Policías y ladrones en el audiovisual del franquismo: entre la afirmación del sistema y la pincelada crítica
¿Qué podemos rescatar y qué conclusiones podemos extraer del muy abundante crisol de películas diversas sobre policías, ladrones y detectives rodadas en el periodo central del franquismo? La edad de oro del cine policíaco español 1950-1963 (Calamar Ediciones), un volumen colectivo coordinado por los ensayistas Antonio José Navarro (El imperio del miedo: el cine de horror americano post 11-S) y Juan A. Pedrero Santos (Filmando la crisis), supone un acercamiento exhaustivo y también abierto a estos filmes.
A los artículos de ambos escritores, extensos y desbordantes de referencias, se les suman las aportaciones de habituales de la crítica y el análisis cinematográfico como Tonio L. Alarcón, Elisa McCausland, Diego Salgado, Jose Luis Salvador Estébanez y el académico Francesc Sánchez Barba (autor del libro Brumas del franquismo, el auge del cine negro español). Todos ellos abordan diversos temas, desde las bicapitalidad Madrid-Barcelona del género a las relaciones establecidas entre este audiovisual, la literatura, el teatro o los seriales. Según Navarro, “todos teníamos claro que teníamos que deshacernos de los clichés y prejuicios, y todos han hecho un trabajo extraordinario, pero quizá quienes aportan una mirada más nueva son McCausland y Salgado cuando hablan del tratamiento de las mujeres en estas películas”.
En el capítulo firmado por el mismo Navarro, este se cuestiona si los filmes que estudia son conductores de ideología hegemónica o un mecanismo transgresor. El debate no solo causa reacciones contrapuestas entre los organismos censores, la crítica o el público: también genera división en algunos de los mismos creadores. Algunos de ellos recuerdan esa etapa con bastante pesimismo. Navarro reproduce unas declaraciones del realizador Miguel Iglesias, autor de El cerco o El fugitivo de Amberes: “No podía emplear el género para hacer una crítica de la sociedad. Me hubiese apetecido hacerlo, pero en aquellos momentos todos sentíamos la pesada losa del franquismo”. Leon Klimovsky, director de Todos eran culpables, también declaró que “hacemos un cine rosado para niños tontos, que parece ser la tónica que aplauden nuestras autoridades”.
Navarro opina que, considerado globalmente, el cine policíaco español de los años cincuenta y los primeros años sesenta tiende más a la proyección de los discursos que interesaban al régimen, dado el marcaje que suponía la censura. Aún así, el ensayista afirma que ese género “molestaba intrínsecamente porque suponía aceptar que los traficantes y los mafiosos existían, porque rompía con la idea oficial de que en España nunca pasaba nada”.
El autor reivindica la vigencia de estas películas que “nos enseña mucho sobre quiénes éramos y también sobre quienes somos, dado que seguimos oyendo a nostálgicos que dicen que entonces se vivía mejor, cuando solo unos pocos lo hacían”. Y destaca que “aunque fuesen producciones controladas por los organismos oficiales, en algunos casos incorporaban elementos de transgresión y subversión que muchos espectadores agradecían muchísimo”. Aún así, en el laberinto de decisiones creativas, lógica censora e intereses políticos, la crudeza no necesariamente era (solo) transgresora: según el realizador de 091, policía al habla el mismísimo Arias Navarro defendió el mantenimiento de elgunas situaciones duras para evitar la inverosimilitud, el paraíso manufacturado en que a menudo se convertía el audiovisual nacional-católico.
Se pueden lanzar ejemplos y contraejemplos que posicionar en los mil espacios intermedios entre los extremos de la propaganda desaforada y la subversión más o menos posibilista. Navarro menciona dos títulos que le parecen especialmente reafirmadores del orden y los valores nacional-católicos: “Los agentes del quinto grupo, que me parece muy reaccionaria, o 091, policía al habla, que loa la entrega y la dedicación de los agentes cuando todos sabemos como se las gastaban. Aún así, entre los autores del libro tenemos algunas discrepancias sobre esta última”.
En cuanto a las películas que intentan incorporar una cierta crítica social dentro de los estrechos márgenes intrínsecos al totalitarismo, el ensayista destaca “Hay un camino a la derecha, de un cineasta tan interesante como Francisco Rovira Beleta, que incluye insinuaciones de maneras precarísimas de subsistir, como el contrabando o la prostitución, o Las manos sucias”. Para celebrar la publicación del volumen, rescatamos cinco películas de la época que resultan representativas de algunas de sus temáticas y tendencias, de sus inercias y fricciones.
Brigada criminal: hazte policía
Ignacio Iquino, futuro magnate del destape cinematográfico, firmó esta narración sobre un joven agente que transciende un trabajo de infiltración aparentemente poco sustancial y se acerca a una banda de atracadores y asesinos. El habitual discurso de agradecimiento hacia los cuerpos de seguridad y represión, la escenificación de su papel crucial en el mantenimiento del orden nacional-católico, tiene un matiz añadido: el carácter ejemplar y atractivo del protagonista nos remite a ficciones orientadas al alistamiento, como si se tratase de un Top gun franquista donde lo militar es sustituido por lo policial.
La voz de narrador oficialista, los rótulos que rinden pleitesía a las autoridades, pueden recordarnos a las emanaciones más desatadamente propagandísticas, más marcadas por el macarthismo, del Hollywood censurado de la época. De manera previsible, abundan las casi inevitables escenas de eficacia institucional: en un sistema totalitario y refractario a la autocrítica, el cuestionamiento de cualquiera de sus patas puede socavar toda la estructura.
Otro de los filmes inaugurales del periodo, Apartado de correos 1001, resultaba más llevadero por rebajar el tono publicitario y por inocular componentes de pulp castizo (en forma de elementos de misterio clásico recorridos de picaresca, como una estafa alrededor de la consecución de trabajos que evidenciaba el triste panorama laboral del país) en su trama de delincuencia profesional organizada.
091, policía al habla: la ciudad no es para mí
Era previsible que un sistema que anhelaba un control social máximo recelase del espacio urbano como realidad tendente a la diversidad, a un cierto descontrol. Esa fobia escenificaba involuntariamente el callejón sin salida de la autarquía nacional-católica y sus élites económicas: la metrópolis era un espacio cosmopolita a evitar, repleto de pobreza y de influencias pervertidoras de la moral, pero el caciquil mundo rural estaba recorrido por la explotación y el exilio económico forzoso. No es de extrañar que se concibiesen durante el franquismo películas policíacas que, dentro de los límites de representación marcados por una censura más deseosa de relatos enaltecedores del presente, rozasen lo paranoico en su retrato de la ciudad.
En 091, policía al habla, los agentes protagonistas evitan con su labor cotidiana que Madrid se convierta en una jungla del asfalto. Se enfrentan a diversas misiones, desde perseguir un intento de violación hasta entregar una bombona de oxígeno a un niño enfermo. La naturaleza itinerante y moderadamente coral de la narración tiene un potencial lastrado por el peaje del constante retorno al orden... y por unas infiltraciones cómicas algo desconcertantes.
El resultado parecía destinado a tranquilizar al ciudadano… o a inquietarle moderadamente, al presentarle diversas amenazas de la urbe y de la juventud que la puebla, siempre abortadas por las fuerzas del orden (totalitario). El carácter de los polícias (el héroe imperfecto se muestra más bien torturado y abatido, y su compañero comete algunas frivolidades) enrarecía lo ejemplarizante de la obra.
Distrito quinto: cuando los grillos se convierten en langostas
Julio Coll no disimuló en absoluto el origen teatral de este apreciable filme, basado en una obra del escritor catalán J. M. Espinàs. Se acercó al noir y dotó de un protagonismo nulo a la policía. Su narración está construida a golpe de flashbacks y se ubica en un espacio casi clustrofóbico: apenas se sale del espacio único de un piso muy compartido. Se relata la tensa espera de un grupo de atracadores que se han separado del compañero que portaba el botín. Todos ellos, delincuentes profesionales o recién llegados, habían pergeñado un plan en la academia de baile y pensión improvisada que regenta uno de ellos.
Como recalcaba un personaje de Juventud a la intemperie, las viviendas precarias tienen efectos en los estados de ánimo y las decisiones de las personas. En Distrito quinto se nos muestra a unos frustrados grillos que, sin espacio vital y sometidos a roces constantes, se han convertido en langostas. El centro dramático recae en los miedos de un protagonista ausente y en las desilusiones de unos cómplices que anhelan demasiado, más de lo que el sistema puede o quiere ofrecer a personas como ellos.
No es de extrañar que el resultado despertase muchas dudas en las autoridades por su atmósfera asfixiante y sudorosa. O por las malsanas relaciones establecidas entre los personajes, algunos de los cuales se alejan del arquetipo de villanísimo para encarnar flaquezas muy humanas y peligrosamente comprensibles.
El expreso de Andalucía: la miseria produce monstruos
Uno de los grandes realizadores del cine negro español, Francisco Rovira Beleta, firmó esta obra inspirada en el robo de un tren perpetrado en 1924. Dos hombres y un joven se alían inesperadamente cuando ven la oportunidad de apropiarse de unas joyas robadas. “Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón”, parece pensar el joven hijo de un funcionario de correos, que aprovecha sus contactos para facilitar un atraco donde se termina vertiendo sangre. Un antiguo jugador de pelota vasca, frustrado por la caída social derivada de su retiro prematuro por lesión, se muestra dispuesto a todo para conseguir el dinero que le proporcionaría un cambio de vida… y el amor de una mujer fatal tamizada de sexismo nacional-católico, más bien dócil y movida por el amor al hombre.
El expreso de Andalucía es otro filme donde lo noir domina a lo policial, donde los delincuentes tienen mucho más protagonismo que sus perseguidores. Puede considerarse una de las propuestas creativamente más sólidas de todo el ciclo, aunque no se trate de la cinta con más potencial corrosivo de su realizador. Rovira Beleta parte de paisajes urbanos de pobreza y subsistencia. Nos recuerda la existencia de bolsas de pobreza que empujan a la desesperación y, quizá, a la delincuencia.
Los ecos posibles del neorrealismo italiano de posguerra, o del realismo poético francés de preguerra sobre perdedores en lucha, se combinan con alguna bella solución visual, como un asesinato castamente ocultado precisamente por un ferrocarril. Con todo, el camino desatadamente homicida del personaje principal imposibilita una posible (y transgresora) identificación con el ladrón y, por extensión, dificulta sentir una mayor empatía por las circunstancias de los excluidos por el régimen.
Juventud a la intemperie: envilecidos por la modernidad extranjera
El fenómeno estaba extendido internacionalmente, pero el cine de la desconfianza e incluso el miedo hacia los jóvenes tuvo un notable peso en el audiovisual franquista, con exponentes como El juego de la verdad o Almas en peligro. En Juventud a la intemperie, una obra de Ignacio Iquino que se abre con una cita de José Antonio Primo de Rivera, los conciertos de lo que los personajes denominan música moderna son puertas abiertas al infierno de la delincuencia organizada en forma de timbas ilegales y sexo por dinero. La satanización de la música trasciende lo argumental: cuando un personaje agrede a su novia, un golpe de jazz orquestal simultáneo a la bofetada subraya la identificación entre estos sonidos y la violencia.
En el filme, una chica enamorada está dispuesta a confesar a su amado que participa en un círculo criminal que le ha estado estafando. Un miembro de la banda la apuñala, pero el primer sospechoso es el celoso hijo de un comisario. Como Apartado de correos 1001 y tantos otros títulos, la obra podía resultar incómoda para el establishment porque asumía la existencia de realidades delictivas.
Antes del consabido final tranquilizador, los paisajes humanos son inusualmente tremendistas: domina un machismo muy agresivo, de proxenetas y asesinos, y también aparece una mujer fatal despiadada en la persecución de su amor romántico (con posibilidad de arribismo social incorporada). En esta ocasión, ni siquiera se jugaba la baza absurdamente nacionalista de utilizar a antagonistas claramente extranjeros, aunque se recalque la perniciosidad de las influencias foráneas de una manera tan pueril que puede resultar taimadamente autoparódica: “Cuando me lleves tabaco, yo fumo americano”, dice el asesino a su pareja cuando le detienen.
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