Después de peleas irreconciliables entre amigos y familiares, traiciones varias, separaciones abruptas en medio de la nieve y unas cuantas lágrimas derramadas, llega, al fin, el momento cumbre de la película: los violines suenan cada vez más agudos, las bocas de los protagonistas están cada vez más cerca, nada de lo anterior importa ya porque se va a producir la culminación del amor. Y entonces a ella le sangra la nariz. Sí, a la protagonista le sangra la nariz porque no estaba excitada sexualmente sino a punto de sufrir un colapso mental de tanto pensar. A Emma, interpretada por una brillante Anya Taylor-Joy, le sangra la nariz ante la perplejidad del personaje que tiene enfrente y la del propio espectador, que no entiende a qué viene eso ahora si esto es una adaptación de una novela de Jane Austen; y como todo el mundo sabe, las novelas de Jane Austen son de amor, no de chicas a las que les sangra la nariz sin ton ni son.
El problema es que esto último no es del todo cierto: en las novelas de Jane Austen hay relaciones románticas, por supuesto, pero también existen muchas otras cosas que suceden en el ámbito doméstico; y aunque la mayoría de veces el amor está en el centro, nunca es lo más importante. O por lo menos no en tanto que sentimiento profundo desligado de las estructuras de poder –principalmente de clase y género– que determinan cómo se articulan las relaciones humanas.
La hemorragia nasal de Emma nos sirve como recordatorio de que sus obras sólo pueden entenderse desde la precisa práctica de la ironía. Para Jane Austen la vida familiar era la flor de la existencia, las conductas sociales y morales cotidianas de la clase media su principal interés, y la comedia el arma con el que mostrar el paternalismo con el que se trataba a las mujeres de su época.
Es precisamente este rasgo característico de su escritora el que ha querido destacar la guionista Eleanor Catton –la escritora más joven que ha ganado el prestigioso premio Man Booker–, junto con la directora Autumn de Wilde, en una nueva revisión cinematográfica de la que muchos consideran su obra cumbre. En esta Emma, recién llegada a los cines, vemos por primera vez escenas del libro tan incómodas y violentas como la que sucede en un picnic en el parque donde la protagonista humilla a Miss Bates por pura diversión.
Dejando a un lado algunos guiños muy claros a Emma en varias películas adolescentes de los últimos años (Clueless, Una rubia muy legal, Chicas malas), existían otras tres adaptaciones de la novela que reciben el mismo nombre: una miniserie de 1996, una película del mismo año con Gwyneth Paltrow y una serie de 2009 realizada por la BBC. En todas hay un esfuerzo deliberado por quitarle dureza y manías a la protagonista, algo que Austen no parece pretender en ningún momento si atendemos al texto de la novela original; pero que, sin embargo, casa a la perfección con las adaptaciones para la gran pantalla de otras dos de sus novelas, realizadas en esos mismos años y que tuvieron un gran éxito: Sentido y sensibilidad (1995) y Orgullo y prejuicio (2005).
Las dos, aquí sí, son dramas románticos con todas las letras, donde la pasión amorosa lo cubre todo, que contribuyeron asentar la imagen de Jane Austen como una escritora sensiblera, obsesionada con encontrar al hombre ideal, como si ella fuese un trasunto desdibujado de sus protagonistas.
Sin embargo, debatir sobre qué adaptaciones se acercan más al texto y al espíritu de la obra de Austen sería menos interesante que analizar a esta Emma de 2020 como un ejemplo más de una tendencia a celebrar: la fascinación de varias directoras (y algún director) por escritoras como Jane Austen, Mary Shelley o Emily Dickinson, y su capacidad para volver a hablar de sus obras desde una perspectiva feminista. El resultado de esta tendencia no es un ejercicio de nostalgia vacía o una revisión comercial de los clásicos –en la manera que ha ocurrido por ejemplo con las recreaciones de las películas clásicas de Disney–, sino un lectura más rica, y sobre todo, alejada del marco patriarcal que ha encorsetado sin remedio a estas escritoras y su sobras.
Parece lógico que quienes han crecido con unas adaptaciones que hoy están lejos de su sensibilidad generacional y política vuelvan ahora a las fuentes originales, cuestionen tanto la moral doméstica de su época como la supuesta naturalidad de los sentimientos y saquen sus propias conclusiones; incluso si esto supone manipular las obras en la dirección opuesta, alejarse del original, introducir anacronismos estéticos o ser infiel a las biografías de estas escritoras.
Sobre Emma, la crítica se ha afanado en señalar que se trata de una “modernización” del texto, que busca presentar algo así como una Emma millennial, aunque su directora haya declarado en varias ocasiones que lo que pretende es humanizar al personaje, hacerlo más ambiguo y acentuar así la causticidad de Austen, quien estaba lejos de encumbrar el ideal de feminidad victoriano o de presentar una dicotomía simple entre matrimonio por amor y matrimonio concertado.
Además de Emma, ejemplos de esta tendencia podemos verlos en la película Amor y amistad (2016) de Whit Stillman, también sobre una novela de Jane Austen, Mary Shelley (2018) de Haifaa al-Mansour o Colette (2018), con guión de Rebecca Lenkiewicz. Pero sin duda el ejemplo más paradigmático es la adaptación de la directora Greta Gerwig de Mujercitas (2019), la novela de Louise May Alcott, en la que sin alejarse de la obra original, ni plantear una lectura totalmente alejada de las versiones cinematográficas previas, consigue imprimir una mirada crítica a las estructuras patriarcales de la época.
Las adversidades que tienen que superar las protagonistas no son solo una excusa para el desarrollo de su carácter, sino que se convierten en el tema central de la película. Los devaneos sentimentales de Jo March y sus hermanas quedan relegados a un segundo plano, no porque Gerwig transforme Mujercitas de arriba a abajo y la convierta en un panfleto feminista, sino porque en su aproximación las protagonistas no solo se definen y hablan en relación a los hombres, ni pivotan alrededor de sus relaciones románticas.
En este sentido, la versión más atrevida que se ha hecho –y que más ha indignado a la crítica– es una serie juvenil dirigida por Alena Smith y estrenada el año pasado sobre la poeta Emily Dickinson. No puede negarse que en este caso las licencias de la autora son incontables, pero tampoco hay afán alguno de ocultarlo: si lo poco que conocemos de la vida de una autora que no publicó prácticamente nada en vida es que pasó la mayor parte de su vida recluida entre cuatro paredes, en Dickinson (Apple TV) esta imagen queda transformada en una protagonista que se manifiesta feminista, desenfadada e inconformista.
Un día se disfraza de hombre con una amiga para colarse en una clase de la universidad y al siguiente monta una fiesta en su casa para ponerse hasta arriba de opio con sus amigos. Con todo, la comedia no llega nunca a perder de vista el personaje que está retratando: muchas escenas nos muestran a una Emily hablando con la muerte, escribiendo sus poemas y enfrentándose a la dificultad de no poder publicarlos. Lo que queda claro es que la cuestión de hasta dónde es lícito tergiversar una figura clásica no parece importarle en absoluto a Alena Smith, mucho más interesada en brindarle un homenaje a la poeta en forma de producto comercial.
Igual que la serie funciona en cuanto que cumple el objetivo de acercar al público joven a una autora que nació hace casi 200 años, también ha sido un blanco fácil para los puristas. “Emily Dickinson no parece ser la figura histórica más adecuada para una revisión feminista”, comenzaba en su crítica Adrian Horton en The Guardian, donde argumenta que, a pesar de que puede ser provechoso innovar desde la comedia los biopics de las grandes figuras de la literatura y mostrar las restricciones de su época, lo de convertir a una Dickinson en una mujer que odiaba a los hombres –literalmente podemos escucharla esgrimir en una escena que “los chicos son estúpidos”– es ir demasiado lejos.
Lo que molesta, en realidad, no es solo una cuestión de elección de palabras, también tiene mucho que ver con la falta de ese estilo profundo. Por eso, para entender este tipo de planteamientos deberíamos pensar en estas nuevas versiones no solo como una relectura del texto original que rescata aspectos perdidos de la obra, sino también como una reacción feminista a los recursos estéticos y narrativos que copaban hasta ahora estas adaptaciones. Si pensamos en la lluvia de productos audiovisuales que se han hecho sobre Jane Austen, quizá lo más evidente es la tendencia a despolitizar las relaciones y encorsetarlas en un romanticismo inofensivo en el plano estético, ajustando las novelas a las convenciones del llamado “cine de tacitas”: una calificación despectiva que se refiere a los films que promocionalmente se dirigen a las mujeres, ocurren en el hogar, cuentan con un argumento que orbita en torno al matrimonio, y sobre todo acaban con un final que parece decir: llorar durante dos horas ha merecido la pena pero ahora tienes que ir a hacerle la cena a tu marido.
Gerwig, De Wilde o Smith nos muestran, en cambio, que se puede contar una historia de época, escrita por una mujer y centrada en personajes femeninos de la alta sociedad, con un montaje trepidante, cortes violentos, colores saturados, escenas incómodas y miradas a cámaras que interpelan al espectador. En cuanto a la música ya no solo escuchamos tintineos discretos ni melodías al piano: a Dickinson, por ejemplo, le acompañan de fondo Billie Elish, Lizzo y muchos otros artistas contemporáneos –un recurso que recuerda a la Maria Antonieta de Sofia Coppola–, mientras que en la Emma de De Wilde escuchamos las composiciones de Isobel Waller-Bridge, autora de la banda sonora de Fleabag.
Asimismo, podemos apreciar en el vestuario una distancia marcada con el tono refinado y conservador que la industria ha asociado al “cine de tacitas”. Las nuevas versiones prescinden de la delicadeza ornamental, e incluso se permiten atentar contra la verosimilitud, siempre que esto juegue en favor de la construcción narrativa del relato: a los personajes más estrafalarios se les reservan los trajes más estrafalarios –que muchas veces parecen salidos de una película de Tim Burton o de Wes Anderson– y ellas, aunque siguen llevando ropa incómoda, se quejan por tener que hacerlo. Nada de minuciosidad, ritmos pausados y largas escenas que recorren los campos ingleses: las Mujercitas siempre están en movimiento, algo despeinadas, corriendo, hablando sin pausa y bajando rápidamente las escaleras.
La pregunta que martillea de fondo en las críticas de estas nuevas adaptaciones es hasta qué punto es lícito alterar el texto y el espíritu de la obra original. ¿Le hubiera gustado a la autora esta nueva versión? ¿Es representativa de lo que quería expresar cuando escribió la novela? Sin embargo, en la mayoría de casos es una pregunta trampa, pues salvo momentos muy puntuales, películas como Emma o Mujercitas se ajustan palabra por palabra a los diálogos de la novela.
En realidad, lo que se cuestiona es que estas nuevas directoras opten por alejarse de los cánones estéticos e ideológicos mediante los que se han filtrado tradicionalmente las obras de Austen, Dickinson o Alcott, y lo que se debate es más bien si a la Jane Austen romanticona del imaginario patriarcal le gustaría esta nueva Emma. Y la respuesta, claro, es que no.
Al romper con las expectativas, e incluso con las categorías desdeñosas como la de “cine de tacitas”, que intentan arrinconar este tipo de obras como un género menor, el gesto de estas nuevas directoras es percibido como algo radical o impropio. Pero en el fondo no hacen más que seguir con un movimiento de ruptura que ya se ha dado también en el mundo de la literatura, donde a pesar de ser autoras consagradas e inmortales, a Austen, Dickinson y tantas otras se las seguía menospreciando a través de múltiples mecanismos de machismo literario –como muy bien describió Joanna Russ en Cómo acabar con la escritura de las mujeres–.
Para algunos, es más fácil pensar en una Jane Austen que preferiría que a Anya Taylor-Joy no le sangrara la nariz, en una Joe March que no fuera tan deslenguada o en una Emily Dickinson que no despreciara cual adolescente engreída a los chicos. El canon prefiere que se queden donde están, en los márgenes, con la música cándida sonando de fondo y un beso final deslumbrante. Pero si rechazamos que su versión sobre estas escritoras es la única correcta, que ellas fueron tan importantes y tan difíciles de definir como sus homólogos masculinos, tenemos que celebrar también estas nuevas revisiones porque las trata precisamente como lo que son: mujeres y obras llenas de recovecos sobre los que debatir aun en nuestro siglo.