'Un día de lluvia en Nueva York', la cinta tormentosa de Woody Allen no llega ni a chirimiri
Hay películas que causan un revuelo exagerado incluso antes de su estreno, pero el resultado bien lo merece. Ese es el caso del Joker, con el FBI desplegado a la entrada de los cines confiscando máscaras de payaso como si fuesen pistolas y con la crítica preocupada por un posible efecto espejo de su violencia en la sociedad. Más allá de polémicas, se lo merece porque su visionado no deja indiferente a nadie, para bien o para todo lo contrario. Pero ese no es el caso de la última de Woody Allen, que llega este viernes a nuestros cines.
Si el año pasado no hubiese sido el más dramático de su trayectoria, Día de lluvia en Nueva York habría caído hacia el lado de las películas menores del de Manhattan sin aspavientos. Pero se ha hablado tanto de la película maldita de Allen, la que Amazon tiró por la borda cuando el #MeToo no miraba y que no tiene distribución en Estados Unidos, que su llegada a las salas europeas es un acontecimiento que le queda demasiado grande.
Han pasado dos años desde que Dylan Farrow apareció en un programa de televisión narrando en prime time lo que lleva denunciando décadas: que su padre adoptivo, es decir Woody Allen, abusó presuntamente de ella cuando tenía siete. Lo que cambió aquella vez fue que la industria de Hollywood dejó de hacer oídos sordos y empezó a lanzar acciones directas contra el director.
Las más mediáticas fueron tomadas, precisamente, por los actores y productores de su nueva cinta. Selena Gómez y Timothée Chalamet, ambos protagonistas, así como Rebecca Hall, secundaria, donaron sus sueldos a la plataforma Time's Up. Además, Amazon canceló un acuerdo para cuatro proyectos, incluido Día de lluvia en Nueva York, por el que Allen ha exigido una compensación de 64 millones de dólares.
Mientras que Café Society inauguró Cannes y Wonder Wheel cerró el Festival de cine de Nueva York, todo lo que rodeaba a la nueva película rozaba lo macabro. Incluso se llegó a filtrar que narraba una relación sexual entre un cincuentón, interpretado por Jude Law, y una quinceañera a la que encarnaba la joven Elle Fanning.
No habría sido la primera vez que el neoyorquino aborda idilios entre mujeres menores de edad y hombres talludos en su cine, como demuestra su aplaudida Manhattan (1979), pero esta vez los medios estadounidenses no perdieron la oportunidad de relacionarlo con la resucitada polémica de su hija adoptiva.
Además, la noticia llegaba después de la incendiaria investigación del Washington Post, “Leí décadas de notas privadas de Woody Allen y está obsesionado con las adolescentes”, lo que resultaba de lo más jugoso. Pues bien, nada de eso ocurre en Día de lluvia en Nueva York.
Aún no se sabe si el director pulió el guion ante la tormenta o si, en el fondo, la turba deseaba ver los sucios deseos que se le atribuyen reflejados en su película. Para bien y para mal, pues el resultado es tan anodino que termina siendo insípido, es solo una más. De esas que comienzan con un jazz suave, una pantalla en negro y unas letras blancas dibujadas en tipografía Lienzo que rezan “dirigida por Woody Allen”.
Ficción sin berenjenales
El director no esconde que todo en Día de lluvia en Nueva York suena a nostalgia. No le gusta la gran manzana actual, devorada por pequeños establecimientos que se hacen llamar hipsters mientras cobran los desayunos a precio de diamantes y, por supuesto, no le gusta la juventud actual, tan centrada en sus teléfonos móviles que se olvida de fumar en boquilla, de pasar la tarde en un museo y hasta de ir al cine. Por eso ha decidido inventarse ambas en su nueva película.
Timothee Chalamet es Gatsby Welles, un joven criado en el Upper East Side que rechaza sus raíces snobs mientras sueña con pasar una noche en la Metropolitan Opera y con soltar billetes verdes al pianista de uno de los clubes más selectos de la ciudad. En otras palabras, Gatsby es el papel que Woody Allen habría escrito para sí mismo si no fuese demasiado viejo como para interpretarlo.
Al lado del antihéroe ha colocado a una Annie Hall. Ashleigh (Elle Fanning) es una criatura pura y burbujeante que choca frontalmente con el pesimista, cuadriculado, irónico y escuálido Gatsby, que está perdidamente enamorado de ella.
Juntos viajan a Manhattan por un encargo del periódico de la universidad a la que ambos asisten. Para él, es la oportunidad de fundirse con su amada bajo la lluvia de Nueva York, pero para ella es algo más serio: la oportunidad de entrevistar a un gran director y de conseguir su propio scoop (primicia).
Aunque al principio le apoya, la ambición y las inquietudes de Ashleigh pronto se convierten en un estorbo para Gatsby y las ridiculiza de la misma forma que Alvy hacía con las de Annie al sentirse abandonado. La comparativa habría tenido su gracia si no fuese porque el personaje femenino termina descuidado en la trama mientras que varios hombres mayores la manosean intelectual y físicamente.
En la pantalla, los escarceos de ella con un director fracasado, su guionista y el latin lover de Hollywood se presentan como las aventuras de una chica paleta de Arizona en busca de una portada para un periódico de juguete. Pero en realidad, Ashleigh cae en los peores clichés de la Manic Pixie Dream Girl. Y aunque Gatsby no sale mejor parado por pecar de caprichoso, al menos Allen le ofrece el respiro de conocer a la fantástica Shannon (Selena Gómez).
Ella es lo mejor que ha salido de Día de lluvia en Nueva York y de lo único que Allen podría sentirse orgulloso (además de la fotografía, obra y gracia de Vittorio Storaro). Shanon es un soplo de aire fresco entre sus últimos personajes femeninos. De humor ácido sin parecer cargante, es la única que no parece sacada de unos falsos y dorados años 60 y que se acerca mínimamente a la juventud de hoy en día.
Aún así, los tres benjamines de la cinta son los únicos roles en los que se intuye un poco de esfuerzo por parte del guionista. Todo lo demás es vago y repetitivo. Desde las bromas de prostitutas de lujo y mamadas judías, hasta las situaciones de conflicto que describen por encima infidelidades, crisis artísticas, prometidos con alergia al altar y latinos promiscuos.
Por último, el final de cuento de hadas es la prueba de que el octogenario no está para berenjenales y, aunque no molesta, se carga algunos de los grandes atractivos del cine de Woody Allen. Él, que siempre se ha jactado de huir de las certezas, ha terminado sumiendo a sus personajes en un rosario de tramas predecibles.
Quizá sea su particular consuelo. “La realidad es una pesadilla. La ficción la puedes controlar”. Y, cuando la vida real es un cúmulo de incertidumbres, todo lo que quiere él es habitar un Nueva York de cartón piedra, pianos y cigarrillos con boquilla donde, con seguridad, siempre caerá un chaparrón para levantarle el ánimo.