El día que los gremlins no pudieron acabar con la Navidad
Los gremlins tendrán una nueva oportunidad para acabar con las fiestas navideñas. Gracias a la nostalgia ochentera que no cesa, volverán este viernes 29 de diciembre a las pantallas cinematográficas para corear las canciones de Blancanieves y los siete enanitos y provocar muchos, muchos destrozos. Con el paso de los años, algunos efectos especiales habrán envejecido, pero el filme puede generar goce en la audiencia con su mezcla de cuento de hadas, terror y comedia negra con toques de sátira social.
Quizá algunos de sus méritos parten de la coincidencia de dos talentos complementarios. El productor fue Steven Spielberg, el rey Midas de Hollywood, que parece representar al típico niño educado en las certezas y los blancos y negros de los años 50. Por su parte, el director, Joe Dante, se había curtido en la factoría de serie B de Roger Corman, y miraba los paraísos perdidos de la América conservadora con pasión referencial (los guiños a películas de los años 50 y 60 son incontables en muchos de sus filmes) y, a la vez, con distancia burlona.
Spielberg fue el responsable de decisiones que se revelaron comercialmente acertadas, como dar más protagonismo a la entrañable y benévola mascota: el mogwai Gizmo. El resultado final sufrió cambios respecto al guion original, más oscuro, pero mantuvo algunas bromas macabras (como una historia de Kate, que explica su fobia a la Navidad) y dosis de violencia, incluida la famosa imagen de la explosión de un gremlin dentro de un microondas.
Junto con Indiana Jones y el templo maldito, Gremlins fue co-responsable de la creación de una nueva categoría dentro del sistema de clasificación por edades, la muy relevante PG-13 (similar al español “no recomendada para menores de 13 años”). La sugerencia, dicen, fue del mismísimo Spielberg.
Kingston Falls, paraíso en cuestión
Gremlins comienza como un cuento, con un padre que busca un regalo para su hijo en una Chinatown más propia de un tebeo retro. Y la narración sigue en coordenadas parecidas cuando la acción se traslada a la pequeña localidad de Kingston Falls, un paraíso de la América tradicional a punto de ser sacudido por una catástrofe navideña. Allí viven los jóvenes Billy y Kate, dos tímidos y modestos empleados bancarios que no acaban de decidirse a salir juntos. Ambos desprecian a Gerald, un compañero con madera de yuppie reaganista.
Billy y Kate representan una juventud americana sana y con los pies en el suelo. Él ejerce, de alguna manera, de padre de familia: a pesar de que sueña con dibujar, aporta su sueldo como cajero, mientras que su padre, una figura parcialmente ausente, es un inventor que viaja a la búsqueda de inversores y compradores de sus peculiares artefactos. La relación paternofilial recuerda, en tonos menos cáusticos, a un gag de Monty Phyton: “Típico público de Hollywood, los niños toman drogas y los adultos van en monopatín”.
El adulto se comporta de manera más infantil que el joven. De alguna manera, el protagonista es un buen loser, o esta es la mirada que parece proponer un Dante que, como es habitual en su filmografía, parece ponerse del lado de quienes son señalados como perdedores.
Por el camino, los responsables del filme villanizan de manera evidente a la oligarca local, deseosa de desahuciar familias y asesinar mascotas. Y ofrece una sátira amable (quizá demasiado amable) del lado excluyente de las comunidades cerradas, representado en la xenofobia delirante del vecino Futterman. No se oculta que este EEUU más tradicional tiene su lado oscuro. Y películas como Gremlins, Critters o Ghoulies, con sus monstruos anárquicos, quizá representaban estas ganas de demoler su fachada de perfección, aunque fuese en una ficción. O, quizá, de romper con las cadenas de la represión social: al fin y al cabo, los aviesos gremlins son desdoblamientos del angelical Gizmo.
Caos con final feliz
En este contexto de ciudad (casi) ideal, de convivencia solo comprometida por una malvada dickensiana y un modernísimo tiburón de los negocios, algo socava el statu quo. Y es, curiosamente, el obsequio entrañable por excelencia, el regalo de una mascota. Un animal perfecto, tiernísimo y adorable, debe mantenerse bajo unas reglas muy estrictas (no exponerla a la luz, no mojarla con agua, no darle de comer después de medianoche).
El incumplimiento de la norma hace que surjan los violentos gremlins. Y con ellos, el hedonismo sin freno, las borracheras, peleas y acosos machistas en el bar, el breakdance asimilable con las tribus urbanas que tan a menudo ejercían de amenazas a la seguridad en los thrillers ambientados en ciudades. Entre todo este desorden, relatado con un ritmo moderadamente alocado, se incluyen momentos cómicos de derrota institucional, como cuando el sheriff del pueblo pasa de largo mientras los monstruos asaltan a Santa Claus.
La audiencia, entusiasmada y admirada por las provocaciones de los gremlins, puede dudar en identificarse con los héroes o con ese huracán de energía destructiva. En todo caso, Gremlins no es una película antinavideña porque el final feliz pasa por el retorno al orden y la derrota de los monstruos. Aunque este happy end tenga cierta causticidad al incluir la muerte, más propia de un dibujo animado, de la oligarca local. E incluya, también, una llamada a la responsabilidad: una mascota no es un juguete y debe cuidarse atendiendo a las normas.
Dante perseveraría con una secuela más enloquecida, más referencial, que acabaría con un ácido apunte. Un millionario de la especulación inmobiliaria y los medios de comunicación, identificable tanto con Donald Trump como con Ted Turner, acaba entusiasmado con la idea de construir su propia Kingston Falls, su simulacro de la América tradicional. Con más o menos intención, Dante y compañía se burlaron de la posibilidad de reproducir el american way of life de los 50 (y sus reversos oscuros en forma de segregación racial, anticomunismo y pánico a la guerra nuclear) dentro del capitalismo hiperagresivo de Ronald Reagan y el primer presidente Bush.