El cine español se hace grande
Alberto Rodríguez, director de Grupo 7, muestra las marismas del Guadalquivir en este impactante thriller sobre la búsqueda de un psicópata como si fueran los tenebrosos pantanos de Luisiana, un espacio inseguro e insalubre que muchas veces hemos visto en el cine norteamericano, como la reciente Bestias del sur salvaje. La isla mínima transcurre en una época convulsa, 1980, cuando los continuos atentados terroristas, la inquietud y las amenazas de los mandos en los cuarteles y los resabios franquistas de políticos de la vieja guardia formaban un cóctel explosivo difícil de desactivar. Prácticamente desde la primera imagen estamos inmersos en un territorio peligroso y hostil, que parece que nos va a arrancar los huesos de la espalda, donde nadie quiere hablar y todos tienen mucho que esconder.
La extraña pareja
Acostumbrados como estamos a ver a Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo en papeles en las antípodas de los dos agentes que encarnan, los rostros de los policías que incorporan soberbiamente nos dejan conmocionados. Los dos se llevan mal con la realidad y la jerarquía. Casi odiamos al personaje arisco y enfermo de Gutiérrez (muy probablemente candidato al Goya al mejor actor) y también le comprendemos, un hombre que actúa violenta e ilícitamente en busca de la verdad pero que es capaz también de ternura y honestidad.
Más que resolver un caso de morbosas resonancias sexuales, los protagonistas se adentran en el alma humana, la de los presuntos implicados, en esas telarañas llenas de deseo y de obscenidad que parecen intrínsecas a su existencia. Para contar esta epopeya enrarecida, Rodríguez compone planos lentos, solemnes, incluso majestuosos que nos anclan a la pantalla, donde buscamos sin suerte un rastro de inocencia en los tipos retratados.
A pesar de la atmósfera tan densa, hay sitio para el humor en personajes como el del cazador furtivo que hace el novel Salva Reina y comentarios sarcásticos y agudos perfectamente insertados en la trama sobre la corrupción generalizada de las instituciones del postfranquismo, que entroncan sin chirridos con los acontecimientos que vivimos en la actualidad.
Otro ángulo de la Transición
En una película rebosante de escenas cumbre que cortan el aliento y de ese ambiente opresivo, nos asalta de pronto la belleza inmensa de unos parajes próximos a Doñana, donde los únicos seres libres son las aves de paso que disfrutan del agua, del sol, de una tranquilidad que solo es apariencia. El caciquismo y las relaciones de vasallaje están por encima de cualquier consideración política, de los nuevos usos democráticos incipientes por entonces.
Como ilustra el filme, el poder, a la altura de esos años de la Transición, todavía tenía que acostumbrarse a la convocatoria de huelgas en las fábricas, a los piquetes informativos y a las reuniones con los representantes sindicales. Negociando la subsistencia de todos y asegurando que cada uno esté en el lugar que le corresponde.
El espectador va a ir de viaje por estos submundos desasosegantes y perversos con los dos protagonistas, y la aparición puntual en papeles secundarios de Antonio de la Torre, Nerea Barros o el nuevo terror de las nenas, Jesús Castro, con esa pinta de joven bello e intrépido que ha desarrollado más ampliamente en El Niño. Todos son cómplices de los abusos que no se atreven a denunciar, sometidos a un miedo y a un dominio que les hiela la sangre. Ellos consiguen que La isla mínima sea potente como un western de los mejores años del género. En el que los asesinos son muchos aunque no empuñen un arma, en el que la maldad tiene múltiples caras y hay que estar muy despierto para jugar las cartas que nos convienen.