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'Valerian y la ciudad de los mil planetas': el caro sueño de una 'Star Wars' francesa

Ignasi Franch

Hace cincuenta años, el guionista Pierre Christin y el dibujante Jean-Claude Mézières comenzaron a publicar Valerian y Laureline, una saga de cómics de aventuras y ciencia ficción. Mézières siempre ha defendido que sus obras sirvieron de inspiración de La guerra de las galaxias, e incluso dibujó una especie de cameo satírico en una revista, escenificando un encuentro entre sus protagonistas, Luke Skywalker y Leia Organa. Décadas después, Valerian y Laureline aparecen en la pantalla grande con la película francesa más cara de la historia.

Luc Besson, el director de El quinto elemento, Nikita o El profesional, ha liderado este proyecto que puede tener un cierto aire de reivindicación de la cultura nacional. Pero su realizador no es como otros autores franceses que han reelaborado la narrativa pop francesa. Besson no es el Alain Resnais que abría sus películas de arte y ensayo al mundo del cómic (véase La vida es una novela), ni tampoco es el Georges Franju de Judex o Noches rojas, que homenajeaba los seriales cinematográficos mudos de Louis Feuillade. Besson se ha acercado tanto a los códigos del cine masivo estadounidense que sus propuestas pueden verse como una cierta rendición al imperio cultural anglosajón.

Quizá Besson es simplemente mimético en algunas de las películas de su factoría EuropaCorp, en las cuales se involucra normalmente como productor o guionista. Ha saqueado tanto el cine estadounidense que incluso ha sido condenado por plagiar a John Carpenter. Pero cuando Besson se sienta en la silla del director, suele aportar algún matiz de excentricidad y estilo propio, aunque su obra reciente no tenga el aspecto revulsivo de la ya lejana ópera prima Kamikaze 1999.

Aunque Adele y el misterio de la momia pueda resultar más cercana al espíritu del cómic europeo, Valerian y la ciudad de los mil planetas supone un intento apreciable de diferenciación visual respecto al modelo hollywoodiense de ciencia ficción. Los implicados se inspiran en el cómic fantástico francófono, publicado en revistas como Metal Hurlant,  y ofrecen un digitalísimo tebeo de aventuras bastante creativo en el diseño de mundos.

El resultado puede tener mucha más estética que contenido, pero también parece más ingenuo de lo que realmente es: la abundancia de alienígenas zoomorfos, reminiscentes de Disney y sus animales parlanchines, contribuye a difuminar algunas pinceladas críticas.

Colonialismos en tiempos de 'war on terror'

Una fuerza misteriosa amenaza la seguridad de una antigua estación espacial humana reconvertida en una estructura donde miles de especies conviven bajo una especie de liderazgo humano. Dos jóvenes agentes, Valerian y Laureline, están entre los encargados de protegerla. En la línea de La guerra de las galaxias, la aventura y la acción se entrelazan con diálogos más o menos cómicos de deseos, discrepancias amorosas y soberanías femeninas. Al fin y al cabo, el cómic original fue concebido en pleno estallido de los feminismos de la segunda ola, y su versión cinematográfica se ha rodado en un momento de cambios posibles en la representación de las mujeres en el cine de acción.

En paralelo a los conflictos personales de los protagonistas, Besson y compañía también exploran otro tema tratado en los cómics, el colonialismo, en nuestro presente de autodenominada guerra contra el terrorismo. No se ensayan grandes ejercicios de perspectiva: a pesar de que desfilen decenas y decenas de especies alienígenas ante nuestros ojos, el protagonismo es para los humanos y sus problemas habituales de amor y seguridad. Eso conduce la narración hacia una visión clásica del cine de aventuras: nosotros y los otros.

El planteamiento, eso sí, es bienintencionado. Se eleva una advertencia sobre las víctimas colaterales de conflictos bélicos. A diferencia de otras alegorías sci-fi de la guerra contra el terror, como Star Trek: en la oscuridad, no se relata una guerra preventiva, pero sí algo parecido. Y comparecen, de nuevo, los militares muy proclives a disparar sin dar tiempo para emitir (o siquiera plantearse) preguntas.

Besson ha apostado por un cierto progresismo confuso en sus últimos trabajos: ha incorporaba un cierto barniz de empoderamiento femenino sexualizado en una saga virilísima (Transporter legacy) y ha guiñado el ojo a la juventud de las banlieues (Brick mansions).

Esta vez apuesta por la cooperación sin jerarquías entre hombres y mujeres, entre humanos y alienígenas, en un momento de rearme machista y de recelo hacia el otro. Lo hace con contradicciones: aunque Laureline sea una mujer fuerte, la relación entre los protagonistas parte de los moldes de un cierto sexismo. Y los autores no parecen reparar, por ejemplo, en que contemplan de manera acrítica una práctica muy imperialista: las operaciones militares encubiertas en territorios extranjeros.

Una 'space opera' quizá demasiado juvenil

Con su colorismo, sus dosis de humor, sus actores que son jóvenes pero parecen adolescentes, Besson parece dirigirse a un público muy joven. Cambiando las aventuras coloniales de toda la vida por la ciencia ficción con pinceladas críticas del colonialismo, el realizador pisa territorios parecidos a los explorados en la infantiloide Adele y el misterio de la momia. Su apuesta por una space opera evidentemente teen también puede recordar a El destino de Júpiter, de las hermanas Wachowski.

Todas estas películas han tenido resultados comerciales adversos, como si la audiencia sintiese un rechazo visceral a este tipo de oferta cinematográfica. Se diría que el público adulto puede gozar de fantasías juveniles, pero reclama que se produzca una cierta ocultación: que lo adolescente se disfrace con solemnidades nolanianas, o con violentas ironías posmodernas a lo Deadpool.

El impacto de la recientemente estrenada Spider-man: homecoming, con su protagonismo para un superhéroe de 15 años, sugiere que el aspecto desacomplejadamente teen de Valerian y la ciudad de los mil planetas no es el único problema. Hay espacio para propuestas de este tipo, pero quizá hace falta que hablen la lengua franca del cine anglosajón, y que usen referentes ampliamente compartidos como los universos de Marvel o Star Wars, para jugar la carta de la nostalgia, la memoria generacional y el reencuentro con personajes familiares.

Al partir de unos cómics menos conocidos por las audiencias globales, Besson no puede apelar a lo nostálgico. Y rehúsa asimilarse a las grandes tendencias del cine fantástico y superheroico. El francés acepta que su película es un pulp de coste millonario, un guilty pleasure para chavales y para adultos con espíritu de Peter Pan. Su empeño es bastante arriesgado en un contexto de ambigüedades calculadas y fingimientos de madurez.

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