Regresa un Paul Schrader arrogante e insensible pero con renovado prestigio
Quizá el Hollywood de las grandes corporaciones del entretenimiento no es el mejor lugar para trabajar una visión artística. Y quizá Paul Schrader no sea la persona de trato más fácil del mundo. Ha tomado decisiones un tanto arrogantes, como votar sus propias películas en los ránquines (acaba de señalar El contador de cartas como la mejor película de 2021 en su lista para Screen Slate). Y se ha mostrado francamente insensible en algunas declaraciones públicas. En una desafortunada publicación en Facebook, se declaró más ofendido por los remontajes de filmes que impulsaba Harvey Weinstein que por sus agresiones sexuales.
Con todo, el regreso del mejor Schrader gracias a sus dos últimos filmes puede celebrarse como una buena noticia cinéfila. Sus años de gloria comenzaban a quedar lejanos, pero su irrupción en el panorama audiovisual fue fulgurante, con guiones para Sidney Pollack, Brian de Palma o Martin Scorsese. Sus dos primeros largometrajes como realizador, Blue collar y Hardcore, un mundo oculto, le posicionaron también como director de prestigio. E incluso redactó un influyente ensayo, El estilo trascendental en el cine. El gusto de Schrader por las historias atormentadas no parecía tener un encaje fácil en el Hollywood de los blockbusters de los años ochenta y de las películas de acción de los noventa, pero el realizador consiguió destacar con dramas criminales como Posibilidad de escape y Aflicción durante el destallido neonoir de Fargo, Teniente corrupto o Reservoir dogs.
El primer tramo de siglo XXI fue bastante desafortunado para Schrader, como si su carrera profesional se convirtiese en otra de sus características historias de autodestrucción y desencaje respecto al mundo circundante. Durante años, el realizador parecía condenado a alternar proyectos independientes sin demasiada repercusión y producciones mediáticamente más ambiciosas que se agriaban tras polémicas con productores, distribuidores o colaboradores. Su precuela de El exorcista estuvo a punto de no salir nunca a la luz. La reciente El reverendo, protagonizada por Ethan Hawke (Zeros and ones) rompió esa tendencia. Finalmente, el coguionista de Toro salvaje recabó de nuevo el aplauso (más o menos) unánime de la crítica, y unas cuantas nominaciones y premios, a través de la historia de duda en la fe y radicalización ambientalista de un pastor protestante.
Ahora llega a los cines españoles El contador de cartas, un drama ambientado en el mundo del juego que rehuye las inercias espectacularizadoras del thriller comercial. William (interpretado por Oscar Isaac) es un veterano de guerra que sale de prisión con una habilidad ejercitada: cuenta con su memoria y con el cálculo de probabilidades para poder apostar con efectividad en el juego del blackjack. Su deseo es pasar desapercibido y ganar habitualmente pequeñas cantidades de dinero, en una gira anónima e interminable por los casinos. El encuentro con otros personajes supondrá un cambio de planes con consecuencias imprevisibles.
Un extraño camino de vuelta al éxito
Quizá la pelea más sonada de Schrader fue su repudio del filme Caza al terrorista, montado y musicado sin su implicación, que se estrenó en 2014. El cineasta incluso difundió un montaje del director alternativo (sin ánimo de lucro, confeccionado con materiales de baja resolución) mediante la web The Pirate Bay. El protagonista de la película, Nicolas Cage, apoyó al director. Y la posterior colaboración de ambos, el ácido, posmoderno y grotesco noir Como perros salvajes, tuvo algo de desgravio para la pareja. Esa mascletá misántropa ha servido, de momento, como una especie de colorista y excesiva despedida de ese Schrader del nuevo siglo que parecía perdido en proyectos dificultosos.
En El reverendo, en cambio, se tomó una dirección completamente diferente. Se ofrecía un drama casi rigorista donde las turbulencias interiores de un hombre religioso se observan con contención, cámaras fijas e introspecciones enunciadas a través de la redacción de un diario personal. En buena medida, Schrader ha aplicado la misma receta estilística en El contador de cartas, aunque salte de una iglesia protestante a una ruta por casinos, de un religioso a un jugador. Lo que podría haber sido un thriller criminal al uso se convierte en una morosa contemplación de soledades. Y en un relato de la dificultosa construcción de complicidades y lealtades entre unas personas de vidas mínimas, habitantes de no-espacios de desarraigo y de una apatía solo sacudida por pasiones básicas como la venganza.
Los pasillos de casino, las habitaciones de hotel, son los escenarios principales de la película. Su autor dibuja un esbelto retrato de un personaje lacónico, silencioso, que vuelca en el papel algunas verdades indecibles. Que parece haber renunciado a la vida para someterse a un autocastigo implacable después de haber cometido atrocidades durante la autodenominada guerra contra el terrorismo. Schrader maneja un presupuesto limitado (los créditos de la obra incluyen a veintitrés productores, incluido Scorsese, en una especie de crowdfunding grupal), compatible y coherente con un dispositivo narrativo quietista y con la austeridad casi contraria a la vida que tiñe todo el filme.
El resultado es hosco, un tanto desagradable, como suele suceder en las exploraciones de la masculinidad de Schrader. Se preserva algún espacio libre de misantropía (el protagonista halla la motivación en el deseo de ayudar al hijo de un antiguo compañero), pero los buenos propósitos y la creación de vínculos afectivos parecen condenados a la fatalidad. Todo este pesimismo llega al espectador en forma de imágenes cuidadadas que, a la vez, resultan militantemente antiespectaculares. El realizador opta por concluir con un gesto extrañamente sentimental entre tanta aridez, con un ademán casi naif de reconfortamiento en la derrota. Su nuevo filme parecería temerario si no se tuviese en cuenta el exitoso precedente de El reverendo como obra de prestigio que desafió las expectativas (o las posibles impaciencias) de la audiencia y triunfó en el intento. En un raro giro de guion, el autor de Autofocus ha vuelto a la senda de un cierto éxito (más creativo y crítico que comercial) tomando el camino de una radicalidad estilística, de una depuración extrema.
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