¿Es el cine negro un género? Paul Schrader lo dudaba mucho cuando escribió su celebérrimo ensayo Notes on film noir a principios de los setenta. Aseguraba el guionista de Taxi Driver y Toro salvaje que, a diferencia del western o la comedia, el noir se define más en términos de atmósfera y estilo que de géneros. El cine negro, vaticinaba Schrader, perviviría a lo largo de las décadas siguientes, pero sólo se manifestaría en su plenitud en aquellas épocas de angustia urbana que creasen el caldo de cultivo necesario para que germinaran violentas e hiperestilizadas historias protagonizadas por desencantados antihéroes y voraces femme fatales.
Sucedió en su época dorada de los 40 y 50, como reacción al realismo de posguerra, y se repitió en los desencantados y violentos años 70. La industria norteamericana parece haber proyectado la incertidumbre de estos años de crisis mediante el recurso a otros géneros o a documentales en clave didáctica. Sin embargo, el cine negro sigue muy vivo en el siglo XXI, sólo que hay buscarlo en otras latitudes y formatos que prescinden de la nostalgia apolillada.
Amarillo sobre negro
Otro de los grandes teóricos del cine negro, el añorado crítico Roger Ebert, dijo que se trata de un estilo puramente norteamericano, porque ninguna otra sociedad estaba tan podrida como para crear un universo movido por semejantes hilos de fatalidad y traición. Todavía no se había producido el boom mediático del cine asiático, que en la última década se ha valido de los esquejes del noir para hacerse preguntas sobre su modelo de sociedad en tránsito.
Es algo que no esconde el hongkonés Johnnie To en Drug War, un thriller rodado en China que refleja la incertidumbre de un país a medio camino entre el comunismo oficial y la feroz realidad práctica del capitalismo. To ya había diseccionado con enfoque documental y misántropa visión el fenómeno de las triadas en Election (2005) y en la también reciente Blind Detective juega a mezclar el noir con la comedia y el terror.
Esta hibridación de estilos es habitual en filmografías asiáticas tan pujantes como la hongkonesa o la surcoreana, a veces hasta llegar a lo delirante, como advierte Jesús Palacios en Asia Noir. Serie negra al estilo oriental (T&B Editores, 2007), sólo que a veces los resultados les sacan los colores y también varios cuerpos de ventaja a sus homólogos norteamericanos. Memories of murder (Bong Joon-ho, 2003) pertenece sin duda al género negro, pero está ambientada en entornos rurales y carece de cualquier ornamento estilístico. Un atentado si nos atenemos a los fundamentos del canon, pero todo un ejemplo de cómo insuflar vida al noir sin recurrir a apolillados sombreros y gabardinas.
Park Chan-wook, autor de la famosa Trilogía de la venganza y de obras tan radicales como Oldboy, nunca escondió, en cambio, su deuda con el modelo occidental, desde Tourneur a De Palma, lo que entre otras cosas le ha valido para cruzar el Atlántico y dirigir en suelo norteamericano Stoker, un homenaje al noir hitchcockiano que cierra un círculo virtuoso. Los mercenarios del dictador Suharto también tomaron como ejemplo a las estrellas del cine negro clásico para aplicar sus mismos métodos de tortura en los años sesenta. Décadas después, recrean las matanzas ataviados con trajes de gánsteres de raya diplomática, como se ha podido ver recientemente en The act of killing. El impacto del documental ha abierto las puertas para que en Occidente sepamos del reciente florecimiento del noir en Indonesia, con títulos aclamados en festivales como Belenggu (Upi Avianto, 2013) y The forbidden door y Kala, ambas de Joko Anwar.
La era del hielo
El noir del siglo XXI ya no se inspira en las historias de detectives escritas por Dashiell Hammett, Mickey Spillane y Raymond Chandler. El relevo ha venido de la fría Escandinavia y autores como Stieg Larsson, Henning Mankell o Camilla Läckberg, cuyas historias policíacas hurgan en las cloacas del cuestionado Estado de Bienestar donde moran las mafias organizadas, el fascismo y racismo de nuevo siglo y los restos de la fiesta del capitalismo salvaje.
De Dinamarca, nombrado por la ONU el país más feliz del mundo en 2013, han brotado series como Forbrydelsen –The killing: crónica de un asesinato– o Broen –El puente, coproducida por Suecia–, que han sabido captar el angst del momento sumergiéndose en los rincones más oscuros de la psique humana y explorando la alienación de las modernas urbes sin alma. La televisión norteamericana ha tratado de no perder el tren de los tiempos simplificando el pathos de estas historias y trasladándolas a escenarios reconocibles, pero en el camino han perdido toda su fuerza y carga de profundidad.
La nación que parió el noir tiene que limitarse ahora con ir a remolque de sus herederos bastardos o bien, como siempre ha hecho, importar nuevos talentos y cruzar dedos para que se adapten a la maquinaria. Pero si en Hollywood esperaban que Nicolas Winding Refn les diese la fórmula del nordic noir, pueden esperar sentados. De momento, su justamente aclamada Drive no deja de ser un batiburrillo de subgéneros añejos como el cold L.A. Noir (cine negro y frío de Los Ángeles) o ese polar francés de Jean-Pierre Melville que glamourizaba la figura del delincuente. Con glamourizaba Sólo Dios perdona, de estreno este fin de semana en España y abucheada en Cannes, el danés insiste en la hiperestilización de la violencia sin renunciar del todo al noir. Eso sí, su asociación con Ryan Gosling nos ha servido de perlas para recordar lo falto que estábamos de personajes con carisma.
De máscaras y enigmas
Sam Spade o Philip Marlowe nunca fueron modelos ejemplares de conducta, pero disimulaban bien las carencias mediante frases cortantes y revólveres humeantes. Sus herederos en el siglo XXI están atrapados en una crisis de identidad. El protagonista de Drive, del que ni siquiera conocemos el nombre, sólo abre la boca cuando es estrictamente necesario. El resto del tiempo se limita a observar impertérrito, envuelto por un permanente halo de misterio. A falta de conocer detalles sobre su pasado, sólo se puede colegir que no se encuentra demasiado cómodo en este mundo. Es un ejemplo palmario de los nuevos antihéroes del cine negro, que se expresan más a través de acciones violentas que de palabras.
Los hieráticos Ryan Gosling y Christian Bale, capaces de expresar toda una gama de emociones sin que se les mueva un músculo de la cara, han dado vida a toda una serie de personajes maltrechos psíquica y emocionalmente que comparten unas cuantas características en común. Durante el día se refugian en existencias anodinas. Por la noche intentan transformarse en héroes con mayor o menor fortuna, a veces mediante el recurso a las máscaras, como certifica la trilogía de Batman de Nolan, una gigantesca opereta negra en tres actos.
El Trevor Reznik de El maquinista (Brad Anderson, 2004), fresador en una deprimente fábrica, sufre de un insomnio crónico que le mantiene en un estado de duermevela próximo a la locura. Pertenece a una estirpe de personajes en permanente reconstrucción. El modelo a seguir, claro, es Memento (Christopher Nolan, 2000) y ese agente de seguros que sufre un tipo de amnesia que le incapacita para formar nuevos recuerdos. De su mano asistimos a una reconstrucción de los acontecimientos que es cuando menos dudosa. La amnesia, uno de los motivos más empleados en el noir reciente, también conduce las narraciones de Shutter Island o Trance y, de paso, sirve a directores como Martin Scorsese o Danny Boyle para manipular las expectativas del espectador.
¿Adiós a la 'femme fatale'?
Bastante mejor parado ha salido en este siglo XXI el arquetipo de mujer fatal, o más bien lo que queda de él. El cine negro verbalizó en la posguerra el miedo a la entrada de la mujer en el mundo laboral y su creciente independencia emocional y económica mediante la creación de mantis depredadoras que arrastraban al hombre a la perdición. “¿Puede la femme fatale en el siglo XXI eludir el catastrófico final reservado a las descarriadas?, se pregunta Elisa G. McCausland, periodista especializada en cultura popular, citando al tríptico formado por Mulholland Drive (David Lynch, 2002), Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010) y Millenium: los hombres que no amaban a las mujeres (David Fincher, 2011).
“Mulholland Drive propone una nueva perspectiva: un espacio propio, inalcanzable, hermético, donde las identidades de las amantes protagonistas se disuelven; donde el universo asignado femenino es retorcido hasta que pierde la forma. Cisne Negro va un paso más allá. Aronofsky cifra su discurso en una búsqueda de la perfección que no es control, sino afán de trascendencia. Para ello la heroína de la historia ha de aceptar su sombra”. La Lisbeth interpretada por Rooney Mara, en cambio, “trasciende la moral establecida, la sistémica, y crea sus propias reglas, aunque oscile sobre su cabeza el amor romántico como trampa redentora”.
El noir escandinavo, en cambio, prescinde totalmente del arquetipo negativo en su búsqueda de retratos femeninos realistas. La Birgitte Nyborg de la serie danesa Borgen se convierte en la primera mujer en ocupar el puesto de primer ministro no precisamente por sus malas artes, sino por méritos propios, aunque no tarde en aprender que la codicia y la envidia no entienden de géneros. La inolvidable Sarah Lund de Forbrydelsen, sin embargo, con su despreocupado aspecto físico y su alergia genética a la burocracia, viene a tomar el relevo de los detectives que se volcaban en su lucha contra el crimen porque estaban emocionalmente muertos. El noir se renueva, pero algunas cosas nunca cambian.