'Millennium actress': ver en pantalla grande un 'Ciudadano Kane' del anime

Ignasi Franch

25 de febrero de 2021 22:19 h

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Satoshi Kon murió a los 46 años víctima de un cáncer de páncreas, pero su breve filmografía como director de anime no evita que sea considerado uno de los grandes del género. Artista de manga, colaboró en sus primeros años con el autor de Akira, Katsuhiro Otomo, en varios cómics, obras de animación y de imagen real (la poco conocida y difícilmente clasificable World apartment horror). Kon tuvo un debut sonado como realizador de largometrajes con Perfect blue, la historia de una artista multimedia que es víctima de acoso. El cineasta japonés solo pudo firmar tres películas más: Millennium actress, Tokyo godfathers y Paprika, detective de los sueños (a quien más de uno ha señalado como una posible influencia de Origen, de Christopher Nolan). Entre estos proyectos, también dirigiría la serie de animación Paranoia agent y el cortometraje Good morning.

Quizá esta escasez de obra como autor facilita una cierta veneración de la figura de Kon. Es complicado señalar pasos en falso desde su poderoso primer largo como realizador. Y su segunda película, ahora reestrenada en salas con el vigésimo aniversario de su estreno en el horizonte, difícilmente puede considerarse un retroceso. Kon y el guionista Sadayuki Murai perseveraron en algunos de los hallazgos de Perfect blue, como un cierto juego de confusión entre planos narrativos, y los convirtieron en columnas vertebrales de una propuesta estéticamente arrebatadora… cuyo contenido nace de un cierto idealismo pero termina lanzando hilos incómodos a la audiencia.

La premisa de Millennium actress es la realización de una entrevista: un documentalista y su operador de cámara se disponen a entrevistar a Chiyoko Fujiwara, una recluida estrella del cine que lleva años retirada. Ofreciendo a Fujiwara un objeto de simbología evidente, una llave, el realizador hace una invitación a la actriz para que explique su vida. Y descubre que su existencia ha estado marcada por un encuentro de juventud con un hombre desconocido, disidente político del Japón fascista. En su juventud, Chiyoko protegió a un pintor que huía de la policía. Desde entonces, ella dedicó todos sus esfuerzos a reencontrarse con él y a conservar la llave que este portaba.

Lo que es un enamoramiento juvenil, tan idealista como potencialmente naïf, deviene una obsesión y también una justificación de vivir una vida casi de espaldas del presente, de lo que entendemos como la realidad. Como en otras obras de Kon, aparece la posibilidad de la soledad extrema, de un autoaislamiento que resulta difícil determinar si responde a una elección vital libre, a un trastorno psiquiátrico… o a la posibilidad de que la sociedad haya enloquecido y la reclusión sea una respuesta razonable.

Viaje a un recuerdo (y sus ramificaciones)

Kon y su equipo exploraron el limitado núcleo dramático de Millennium actress a través de un planteamiento extremadamente dinámico. El relato está en movimiento (casi) perpetuo y se convierte en una historia de persecución de la sombra de una persona desconocida, de un deseo. La confesión autobiográfica de la protagonista se entrelaza completamente con las películas que protagonizó, en un uso muy particular (y cinéfilo) del recurso del narrador no fiable.

En la película se representan diversas situaciones recurrentes relacionadas con esta separación romántica, ubicándolas a lo largo de la historia de un país y de su audiovisual. Chiyoko evoca su vida como una carrera interminable a la búsqueda de un reencuentro imposible. La carrera tiene lugar entre los decorados, las convenciones y las situaciones características del cine japonés de todos los tiempos. Vemos a los tres personajes inmersos en escenas extraídas de películas propagandísticas de un imperio inmerso en una interminable campaña militar, de filmes de época sobre la represión ejercida por los señores feudales (con el Trono de sangre de Akira Kurosawa en el recuerdo), de ficciones sobre monstruos gigantes reminiscentes de Godzilla, e incluso de narraciones sobre la colonización del espacio.

Millennium actress tiene algo de experimento, pero no deja de ser un experimento con vocación comercial, inclusivo y lúdico. En todo caso, este talante lúdico no se materializa en un tono cómodamente dulzón, sino en algo más agridulce y conflictivo. La reconstrucción de un pasado a través de las entrevistas, además, puede recordarnos a la totémica película Ciudadano Kane, más aun cuando tenemos en cuenta la importancia adquirida por un signo (sea una palabra, “rosebud”, o un objeto, la llave de Chiyoko) cuyo significado se desconoce y se intenta reconstruir.

El hecho de que un enamoramiento juvenil surgido de manera azarosa y puntual puede empujar a asociar el filme con una cierta ñoñería. ¿Resulta inverosímil que la protagonista pase su vida aferrada al recuerdo de un posible amor a quien nunca conoció? El planteamiento de la película, basado en las situaciones recurrentes, subraya este aspecto de obsesión basada en deseos proyectados sobre un recuerdo, sobre un fantasma. Pero Kon y compañía no quieren cultivar y forzar la lectura lacrimógena, y ofrecen una obra con aristas y que puede sugerir reflexiones interesantes.

El realizador japonés no cultiva esa imágenes de malestar respecto a la sociedad contemporánea, de crítica más o menos feroz de costumbres, que aparece en Paranoia agent. En cambio, hermana los excesos del amor romántico con las heridas y los horrores de la historia colectiva de Japón. Su película también puede servir, de manera más bien involuntaria, de símbolo del rol históricamente secundario de las mujeres: la protagonista decide centrar su vida en los sentimientos que le despierta la idea de un hombre (artista, activista) a quien no conoce.

A la vez, Millennium actress nos habla del empeño (estimulante y, a la vez, destructivo) de alcanzar lo inalcanzable. Y resuelve la crítica posible de los espejismos del romanticismo con un regate a la tentación de criticar sin matices incómodos, de demoler sin contradicciones, ese modelo de amor. Porque, después de todo, a Chiyoko le gusta lo que ha vivido, aunque le haya supuesto muchas renuncias. “Después de todo, lo que más amo es perseguirle”, dice. Y Kon visualiza este viaje respetando esta complicada madeja de perseverancia, anhelo y un cierto sacrificio, de la posibilidad de que recibamos extrañas gratificaciones psicológicas cuando transitamos caminos más bien tortuosos.