Hipócrates pertenece a esa esfera de las películas que parecen haberse hecho solas, que como se sabe son las más difíciles de hacer. Su propuesta es una inmersión a pulmón libre en el sistema sanguíneo de un hospital, de la mano de Benjamin (Vincent Lacoste). Se trata de un joven médico de futuro prometedor que, durante su etapa como residente, va a ir comprobando que la teoría y la práctica solo se definen y cobran sentido en la confrontación. La réplica y el punto de apoyo se los dará a Benjamín el argelino Abdel (Reda Kateb), facultativo extranjero, con experiencia en la mochila, que debe pasar el MIR para que se le autorice a ejercer en Francia.
Antes de verla podemos pensar que Hipócrates zarpa coartada ya desde el título, en su mención al juramento al que muchos profesionales de la medicina se someten para encarrilar el desempeño de su labor. Pero, en cuanto la película empieza, se alía con el entredicho y pone en juego un tira y afloja entre faltas y deberes y autoridad y sentido común que van a modularla como ilustración viva y palpitante de una profesión cercana al sacerdocio.
Realismo limpio
Hipócrates está muy lejos de series como House o Urgencias y se muestra afín a esa tradición francesa de la ficción verista que se labra con aperos de documental y que hemos visto aplicada antes con éxito en títulos como Ley 627 (Bertrand Tavernier, 1992), un policial que con su convicción combatía los lugares comunes del cine comercial estadounidense mientras funcionaba en un mismo nivel de intensidad.
La semilla y primera causa de su verosimilitud se ha de buscar en la biografía de Thomas Lilti, escritor y director de la película. La lista de cineastas que han colgado la bata de médico para hacer cine es larga y está por confeccionar, pero Lilti no entraría en ella porque su trayectoria es inversa o al menos paralela: atraído por la profesión cinematográfica, se hace el sueco suponiéndola un canto de sirena y, como todo hijo de médico, se licencia en Medicina mientras va rodando algunos cortometrajes.
Su primer largo, Les yeux bandés, se descalabró en la taquilla de 2007, pero su confianza en las propias vivencias, la colaboración de los pujantes Vincent Lacoste y Reda Kateb y un rumor de entusiasmo desde que Hipócrates se mostró en el pasado festival de Cannes han convertido la película en un éxito que con su altura moral compensa fenómenos recientes y vergonzantes que, con sus negritos y sus paralíticos, nos hacían padecer por la buena salud del cine comercial francés.
Sentido y sensibilidad
Hipócrates es acumulativa en consonancia con el entorno en que se desarrolla. Las situaciones que presenta son todas las que pueden darse en el ámbito hospitalario, desde las negligencias eventuales hasta las trabas burocráticas pasando por los conflictos interpersonales, aunque éstos se basan antes en la gestión del compañerismo que en la incitación al conflicto.
Graduada con absoluta eficacia en el umbral entre el drama y la comedia humana, empieza y acaba siendo cine afectuoso, ligero, nutriente y no diremos sanador pero sí de muy buen rollo, que se posiciona sin sentimentalismos en el derecho a la buena muerte, que aprovecha para regañar a un sistema sanitario precario y desasistido y que tiene la habilidad suficiente como para integrar sus reivindicaciones en una historia de gente trabajando sin darse importancia, dudando todo el tiempo. Esa suma de logros hace que la película parezca haberse hecho sola, que provenga de un territorio fértil -aunque no muy espléndido- donde se diría que ha brotado con la sencillez impecable de una fruta del tiempo. Pero las películas no se hacen solas.
Si en la tarea del profesional médico está el paliar los males del cuerpo, en manos del cineasta está el consuelo del alma. Esta película la ha hecho Thomas Lilti, que es las dos cosas porque mientras se certifica como director de talento sigue en activo como doctor. Con ello refuerza su credibilidad en la industria del cine aunque en su consulta no hace alarde para que se le siga tomando en serio.
Benjamin, su protagonista en prácticas, saldrá de Hipócrates sabiendo latín, o al menos, tras debatirse entre los gajes del oficio y las contrariedades de la vocación, determinado a saberse él mismo un hombre firme en su cometido profesional pero responsable y comprometido con sus principios éticos. Dispuesto a una lucha donde tenemos las de perder, pero perder muy bien parados. Con un cine así, el diagnóstico es más que favorable.