“Los Coen hacen películas plenamente autoconscientes de su relación con géneros cinematográficos preexistentes. Su cine descansa en el conocimiento cultural y fílmico compartido con sus espectadores”, dejó escrito Carolyn R. Russel en un ensayo sobre los hermanos más famosos del cine de las últimas décadas, con permiso de los Wachowski. Una definición que explica que, aunque les persiga el sambenito de cineastas indies, su obra sea ya conocida y reconocida por el gran público y haya ganado premios de la Academia.
Pero ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos del cine de los hermanos Coen? Lo cierto es que es posible destilar su fórmula a través de una serie de elementos comunes que se repiten en sus películas, y que también aparecen en su última cinta estrenada en España, la muy recomendable A propósito de Llewyn Davis.
Los tiempos están cambiando
Las películas de los hermanos Coen suelen transcurrir en escenarios muy específicos, indisolublemente unidos a la trama argumental, que acaban por adquirir entidad propia y comportarse como un personaje más. Con independencia de en qué lugar se desarrollen sus historias, sería difícil imaginarlas en cualquier otro contexto. Imposible disociar Fargo de ese perenne manto nevado de fondo; o Arizona Baby, de los parajes desérticos en que se desarrollan esas persecuciones cartoonescas a lo Chuck Jones.
A próposito de Llewyn Davis huele a Nueva York por los cuatro costados; a ese Greenwich Village de 1961 cuyos escenarios estaban tomados por músicos de jazz y bluesmen y en cuyas calles todavía podía sentirse el regusto bohemio y drogota de los años de gloria del movimiento beat.
Aún tendrían que pasar unos meses para la eclosión de la escena folk y el advenimiento de todos esos cantautores politizados con la mochila llena de historias y acordes de sus lugares de origen. Trovadores acústicos como Dave Van Ronk se las apañaban con más oficio que suerte. Van Ronk se mudó al Village a principios de los 50 y ya no se quiso mover hasta su muerte. Además de músico, fue mentor de la generación folk y notable filósofo de barra. Sus memorias de la época están recogidas en The Mayor of MacDougal Street, crónica colorida y algo ácida de la antesala del revival folk de principios de los 60.
El libro fue a parar a manos de los Coen, que jugaron a imaginarse qué hubiera pasado si a Van Ronk le hubieran dado una paliza a la salida de una de sus actuaciones: un material de primera para urdir una de sus ácidas sátiras en torno a la cultura popular que se les dan tan bien. La muerte o la violencia, habitualmente producto de un malentendido, suelen desencadenar los acontecimientos en el universo de los Coen. En otras ocasiones, la maquinaria de catastróficas desdichas se pone en marcha por el efecto negativo que la ausencia de dinero causa en sus personajes, bien porque andan sin blanca o porque, como en O brother, persiguen un botín.
En ambos casos, A propósito de Llewyn Davis cumple sobradamente el requisito. Ron Howard hubiera rodado un biopic azucarado sobre el fulminante ascenso de Bob Dylan al olimpo del folk, pero a los Coen les seduce más filmar la amarga épica del fracaso, las penurias de los pioneros que allanaron el camino y sólo obtuvieron reconocimiento tardío en el mejor de los casos.
Esos momentos de crisis que remarcan aún más la propia crisis vital de sus personajes aparecen con frecuencia en sus películas. Muerte entre las flores se desarrolla en los años de la Prohibición y en El gran Lebowski hay referencias explícitas a los primeros meses de la Guerra del Golfo. En cierta manera, su última película es la precuela cinematográfica de la mítica portada del disco The Freewheelin 'Bob Dylan, tan definitorio del cambio de paradigma musical, de la que toma prestados sus colores apagados.
Sangre en los surcos
En la filmografía de los Coen no hay sitio para héroes ni ganadores. El Barton Fink de la película homónima o el Larry Gopnik de Un tipo serio se enfrentan a una concatenación de trabas vitales e incidentes absurdos que acaban, por acumulación, convirtiendo sus vidas en un infierno. Cobayas constantemente hostigados por sus creadores en experimentos que destilan un humor negrísimo.
Llewyn Davis, un Buster Keaton hierático pegado a una guitarra, es el último en sumarse a esta peripatética liga de perdedores. A pesar de su celebrado gusto musical, es incapaz de oler un futuro éxito de ventas en sus narices. Pretende llegar lejos con su arte, pero no tiene donde caerse muerto en el día a día. Este héroe torpe y melancólico ahogado en sus contradicciones está, en fin, en el lugar correcto pero en el momento equivocado. Un estereotipo, sí, como tantos otros del que los hermanos Coen saben sacar petróleo.
La integridad artística de Llewyn contrasta con su incapacidad para la empatía con el entorno y su patológico bloqueo emocional. “Todo lo que tocas se convierte en mierda, como el hermano idiota del rey Midas”, le recrimina Jean, novia de su mejor amigo y a la sazón amante de Llewyn, de quien se ha quedado embarazada.
Los personajes creados por los Coen no suelen hundirse en la autocompasión. Perseveran en sus quijotescos empeños y no pierden la esperanza, aunque saben que se mueven en un universo sin sentido y están marcados por un destino fatal. Verbigracia: Llewyn Davis emprende un viaje casi suicida a Chicago sólo para que le digan a la cara que no es carne de front-man, que tiene talento pero nunca alcanzará el éxito.
Cuando por fin baja los brazos, resignado a seguir los pasos de sus padre en un buque pesquero, se cruza con la enjuta figura de un joven Bob Dylan a punto de cambiar la historia de la música con canciones como I was young when I left home. El bardo de Minnesota dijo una vez: “Todo lo que yo buscaba era ser tan grande como Dave Van Ronk”. Pobre consuelo para todos los Llewyn Davis del mundo.
A lo Sísifo
Al igual que Jeffrey Lebowski, Llewyn Davis se mete por casualidad en lo que parece un pequeño lío pero acaba por convertirse en un embrollo de proporciones bíblicas. Hay una diferencia: si El Nota podía pasar por un detective patoso de cine negro imaginado por un Raymond Chandler en horas bajas, aquí Davis emprende un viaje homérico, con referencias explícitas a La odisea, y de estructura circular, como aquellas canciones folk en la que el último verso es exactamente igual al primero, pero de las que se sale más sabio tres minutos después.
En manos de los Coen, la idea de un moderno Sísifo enfrentado perpetuamente al absurdo de la vida se convierte en material de primera para su idea de comedia. La gravedad trágica de la vida y la angustia existencial, prolongadas durante demasiado tiempo y forzadas al límite, acaban provocando la hilaridad, como bien saben unos cineastas que huyen deliberadamente del realismo y parecen genéticamente incapaces de escribir y rodar un material que de alguna manera no esté contaminado por elementos de comedia, por muy negra que sea.
A los Coen, defensores confesos del mal gusto cinematográfico, les hemos visto haciendo gags a costa de paralíticos y el Ku Klux Klan. En esta ocasión no van tan allá, aunque las bromas del gigantesco músico de jazz Roland Turner –interpretado por John Goodman– sobre el suicidio del antiguo compañero de correrías musicales de Llewyn hielen bastante la sangre.
El blues del ahorcado
Ethan y Joel Coen siempre escriben sus historias siguiendo la misma metodología: imaginan una primera escena potente y, a partir de ahí, se dejan llevar donde les lleven el material y los personajes. A propósito de Llewyn Davis se abre con el barbudo cantante interpretando del tirón con su guitarra y en primer plano un original de Van Ronk, Hang me, oh hang me.
De entrada, el arranque supone una ruptura tanto con sus peculiares ángulos de cámara jaleados por la crítica, aquellos que esconden información en lugar de revelarla, como con sus dinámicos travellings tan habituales. Pero además la canción, como todas las que vendrán después, se encarga de proporcionar la información sobre un personaje que tiende a expresarse de manera bastante lacónica, lo que le convierte en sparring de adversarios dialécticos con bastante más verborrea. Si en los musicales las canciones tienden a celebrar catárquicamente el gozo o a exorcizar la pena, las que entona con su guitarra Davis parecen servirle para soportar el dolor.
La pureza que emana de sus interpretaciones tiene una explicación. El actor Oscar Isaac tuvo que aprenderse el repertorio de memoria y tocarlo en directo frente a la cámara, al igual que Justin Timberlake y Carey Mulligan. La idea partió del veterano músico y productor T-Bone Burnett, que al menos en esta película ejerce de tercer hermano Coen.
Los cineastas de Minnesota se caracterizan por mantener los costes de sus producciones al mínimo, por lo que difícilmente generan pérdidas, pero también por repetir siempre que pueden con el mismo equipo artístico y técnico. Burnett comenzó a colaborar con los Coen en El gran Lebowski, y fue el responsable directo de la fiebre por el bluegrass que se desató en todo el mundo a raíz de O brother. No parece que vaya a repetirse el episodio esta vez, a pesar de esa brutal Please Mr. Kennedy, que ironiza sobre los comienzos de la era espacial estadounidense.
Los hermanos Coen no han inventado la rueda, pero sí han reinventado a su manera los géneros clásicos, firmando comedias oscuras protagonizadas por rufianes de buenas intenciones o impecables ejemplos de neo-noir cuyas complejas tramas ejercen de macguffin para intercambios verbales pugilísticos. “Si no es nueva y no envejece, se trata de una canción folk”, entona como latiguillo recurrente Llewyn Davis cada vez que se sube a un escenario. De eso o de una película de los Coen.