Apoyada sobre todo en las interpretaciones y rodada en blanco y negro, en formato cinemascope, Nebraska se ha colado en la carrera al Oscar a la mejor película de este año, copando seis nominaciones. Es la opción sobria frente a competidoras como Gravity, El Lobo de Wall Street, 12 años de esclavitud o La gran estafa americana. Frente a ellas ellas, Nebraska cuenta a su favor con una historia excepcionalmente trabajada donde brillan sus actores y las emociones juegan un papel fundamental.
Woody Grant (Bruce Dern) es un hombre casi octogenario que está de vuelta de todo. Machacado por síntomas de Alzheimer que le van dejando lagunas y ruina personal, se siente ganador de un gran premio al haber recibido una carta para comprar libros. La carta pone claramente que ha ganado un millón de dólares y él se lo quiere creer. “Me dicen que he ganado”, insiste Woody a su mujer (June Squibb) y su hijo David (Will Forte). Es imposible hacerle creer que está equivocado y que solo se trata de un timo promocional.
El espectador no tiene dudas: el premio de la lotería es un simple MacGuffin, la excusa para que Woody y David emprendan un viaje iniciático para conocerse de verdad. El ciclo de la vida sigue su curso y los hijos en la treintena parecen olvidar a sus padres, que siguen su hueca existencia. Y ahí es cuando David se da cuenta que aún puede hacer mucho por este anciano cascarrabias al que una vez quiso y que ahora parece un extraño para él. El viaje -físicamente hablando- empieza Montana, en la ciudad de Billings, y llega a su fin en Lincoln, capital de Nebraska.
Recordando vagamente a 'Una historia verdadera'
Esta road movie disfrazada de melodrama familiar encuentra predecesora en Una historia verdadera, la menos lynchniana de las películas de David Lynch. Hay en ambas un personaje de avanzada edad que debe cumplir un objetivo concreto, antes de que llegue su final y ponen todo su empeño en conseguirlo. Pero, mientras en la de Lynch la excusa del viaje era el reencuentro familiar del protagonista con su hermano, en Nebraska la excusa es ese prosaico millón de dólares a la lotería. O, mejor dicho, la convicción de haberlo ganado.
Las obras más conocidas de la filmografía de Alexander Payne -incluyendo Entre Copas, Los Descendientes y Nebraska- tienen como nexo la reconexión familiar y el viaje iniciático. Los Descendientes trataba un divorcio al borde de la muerte con engaño amoroso incluido, pero el tono era amable, con la familia como vehículo de salvación. Nebraska profundiza más en las relaciones paterno-filiales, pero sin caer en la cursilería.
El tono de la película está marcado por sus conversaciones. El trayecto sirve para que padre e hijo se hablen con el corazón en la mano y se digan cosas de este calibre:
-¿Papá, para qué quieres tú un millón de dólares?
-Para comprarme una camioneta nueva.
-Una camioneta no cuesta tanto ¿para qué quieres el resto?
-Eso es para dejároslo a vosotros
-No lo necesitamos, papá. Estamos bien.
En esas charlas hay detalles asombrosos de cinismo y humor. En la crisis sentimental del joven David se ve reflejado el matrimonio plagado de incomprensiones de sus propios padres. Así le pregunta a Woody, entre cerveza y cerveza:
-¿Estuviste alguna vez enamorado de mamá?
-En el pasado sí, supongo.
-¿Pensaste en separarte al dejar de quererla?
-¿Para qué? Hubiera encontrado a otra pero me hubiera dado el coñazo igualmente.
Pero no solo hablando se conoce a uno de tus parientes más cercanos. David llegará a convivir con vecinos y familiares de su padre -tíos y primos que le son aún más lejanos que muchos desconocidos- y, por casualidad, conocerá a una antigua novia de su padre. Todos ellos le ayudarán a construir una visión más intima de un hombre al que ahora sí querrá de verdad, quizá por primera vez en su vida.
Payne es oriundo de Omaha (Nebraska), la segunda ciudad de la región tras Lincoln, capital del estado y donde acontece buena parte del filme. La ciudad es representativa de los valores conservadores que se mantienen en muchos lugares de EE.UU. Por eso Payne quiere que el protagonista tenga allí sus orígenes y será el lugar al que volverá junto a su hijo. Los familiares les acogen con desinterés hasta que Woody dice a todo el mundo que ha ganado la lotería. Todos le intentan pedir viejas cuentas, los vecinos le dan la enhorabuena pero le envidian, florecen las rivalidades y desconfianzas...
Payne parece querer avisar sobre cuidar las relaciones presentes ante la fugacidad de la vida. Porque realmente ¿de qué serviría ganar tanto dinero que casi no da tiempo a gastar cuando ya se está en la ancianidad?
Bruce Dern, en el punto de mira
Aunque el reparto esté a gran altura (William Forte, June Squibb, Bob Odenkirk, Stacy Keach) es el personaje de Woody (Bruce Dern) el que brilla sobre todos. El declive físico y especialmente psíquico del personaje se torna real en Dern, quien retrata a ese viejo cabezota del que es difícil desengancharse. Se resigna a dejar de beber y sigue soñando con su camioneta nueva. Casi ni le importa recuperar aquella cosechadora que prestó hace décadas a quien fuera uno de sus mejores amigos. Lo que quiere es que le dejen en paz y hacer lo que le apetezca, como tomarse una cerveza fresca. Su única ilusión es ir a recoger su “premio”, y aunque nadie le haga caso y no pueda conducir, está dispuesto a llegar a su destino a toda costa.
Dern, que ha trabajado con grandes directores como Hitchcock (Marnie la ladrona, La Trama), Coppola (en esa rareza llamada Twix), Sidney Pollack (Danzad, danzad, malditos) o Elia Kazan (Río salvaje) no para de mostrar alabanzas a Payne: “Nunca me han dado un papel tan fabuloso en toda mi carrera”. A sus 77 años vuelve a estar nominado a un Oscar por una interpretación. Es la segunda vez tras El Regreso (1978) aunque aquella ocasión fuera por un papel de reparto. Parece estar en racha porque ha confirmado que repetirá con Tarantino en The Hateful Eight, nuevo proyecto del realizador.
Junto a Dern son William Forte y June Squibb quienes han copado nominaciones a los Globos de Oro y los Oscar. Su mayor éxito y el de Payne es haber hecho creíble una cinta que, pase el tiempo que pase, se tornará clásica y de obligada recuperación en momentos futuros.