad rival.

Nada de esto le hizo perder su pasión por esta especie y parte de su familia. Al revés, le hizo consciente de que los avances cognitivos del ser humano debían ponerse al servicio del resto de habitantes del planeta y no al contrario, como está ocurriendo. Desde entonces, la figura de Jane Goodall se asocia al activismo medioambiental, que ejerce predicando su ejemplo por cada rincón del mundo.

Acompañada siempre de su mono de peluche, con una mirada acuosa y una sonrisa amable, nos recuerda lo destructivos, peligrosos e irracionales que somos, y el legado lamentable que estamos creando para las generaciones venideras. 

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