Se nos acaba la paciencia. Los titulares nos envenenan, los semáforos en rojo nos llenan de ira, el camarero que no nos atiende, la abuela que tarda en cruzar o el niño que no para de llorar. Y esa gota que casi colma el vaso. Llegamos a casa y apenas nos quedan fuerzas para gritar al televisor cuando aparece el incompetente de turno escupiendo barbaridades. Y en este punto de cabreo social, cuando la olla a presión está a punto de estallar, llega Damián Szifrón con el último gran acontecimiento cinematográfico: Relatos salvajes. Una antología de seis cortos que se nutren del cabreo comunitario y estallan en la cara del espectador como una despiadada y brutal comedia negra.
“Vivimos en un mundo que a mucha gente le oprime y le deprime y algunos explotan. Esta es una película sobre los que explotan, pero es que todos entendemos a los que explotan”, dice Szifrón. En el primer cuento, titulado Pasternak, el director establece el código de su película. Un violento preámbulo que anticipa el inteligente y mordaz sentido del humor que sacude todo el filme. Casualmente todos los pasajeros de un avión conocen al mismo tipo. También, casualmente, todos ellos han tenido a lo largo de su vida algún desprecio con este tipo.
Entonces el avión comienza a descender a una velocidad endiablada. El público aplaude y ríe la venganza, el acto de tomarse la justicia por su mano. Da igual el grado de violencia al que acuda el personaje. Estamos deseosos de revolver las entrañas de la sociedad y que por un rato nos toque a nosotros pisotear al prójimo. “Todos tenemos un avión que llenar”, sentencia Szifrón. Hasta ahí llega el hartazgo. Estamos ante un divertido experimento sociológico: “Es una especie de muestreo de cómo podrían ser las cosas si no estuviéramos tan domesticados”, palabra de Ricardo Darín, uno de los protagonistas de la película. “Es bueno que estemos tan bien educaditos pero en algunos casos uno piensa: ¡Cómo tardamos tanto en levantar la voz!”.
Como ‘Un día de furia’, pero mejor
El tono de la película es negro, pero no sólo por su humor, también por su forma. Damián Szifrón rueda con rabia y habilidad cada relato. “Se ha permitido una especie de festín como cineasta”, declara Darín sobre su director. El western, el thriller, la tragicomedia o el costumbrismo se van entremezclando en cada relato mientras que, por momentos, se vislumbra la pelea de cierto realismo mágico con la débil línea de la verosimilitud. Lo que nunca es esta película, aunque lo pueda parecer, es una revisión capitulada de Un día de furia.
En Relatos Salvajes hay una acumulación del disgusto, una incomodidad social sistemática y en algunos casos una planificación del crimen, del estallido. En el corto titulado La propuesta hay una audaz descripción de la corrupción, una de las peores enfermedades de nuestra democracia. En este relato Szifrón dibuja con maestría el paso que da cada personaje en ese embarrado territorio viciado de sobornos y tejemanejes. Este complejo análisis de la sociedad no existe en la película de Michael Douglas, donde el protagonista sufre una explosión demasiado visceral con unas consecuencias tremendamente injustas a ojos de cualquiera que no sea un psicópata.
Una escalada de violencia
El director se nutre de la credibilidad de unas cuantas cuestiones reales para poder transgredirlas. Después lanza al vacío esas situaciones y las convierte en sátiras o fábulas grotescas. En algunos relatos cuesta encontrar tu sitio frente a la situación y esto es porque el director tiene la inteligencia de promover una movilidad dentro de la empatía, sigues a uno de los personajes hasta que dejas de estar de acuerdo con sus actos y entonces pasas a seguir a otro.
El más fuerte es el relato que mejor ejemplifica esta audacia de Szifrón. En él dos conductores mantienen una batalla a muerte. No entendemos muy bien si todo empezó por culpa de Leonardo Sbaraglia, el tipo del coche caro, o del otro conductor. Y en un momento dado se pierde de vista la razón. “En los conflictos históricos ocurre lo mismo, de repente nadie se acuerda de cuál fue el detonante pero por otro lado nadie está dispuesto a renunciar. Entonces se desencadena la violencia más cruel y absurda y perdemos todo. Las razones, los objetivos, la humanidad. No queda nada”, explica Darín.
El director nos divierte pero también nos desenmascara. Nos obliga a pensar qué provoca ese desquicio colectivo. Hace que miremos dentro de nuestra cabeza y reconozcamos en qué punto colaboramos con lo mismo que criticamos.
Risas histéricas que servirán como bálsamo
No es habitual que Cannes deje entrar en su sección oficial una película tan generosa con el público, tan rabiosamente divertida. Pero a pesar de todo el encorsetado grupo de periodistas que acudió al festival no tuvo ningún problema a la hora de aplaudir cualquiera de los malvados gags que habitan en la cinta.
Para Darín, fue una hábil jugada del director del festival: “Quiso desempolvar y desacralizar un poco las líneas tradicionales de Cannes”. Como era de esperar el palmarés la ignoró. “Yo siempre fui escéptico, aunque el jurado se divirtió al verla a la hora de poner su voto sabía que iban a elegir otra película por aquella cosa solemne de ir por el lado del cine”. Pero lo bueno es que la película tiene una evidente conexión con el espectador y no tardó en venderse a todo el mundo.
Se nos acaba la paciencia. Los aplausos y las risas histéricas hacia este feroz producto cinematográfico son el reflejo de nuestro cabreo. Estas explosiones cotidianas juegan a ser nuestro consuelo pero también pueden ser la chispa que encienda la mecha. “El arte tiene cierta capacidad transformadora, no alcanza para cambiar el mundo pero sí para iluminar determinados conflictos”, dice su director. “Pedirle a una película que funcione como un bálsamo es pedirle demasiado”, opina con más prudencia Ricardo Darín. En cualquier caso estamos ante un filme provocador, insólito y muy negro que impactará ya sea por su humor o su tragedia.